En el 2002, el documentalista Bart Sibrel junto a su camarógrafo abordó a la salida de un hotel al astronauta Buzz Aldrin. Sibrel le exige respuestas, le enrostra, con un énfasis digno de mejor fin, que lo del Apolo XI fue todo una farsa. Aldrin trata de sacárselo de encima, gira, vuelve sobre sus pasos, intenta salir por un costado, pero Sibrel lo persigue, lo encierra, lo acosa. Aldrin está molesto e inquieto, pero en control de sí mismo. La templanza va ganando la partida.
Pero el documentalista sigue con el asedio hasta que cara a cara le dice (le grita, le escupe): “Ladrón, mentiroso, cobarde”. Aldrin no aguanta más. Saca un rápido, contundente, ortodoxo y merecido cross de derecha que da en la mandíbula de Sibrel, que mientras tambalea recuerda que una de las condiciones exigidas para ser astronauta es contar con una extraordinaria preparación física.
Sibrel, excesivo e intenso (y algo irreverente) no hablaba sólo en interés propio, no era un lunático –tal vez por el tema a tratar no sea la mejor palabra para utilizar- que ese día se había levantado de mal humor. Estaba representado una corriente, un grupo de personas que abjuran de la llegada del hombre a la Luna. Que en donde los demás ven una hazaña incomparable del género humano, ellos sólo pueden percibir un fraude gigantesco. Acaso el engaño más grande de los tiempos modernos.
El precursor de lo que niegan a Neil Armstrong, Michael Collins, Buzz Aldrin y a los astronautas que les siguieron tienen un fundador: Bill Kaysing. Ex combatiente de la Segunda Guerra Mundial y licenciado en literatura, comenzó apenas entrados los años 70 una cruzada contra la NASA y las misiones Apolo. Sus libros, poco difundidos hasta entonces, hablaban de las falsedades del gobierno norteamericano y de sus manipulaciones.
La noche del 20 de julio de 1969 mientras la población mundial asistía fascinada al nacimiento de una nueva era, a la superación de una frontera inimaginable unos años antes, Kaysing intuyó que lo que estaba viendo no era cierto. No podía ser cierto. Luego encaminó toda su vida y sus esfuerzos a seguir esa creencia. Una cuestión de fe. Sostenía que era una mentira y que el hombre nunca había pisado la Luna.
Enfático e incansable recorrió todos los medios de comunicación posibles difundiendo sus certezas. Quienes le daban espacio, sin refutarlo, lo presentan como un ex empleado de la empresa que fabricó los motores que propulsaban los cohetes del Proyecto Apolo. El dato le brindaría la autoridad para opinar. Hacía suponer que contaba con información interna desconocida y clasificada para el gran público que él, con coraje inédito, ponía a disposición del resto de la gente.
Lo que no dicen, quienes lo presentan así, es que su labor era en la sección de prensa de la empresa (nada relacionado con la fabricación) y que dejó la firma en 1963, una fecha demasiado alejada del despegue de 1969.
Locuaz y articulado, en cada entrevista que dio hasta su muerte en 2005, Kaysing brindaba una imagen segura y serena. Esa calma y el aire sesudo de sus intervenciones otorgan una verosimilitud extra a sus dichos. No parece un enajenado fuera de la realidad. Y esgrime argumentos y presuntas pruebas que le dan un barniz científico a sus formulaciones. Sin embargo todas ellas se derrumban con un mínimo de información.
En la década del 90. Bill Kaysling llevó a juicio por difamación a Jim Lovell, el piloto del Apolo 13, quien inmortalizó la frase “Houston, tenemos un problema”. Lovell lo había llamado “wacky” (chiflado o loco de remate). El juicio lo perdió. En todas sus acepciones.
Kaysing y Sibrel son dos de los personajes más visibles de una gran cantidad de personas que ven un fraude en toda esta historia. Ellos dos hicieron de esta cruzada una cuestión de vida. Le dedicaron esfuerzos y energías dignas de mejor fin. Uno escribió un libro que se autopublicó, el otro con fondos propios filmó documentales en los que persiguió astronautas y miembros de la NASA. Pero en ellos pareciera que hay, además de una ignorancia supina, convicción. Una convicción más cercana a lo religioso que a lo racional. Esgrimen argumentos racionales sólo cuando favorecen a sus teorías y no ven las abundantes pruebas en contrario.
Pero ellos dos no son los únicos. Sólo basta googlear para encontrar miles de personas que repiten argumentos y descreen de la hazaña lunar. Tampoco es una cuestión de edades y de épocas. Es más, se podría afirmar que en los últimos tiempos gracias a las redes sociales y a la velocidad con que se difunden las sospechas, este número ha aumentado exponencialmente. Por la dinámica de su funcionamiento, las noticias impactantes, las afirmaciones rutilantes y conspiranoicas son más fértiles en su diseminación en la actualidad.
A mitad de la década del setenta, la NASA planeó una misión a Marte. El proyecto estaba muy avanzado y con grandes chances de ser exitoso. Se hicieron conferencias de prensa y se puso una fecha para el despegue del cohete. Sin embargo, a último momento, una corrección en los cálculos, una inmersión más profunda en el análisis sobre las circunstancias del viaje exploratorio, mostró a los científicos de la NASA que no existía la menor posibilidad de que los astronautas sobrevivieran.
¿Cómo debían seguir? ¿Había tiempo de dar marcha atrás y contarle al mundo entero pero en especial a su enemigo de la Guerra Fría, la U.R.S.S, que se habían equivocado, que todo el proyecto era un fracaso? ¿Había que proceder igual al lanzamiento a pesar de que las posibilidades de éxito eran nulas? ¿Podían sacrificar a esos tres astronautas?
La NASA tomó un camino intermedio. Anunció el despegue, convocó a invitados y prensa, televisó los preparativos. Pero a último momento, escondió a sus tripulantes y lanzó la nave sin ellos. Luego, en un estudio cinematográfico recreó escenas de la misión Marte para que el mundo creyera que la hazaña había sido lograda.
Lo narrado en estos párrafos sobre la frustrada misión marciana nunca ocurrió. Es el argumento de una película filmada en 1977, Capricornio 1, interpretada por Elliot Gould y O.J.Simpson.
La película no inventa nada. Sólo traslada a Marte las fantasías que parte de la población, ya por ese tiempo, tenía sobre los alunizajes. El paso de los años y la acumulación de pruebas científicas no consiguieron aplacar las fantasías conspirativas. Para muchos, lo de la llegada del hombre a la Luna (y los siguientes alunizajes) fue una enorme farsa, un montaje para engañar al mundo. Una conspiración que se aprovechó de la buena fe y la credulidad mundial.
Demos algunos pocos pero representativos ejemplos. Shane Dawson, un youtuber muy popular, publicó un video expresando sus dudas sobre las misiones Apolo, apoyando las versiones del fraude lunar. Su video ya fue visto 8 millones de veces.
Hace un par de años, Stephen Curry, múltiple campeón de la NBA y estrella de los Golden State Warriors, dijo que él no creía que el hombre había llegado a la Luna. La repercusión de esas declaraciones, obviamente, fue explosiva.
La NASA reaccionó con elegancia e inteligencia. Entendió que este refutador no era uno más, que seguramente su voz tenía mayor penetración que la de otros. Invitó al basquetbolista a visitar sus instalaciones y a ver los materiales traídos desde la superficie lunar, los más de 380 kilos de rocas, entre otras cosas. Curry, además de pasear por la institución, tuvo que salir con toda velocidad a aclarar que sólo había hecho una broma.
Sin números demasiado fidedignos, pero que muestran una tendencia, se cree que el 10 % de la población norteamericana sostiene la versión del fraude. Mientras uno se aleja de Estados Unidos ese porcentaje aumenta. En Europa el 20 % descree, mientras en Rusia la mitad de su población afirma que nunca el hombre llegó a la Luna.
Quienes dicen que todo se trató de un montaje, de un engaño fenomenal, del fraude de mayor magnitud de la historia creen que la NASA filmó esas escenas que se vieron, difusas y granuladas, la noche del 20 de julio de 1969, en las instalaciones de la enigmática área 51. Que el secreto que rodea a ese dependencia estatal norteamericana, la denegación de acceso y la alta seguridad se deben que allí se esconden las pruebas de que la NASA montó un rodaje en ese desierto para hacerlo parecer territorio lunar.
El director de esa parodia, sostienen, habría sido Stanley Kubrick. La asociación es inmediata y demasiado fácil: Kubrick venía de dirigir 2001, Odisea del Espacio, el año anterior. Si los que instalan estas teorías hubieron sabido del imposible carácter de Kubrick, de su manía por el control absoluto y de lo que demoraba en cada rodaje hubieran elegido a otro director de cine como cómplice del engaño. Si hubiera sido por Kubrick y su ritmo de rodaje, el Apolo XI habría llegado a la Luna después de 1977.
El autor de la novela original, de 2001, el escritor de ciencia ficción Arthur Clarke en los días de julio del 69 tuvo mucho trabajo. Fue columnista casi permanente en los programas de la CBS como voz autorizada.
Los negadores dicen que las imágenes fílmicas de baja calidad no fueron producto de las carencias tecnológicas de la época y de las dificultades de enlace. Atribuyen los granos de los planos y la confusión a una actitud deliberada del gobierno para que las inconsistencias pasaran desapercibidas. Pero se contradicen cuando atacan a las fotos sacadas en las misiones porque son demasiado nítidas. Esa claridad sería motivo de sospecha en las imágenes detenidas (más fáciles de analizar), al mismo tiempo que la falta de ella lo era para las imágenes en movimiento. Tampoco explican porque después de la puesta en marcha del sistema de televisación por satélite, luego fue utilizado de inmediato para las transmisiones deportivas globales.
Luego está el tema de las sombras. Bill Kaysing y todos los que lo siguieron dicen que las sombras en las fotos muestran que hubo una doble fuente de luz cuando en la Luna sólo está la del sol. Los especialistas explican que eso sucedió porque se trataban de panorámicas de 180° que hacían que las sombras se deformaran. Otros agregan que, además, la cápsula tenía sus propios focos.
La más extendida de estas presuntas pruebas es la de la bandera flameando, algo imposible con la ausencia de gravedad. Pero si se mira bien se puede comprobar que la bandera, para que quedara desplegara tenía también un mástil horizontal en su parte superior. El efecto de la ondulación se da por esa rigidez combinada con las arrugas que quedaron en la bandera que no se desplegó en su totalidad.
Los conspiranoicos no se detienen allí. Blanden un argumento más: el de las marcas en la superficie. Sostienen que las pisadas de los astronautas no podían haber dejado huella y que el alunizaje tendría que haber provocado un cráter. Ni una cosa ni la otra. Ambas cosas son factibles por el removimiento del polvo lunar. La fuerza del aterrizaje, explican los científicos, se ve reducida por la falta de gravedad por lo que sólo levanta ese abundante polvo.
Quienes no quieren creer en el viaje del Apolo XI olvidan que hubo otros después de él. Sobre esos no realizan demasiadas disquisiciones.
Más allá de todas las explicaciones científicas que desmoronan cada una de estas teorías hay otros argumentos de lógica y sentido común que se hacen imposibles de refutar. Tanto la Unión Soviética como China, las potencias enfrentadas a Estados Unidos y las más interesadas en que las excursiones lunares fueran un fracaso, aceptaron la hazaña. No pudieron negarla más allá de sus intereses.
Si todo se hubiera tratado de un fraude en algún momento se hubiera descubierto. Imposible mantener un secreto de tal magnitud en un proyecto en el que estuvieron involucradas más de 400 mil personas. Alguien alguna vez hubiera hablado y presentado pruebas. Tampoco es posible, como sostiene los conspiranoides, que se haya silenciado/asesinado a cada presunto desertor o delator. Hubiera sido una masacre. Además la gran mayoría de esas personas tienen un prestigio intelectual y científico que no hubieran puesto en riesgo para sostener una mentira estatal
Por último, los no creyentes tienen la posibilidad de examinar los cientos de kilos de material lunar que se trajo en las expediciones. También las imágenes que tomaron las sondas lunares enviadas posteriormente en las que se ven los vestigios de las misiones del Apolo 11 en adelante (allí se comprobó por ejemplo que quedan en pie 5 de las 6 banderas plantadas por los astronautas -la de Armstrong no- pero que erosionadas se decoloraron y perdieron las barras y estrellas).
Presentadas como teorías sustentadas por información clasificada, voces autorizadas o basamentos fruto de la investigación, en realidad todos estos dichos no son más que especulaciones, suposiciones y supersticiones, que prefieren cerrar los ojos a las comprobaciones científicas y las evidencias históricas.
Las teorías conspirativas de cualquier índole proliferan en la actualidad. A simple vista podría parecer un contrasentido. La información es más accesible para todos, gracias a que todo el mundo lleva una cámara en su bolsillo o cartera, existe registro fotográfico o de video de cada situación ordinaria o excepcional, con una simple búsqueda en internet podemos encontrar el dictamen de un experto sobre cualquier tema. A pesar de eso cada día, las teorías conspirativas cuentan cada vez con mayor arraigo.
Las grietas que presentan los discursos oficiales, los resquicios que dejan para que se filtre la sospecha, las mentiras a las que apelan tienen influencia en esta tendencia. También el desprecio a los datos que refuten nuestras creencias, la manipulación en provecho propio de cualquier información y el sesgo que nos impide valorar lo dicho por los que no piensan como nosotros. Nuestra fobia al disenso nos predispone a aceptar sólo lo que queremos escuchar o creemos sin importar las evidencias en contrario.
Tanto es así que 53 años después mucha gente aun no cree que el hombre llegó a la Luna.
SEGUIR LEYENDO: