Lo dijo este miércoles el fiscal del tercer juicio por el crimen más resonante de las últimas décadas: “Han transcurrido veinte años sin que el Estado haya sido capaz de mostrar una respuesta sobre el caso, no sólo a la víctima sino a la sociedad”. Patricio Ferrari, que encabeza la acusación contra el ex vecino del country Carmel Nicolás Pachelo, pidió también que la causa por el homicidio de María Marta García Belsunce sea enmarcada en un contexto de violencia machista y que, por primera vez, se trate con la perspectiva de género de la que careció en los procedimientos anteriores.
Fue el domingo 27 de octubre de 2002, pero el país lo supo dos semanas más tarde. La mujer que, se suponía, había muerto por un accidente doméstico, tenía cinco balas en el cráneo. La sexta era el famoso pituto que luego se encontraría en el pozo séptico de la casa por indicación de uno de los hermanos de la víctima, y que cambiaría la carátula y la historia del caso para siempre. De la fatalidad de resbalar en la bañera, al horror de un asesinato cruento. No hace falta explicar demasiado, todos sabemos más detalles de los que deberíamos, y todos tenemos a esta altura nuestra propia versión de los hechos.
Es que durante años las hipótesis llenaron las horas de los noticieros y las tapas de los diarios y revistas. ¿Cómo era posible morir de seis balazos en uno de los enclaves más seguros de la Argentina, un barrio blindado en donde sólo vivía gente rica que podía aislarse de la crisis social y económica para transcurrir una existencia pacífica, jugando al tenis y al bridge, comiendo al sol con amigos o haciendo obras benéficas? Era, como dice la escritora Claudia Piñeiro en la serie documental Carmel: ¿Quién mató a María Marta? (2020) –cuyo éxito, al que se suma la ficción que HBO estrenará este domingo, es una prueba de la vigente inquietud en torno al caso–, “un crimen cometido en un lugar donde se supone que no debe haber un crimen”.
Sin perspectiva de género y una década antes de que los femicidios fueran ley, la sociedad y los medios trataron a María Marta con el mismo morbo con el que se suele tratar a todas las víctimas. “Todavía se usaba el término pasional sin saber bien qué se quería decir, o a quién se lo acusaba de qué pasión”, dice la autora de Las viudas de los jueves en el documental de Vanessa Ragone. Las teorías eran muchas en la calle y en la prensa, pero en casi todas subyacía la pregunta incorrecta: ¿Qué había hecho esa mujer para provocar a su asesino?
Mientras la investigación apuntó al marido de la víctima, Carlos Carrascosa, la pasión fue un elemento usado casi naturalmente por los medios y la gente para exculparlo: había actuado inevitablemente, preso de la locura incontrolable que sólo provoca la traición del amor. Lo mismo se dijo de varios de sus familiares.
Se habló de infidelidades e incesto, se juzgó su sexualidad y la de sus amigas y hermanos, sus lazos familiares y su pareja, por no tener hijos, por vivir solos, por tener plata. María Marta era lesbiana y su familia lavaba dinero, tenía sexo con su hermana y con su mejor amiga: la pollerita corta de una señora bien que, recién ahora, después de veinte años, tiene una identidad propia definida por la fiscalía: “Socióloga de nota, reservada, reflexiva, sensible, dedicada a la solidaridad, buena hija, esposa, amiga y de carácter fuerte y avasallante, un dato no menor”. No es difícil imaginar que como a muchas mujeres, a María Marta la mataron por defenderse.
Y, claro, no tiene sentido flagelarnos ahora por habernos obsesionado con su historia hasta deshumanizarla, como si la muerta no hubiera sido una persona de carne y hueso. Todo estaba dado para que desde el principio lo viéramos como un True Crime a la americana. Como dice también Piñeiro: “El country repite el cuarto cerrado del policial clásico: si hay un cuarto cerrado y matan a alguien dentro de ese cuarto, entonces, alguno de los que está adentro es el asesino, no hay opción”.
Hay cierta revancha en juzgar a los que más tienen y meterse en sus casas, y también cierta idea de que entre esos caminos de árboles parejos y velocidad máxima de veinte, la violencia no pasa. La había al menos en esa época.
El tiempo diría que dentro de los límites de un barrio cerrado, el mayor riesgo para una mujer es que la mate su pareja. Quedó tristemente claro con los casos de Claudia Schaefer –asesinada a puñaladas en su casa de Martindale en 2015 por su esposo, Fernando Farré, cuando negociaban los términos de un divorcio que la liberaría de la espiral de violencia– y Silvia Saravia –a quien su marido, Jorge Neuss, mató de un tiro en el mismo country luego de una discusión y antes de dispararse él.
Hubo vecinos que sospechaban, pero todos callaron. Y aunque la pedagogía post #NiUnaMenos repitió hasta el hartazgo que todos debemos intervenir ante las situaciones de violencia machista –no existe lo doméstico en estos casos–, no es un lugar común que los ricos son más discretos. Mejor mantener la fantasía de que los femicidios sólo ocurren en los sectores menos acomodados.
Carrascosa, sin embargo, fue absuelto definitivamente por la Corte Suprema en 2020 tras siete años y medio de cárcel. El Máximo Tribunal fue terminante: las pruebas en su contra eran insuficientes. La familia Belsunce fue juzgada (y sobreseída) por encubrimiento agravado. En todo caso, la duda quedará latente: si eran inocentes, ¿por qué no buscaron desde el principio la verdad? ¿Valía menos la vida de María Marta que el “qué dirán”?
Tal vez esa fue la llave que un conocedor de la clase, como Pachelo, usó para planear su coartada durante todos estos años. La fiscalía de San Isidro sostuvo el miércoles que el acusado “odiaba a María Marta”, le había robado al perro que quería como a un hijo y no podía tolerar que ella le hubiera comunicado a las autoridades del barrio –fundado por su padre– el interés de que su vecino se fuera.
Si la víctima llegó a su casa de imprevisto y encontró a los ladrones en plena faena, la reacción de su asesino fue motivada entonces por su misoginia. De eso hablan los seis tiros; por eso se puede hablar de un femicidio, aunque haya ocurrido en ocasión de robo. El fiscal se refirió, concretamente, al “estado de vulnerabilidad que caracterizó a la víctima al momento de su muerte, teniendo en cuenta el frío comportamiento del victimario”. Tiene lógica que lo haya hecho.
Hace apenas diez días, el tribunal de Río Cuarto absolvió al marido de Nora Dalmasso, único imputado por su femicidio, también ocurrido en un country, quince años atrás. Por su mediatización y la falta absoluta de respeto por las víctimas y sus familias, los casos Dalmaso y García Belsunce tal vez sean los más emblemáticos de la Argentina. Son también la punta de un iceberg: en un país sin Justicia para los que se supone que viven a salvo, ¿qué puede esperarse para el resto?
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