Las escenas no se diluyen. Los rostros y las emociones tampoco. La fecha la sabe de memoria: el 6 de diciembre de 2019 fue jueves. El lugar: el Consejo de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes en la avenida Martín García del barrio porteño de La Boca. No es una mujer que presuma del don de almacenar recuerdos íntegros. No sabe cuándo le dijeron mamá por primera vez pero del primer encuentro conserva detalles: “Llegamos y estaban en una sala grande los cinco sentados en una rueda de sillas”. Podría recrear esa foto mental en dibujo. Recuerda cómo estaba vestida y cómo lucían ellos. Llevaba hojas y marcadores para pintar, un yenga, una torta, su tonada santiagueña, el calor de una primavera agobiante y el peso de su propia historia: ella con su ansiedad, su deseo, su incertidumbre, su miedo.
“¿Vos sabés que vamos a tener papás?”, le preguntó la nena sin preámbulos. Los dos más grandes escribían números en una pizarra y hacían cuentas como si estuviesen en una clase de matemáticas. Los otros dos corrían, jugaban y se peleaban. A la nena le contestó simplemente que sí. A los más grandes los felicitaba con expresión maravillada. A los más chiquitos procuraba dominarlos y prestarles atención. La nena le consultó, con cara de asco: “¿mi mamá sos vos?”. Se rieron todos, mientras los dos más grandes seguían ensayando cuentas matemáticas que no sabían calcular y los más chicos seguían haciendo payasadas que no podían moderar.
“El primer día fue un horror”, relata Sofía Pizzi, mamá de 42 años y de cinco hijos. Al salir de la sala, vomitó. Su cuerpo somatizaba por la ambigüedad de un deseo. Ya había llorado lo suficiente. Días atrás, un desconocido absoluto con rango de juez le informaba los nombres, las edades y las fechas de nacimiento de sus cinco hijos. Había aceptado que la emoción de esa primera vez era previsible y un escollo que debía sortear.
En ese cuarto convergieron su inestabilidad, su sensibilidad, su trayectoria como contadora pública y consultora de empresas, costos y modelo de negocios, su bagaje social construido por los años acompañando a su madre al comedor comunitario que apadrinaba en la pobreza más profunda de Santiago del Estero, sus frustraciones, sus anhelos de que funcione, sus ganas de tener una familia y las sensaciones, también viscerales, de otras seis personas. Las de Alejandro Segura, su pareja, catamarqueño, de 42 años, programador y desarrollador de softwares, y las de cinco chicos de 5, 7, 9, 11 y 13 años, saturados de expectativas, nervios, temores.
“Querían encantarnos y nosotros queríamos encantarles a ellos. Fue como una primera cita de novios”, compara. Eran siete los protagonistas, más otros actores secundarios del hogar de niños y del juzgado. “Había tanto puesto ahí en ese encuentro”, dice enfatizando en la palabra “tanto” y garantizando que el desborde de emociones iba a dominar la escena y entorpecer la conexión. Comprendió que el entusiasmo de que padres e hijos se aceptaran eran impulsos tan grandes que no podían ser armónicos, complementarios o idílicos, y que el proceso debía suceder de modo natural. Ella sabe que aunque haya sido un “horror”, fue lo que debió ser, sin intromisiones, sin intervenciones, sin pretensiones: “A ellos que los adultos los han defraudado, que los padres que tuvieron no pudieron criarlos por las razones que sean, de golpe les presentan a dos personas que creen poder ser sus padres pero que en verdad no son más que dos desconocidos que encima tienen tonadas extrañísimas”.
Los días que siguieron habían empezado en 2015. La raíz, la génesis está en Tinder. Sofía tenía 35 años. Alejandro también. Los dos vivían en Córdoba. Ella estaba soltera hace un buen tiempo. Alejandro se acababa de separar de una relación larga. En la aplicación se encontraron, matchearon y salieron. Una cita, dos, tres. Al mes ya estaban conviviendo en el monoambiente de ella ubicado en el centro de la capital cordobesa. A los cuatro meses alquilaron un departamento más confortable. Al año compraron una casa gracias a un crédito procrear.
Se mudaron a Río Ceballos, una localidad situada al noroeste de la ciudad de Córdoba al pie de las Sierras Chicas. La casa que compraron tenía dos habitaciones y un gran patio: habían pensado más en el bienestar de Sarita, Mirta y Héctor -sus tres perros- que en la proyección de una familia con hijos. Los dos estaban abocados a su carrera laboral. Sofía nunca había tenido el deseo ni sentido la presión social de la maternidad. Pero desde que conoció a Alejandro y se establecieron como pareja, la idea de “familia” empezó a tomar relieve y a ocupar sus pensamientos.
El primero que habló de hijos fue Alejandro. Ella, que reconoce no haber sido nunca una “Susanita”, comenzó también a cuestionárselo. Tenían un buen pasar económico y la casa, espaciosa y rodeada de verde, ya disponía de un cuarto más convertido en oficina. La búsqueda comenzó por los canales naturales. Pasó un año sin suerte hasta que decidieron consultar a especialistas. Los dos se sometieron a cientos de estudios: más de los que hubiesen querido. En mayo de 2019, apostaron a la fertilización in vitro, una técnica de reproducción asistida enfocada a lograr la unión del óvulo con el espermatozoide en un laboratorio. Sofía estaba segura de pocas cosas para entonces. Había dos que no admitían revisión: sabía que no iba a someterse a muchos procedimientos más y que, aventurada en este plan de familia, igual quería adoptar alguna vez a un hijo.
Lo habían acordado con Alejandro: “Ya habíamos dicho de adoptar, tengamos o no hijos naturales. Pero no queríamos encarar las dos cosas en paralelo porque eran emocionalmente muy pesadas. Eran incompatibles”. El primer intento de fertilización in vitro no resultó. En una segunda consulta y tras nuevos estudios, la médica les dijo que los indicadores por los cuales no había quedado embarazada se habían revertido en los análisis. “Prueben una más porque hay muchísimas probabilidades de que funcione”, les dijo. Repitieron el mecanismo: armaron una nueva carpeta para presentar en la obra social a fin de que le habiliten un segundo procedimiento de reproducción asistida.
Pero había algo que se había apagado. En una charla en el patio, bajo el sol de la tarde, un día antes de la presentación del expediente, coincidieron. El tratamiento, la búsqueda, la frustración habían concebido una atmósfera tensa, agobiante. El mandato social del hijo propio había hecho mella. Cargaban el peso de una convención que habían procurado no perseguir. Decidieron desechar la carpeta. “Ya está, basta”, concluyeron. “Esa charla cambió nuestra vida y la de nuestros hijos. A partir de ahí nos sacamos una mochila increíble”, recuerda Sofía. “El deseo -agrega- iba por otro lado”.
El deseo iba por la maternidad, fuese como fuese. Ella conocía la historia de adopción de la tía de una amiga suya. Esa experiencia que reconocía gratificante y feliz la impulsaba. Descartado el plan inicial, se embarcaron en la búsqueda alternativa. Fueron a unas oficinas del Registro Único de Aspirantes a Guarda con Fines Adoptivos (RUAGA), compraron libros referidos al tema, estudiaron los derechos del niño, ingresaron a grupos de familia por adopción. Incursionaron en un universo nuevo. Encontraron nuevas sensaciones, nuevas preguntas.
“Nunca habíamos pensado en edades hasta ahí. Pensar desde qué edad es rarísimo: ‘quiero ser mamá pero de un hijo de cuántos años…’, me preguntaba. Sí sabía que de bebés no, porque como nosotros siempre pensamos en tener más de uno, creíamos acertadamente que un bebé necesita otra atención que siendo papás nuevos de más de un niño no íbamos a poder”. Más de uno, dice, tenían pensado adoptar. Primero acordaron dos, después tres. Fueron finalmente cinco.
Retiraron papeles, hicieron preguntas, llenaron planillas. Por primera vez tuvieron que definir sus pretensiones, sus parámetros, sus exigencias. Sofía duda qué palabras usar para explicar que debieron especificar en un papel firmado cuántos hijos estaban dispuestos a ahijar y entre qué edades. “Pusimos tres y desde cuatro a once años. Siempre hemos sido bastante abiertos. Nuestro deseo era ser padres, no teníamos muchas condiciones: lo que sea iba a estar bien”.
Se asesoraron, investigaron y descubrieron que había un canal paralelo de adopción: las convocatorias públicas. El Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires lo explica así: “Cuando ningún registro de aspirantes a la adopción del país da respuesta positiva para la búsqueda de postulantes para un niño, niña, adolescente o grupo de hermanos en situación de adoptabilidad, las convocatorias públicas son la última instancia para restituir su derecho a vivir en familia. En esta instancia pueden postularse tanto personas que estén inscriptas en algún registro, como aquellas que no lo estén, pero deseen postularse para ahijar a los niños que esperan”.
En las convocatorias públicas quedan los chicos que nadie elige. Los que quieren ser padres no quieren ser padres de ellos. Es el último recurso del Estado para conseguirle una familia a un niño. Fue el último recurso del Estado para conseguirle una familia a Sebastián, Micaela, Jonathan, Emanuel y Byron. Son cinco hermanos, hoy el menor tiene 8 años y el mayor 16. El juzgado había demorado tres años en dictar su adoptabilidad. Convivieron cuatro años en un hogar de niños del barrio porteño de Caballito. Su carpeta era una: de ahí se iban juntos o no se iban.
El 13 de agosto de 2019 fue martes. Sofía en su computadora revisó el listado de la convocatoria, que se actualiza periódicamente. “Buscamos familia para cinco hermanos de 5, 7, 9, 11 y 13 años”, decía una citación. La información era escueta: la cantidad, las edades, que les gustaba jugar al fútbol, que estaban en un hogar de niños de la ciudad de Buenos Aires. La abrió y se la pasó por Whatsapp a Alejandro, que estaba trabajando en otra parte de la casa. Era la primera vez que le enviaba una convocatoria de más de tres hijos. Sus criterios nunca fueron inflexibles. Cuando Alejandro la leyó, le dijo una frase que hoy perdura en la memoria de ambos: “Entre tres y cinco…”.
El plazo de publicación de las convocatorias es de un mes. Consumieron esos treinta días pensando. Hicieron listas de supermercados. Se imaginaban cuántas leches comprarían. Proyectaban dónde dormirían todos, cómo se distribuirían las habitaciones, qué refacciones necesitarían. No se lo contaron a nadie. El 12 de septiembre de 2019 fue jueves. Un día antes de que prescriba la convocatoria enviaron el correo. La tarde de la inscripción les contaron a familiares y amigos que habían presentado una solicitud para adoptar a cinco hijos.
La respuesta del RUAGA de Buenos Aires llegó dos días después. Les manifestaron que en caso de que el proceso de adopción avanzara, tendrían que trasladarse para ser evaluados. Viajaron. Permanecieron una semana: todos los días debían ser entrevistados por psicólogos, asistentes sociales, superar una serie de test. Recién el último día les contaron algo más de los hermanos: les dijeron que algunos precisaban someterse a una serie de estudios neurológicos y que probablemente necesitarían acompañamiento escolar. Poco más. La incertidumbre revivió.
Desde las oficinas hasta el departamento que estaban alquilando en Palermo había cuarenta cuadras de distancia. Volvieron caminando esa tarde. “‘¿Podremos con esto?’, nos preguntamos. Nos agarró un poco de miedo. Pero lo hablamos, lo hablamos. En esa instancia todavía podíamos dar un paso atrás. Pero dijimos que no y avanzamos”. Regresaron a Córdoba. Quienes los habían entrevistado debían determinar si estaban “aptos” para ser padres de estos cinco chicos y remitirle la información a la jueza. “Nos volvimos sintiéndonos padres. Nos acostábamos por la noche pensando qué estaban haciendo, con quiénes estarán, si se sentirán bien. No conocíamos los nombres, nunca los habíamos visto, pero para nosotros ya eran nuestros hijos”, relata Sofía.
El 21 de noviembre de 2019 fue jueves. El día que se cumplían veinte años de la muerte de Gustavo, el papá de Sofía, llamaron para avisarles que ya eran papá y mamá. “Atendí yo, estaba mi mamá de visita en casa. Ale estaba en una reunión de laburo y se sacó los auriculares para escuchar lo que nos decían. Cortamos: llanto, llanto, llanto. No lo podíamos creer. Era como nuestro Evatest”, narra.
Les pidieron una fecha para empezar con la vinculación. Si el procedimiento era exitoso, podían volver con sus hijos. Necesitaban tiempo para reacondicionar la casa y convertir un hogar de dos adultos en uno para siete personas. Compraron desde vasos y cubiertos hasta colchones. El primero de diciembre de 2019 fue domingo. Viajaron hacia el encuentro de sus hijos. Debían instalarse un mes en Buenos Aires. Mientras Selva, la mamá de Sofía, se quedaba en Río Ceballos para recibir las compras que hacían desde allá.
Una audiencia de los padres con la jueza y personal de hogar: la vez en que finalmente conocieron los nombres de sus hijos. Sofía volvió a llorar. Una audiencia de los hijos con la jueza y personal de hogar. No sabían a qué iban. Byron, el más grande, estaba jugando a la pelota ese día: “Me llamaron los operadores del hogar para decirme que me estaban esperando en la oficina. Pensaba ‘¿quién será?’ o que tal vez me habrán traído un regalo. Era la jueza que me decía que habían encontrado unos padres para nosotros y que nos querían adoptar a todos. Me emocioné, me puse a llorar”.
Semanas atrás, Byron y Emanuel, los dos mayores, habían pedido al juzgado separar las carpetas de sus hermanos: abrirse. Ellos, con 13 y 11 años, arrastraban a los más chicos a una situación de adopción más compleja y con menos probabilidades de éxito. Por eso, cuando la jueza les contó a los cinco que había una pareja en Córdoba que querían ser sus papás y les preguntó si ellos estaban de acuerdo, a Byron se le ocurrió preguntar “¿a mí también?”. Debió salir de la sala porque no pudo contener su emoción.
El 6 de diciembre fue jueves. Los cinco sentados en una ronda. Las hojas, los marcadores, el yenga, la torta. Las ansiedades y las expectativas de todos. La pregunta de Micaela: “¿vos sabés que vamos a tener papás?”. Las sumas matemáticas que Emanuel y Byron anotaban en una pizarra sin saber contar. A los cuarenta minutos de un encuentro caótico les siguieron otros cuarenta minutos, esta vez, en el hogar, en una sala de dos por dos con un ventilador empujando el calor de diciembre, otra cita en el exterior acompañados por asistentes, otra salida solos a una plaza del barrio.
“Los chicos son los que van marcando el tiempo. ‘Mañana quieren que vuelvan’, nos decía la psicóloga. Entonces volvíamos. Una vez Emanuel me dio un bon o bón que le habían dado en el hogar, lo guardó y me lo regaló cuando llegué. Y el más grande le regaló a Ale un alfajor todo apretado, hecho migas, que también había guardado para dárselo”. Síntomas de que la vinculación marchaba bien.
Tan bien que finalmente los dejaron ir a dormir al departamento. Era la primera vez en cuatro años que los chicos dormían fuera del hogar. Sofía y Alejandro habían alquilado un tres ambientes en la avenida Santa Fe, esquina Coronel Díaz, justo enfrente del shopping Alto Palermo. Donde antes vivía un matrimonio de gente mayor, ahora había cinco chicos revoltosos y dos padres primerizos que volvieron a fumar en ese proceso. La vinculación no fue pura felicidad: recibieron denuncias por ruidos molestos. Ella define los primeros encuentros como “complejos”.
Festejaron Navidad en el departamento. Todos salvo Byron. Él prefirió pasar esa noche con sus amigos del hogar: una fiesta de despedida. Así como se emocionó cuando le avisaron que había una pareja dispuesta a ahijar a él y a sus hermanos, también tuvo dudas. “Al mismo tiempo, sentía que no me quería ir porque en el hogar estaba muy cómodo y había mucha gente que me quería. Hablé con varias personas y me dijeron que lo mejor sería irme. Tomé la decisión también para no dejar solos a mis cuatro hermanos”.
Año Nuevo sí lo celebraron los siete juntos. Al brindis se sumó una persona más que nadie conocía. La anécdota relatada por Sofía condensa en un gesto la esencia de los hermanos: “Antes de las doce de la noche, bajamos a ver si había fuegos artificiales y vemos que justo enfrente, donde estaba la puerta del shopping, había un policía. ‘Ese señor está solo y no tiene con quién brindar. ¿Por qué no le buscamos algo y vamos a brindar con él?’. Así que subimos y bajamos con gaseosas y copas para todos. Cruzamos la calle y esperamos que se hicieran las doce. El policía nos miraba con cara de ‘¿qué les pasa a estos locos?’. Yo le pedía bajito que le pusiera onda. Pasamos el primer Año Nuevo juntos con un policía en la avenida Santa Fe”, resume.
El 4 de enero de 2020 fue sábado. En el transcurso del proceso, debieron cambiar el auto para albergar a los siete en el viaje de regreso. El viaje, como todo lo que había pasado en ese mes, era algo nuevo: “Ver vacas para ellos ya era nuevo. Subirse a un auto, viajar siete horas con dos adultos que recién conocen, dejar atrás toda tu vida, toda su infancia para ir a un lugar que tampoco conocen: casa nueva, familia nueva, amigos nuevos, escuela nueva, provincia nueva”. La bienvenida también tuvo un componente emocional muy poderoso: “‘Esta es tu casa, este es tu tío, este es tu primo, este es tu perro’. Eran como muñecos que te ponen en un lugar donde nada es tuyo, donde nada te pertenece, donde nada te es familiar”, define Sofía.
Los primeros meses fueron de desregulación. No fue un proceso sencillo: la escolaridad, la dinámica de la casa, los controles médicos, las sorpresas. Tres fueron diagnosticados con alguna deficiencia en el aprendizaje producto de falta de estimulación temprana. Todos -los siete- van al psicólogo, algunos asisten a psicopedagogía, otros a fonoaudiología o reciben acompañamiento escolar. Hace dos años y medio que tienen un calendario repleto de terapias: 38 sesiones por semana. “Ha habido momentos muy complejos -confiesa la mamá-. No de pensar que no iba a resultar, pero sí de a qué costo iba a resultar. Lo que mantiene todo es el deseo, el saber que es posible, la convicción de que esto es lo que quiero para mi vida y de que los amo”.
Los papás les enseñan a que se frustren, a que respeten, a que se superen. Los chicos les enseñan otras cosas básicas. Sofía repasa la historia del delivery, de la moza y del partido de fútbol: “Ellos no conciben que hables con alguien y no sepas su nombre. Una vez vino un delivery a dejarnos algo y me preguntaron: ‘¿ma, cómo se llamaba ese chico?’. ‘No sé, no le he preguntado’. Se miraban. ‘¿Ma, por qué no le has preguntado su nombre? ¿No le has dicho chau y su nombre? La próxima vez preguntale’”.
“Otra vez fuimos a un bar y, obvio, le preguntaron a la moza cómo se llamaba. ‘Yo te ayudo a servir’, le dijeron. Terminamos de comer y me pidieron ‘¿puedo ir a decirle a la moza que ha estado muy rica su comida?’. Fueron los más chicos, porque a los grandes ya les daba vergüenza, a buscar a la moza en la barra y le dijeron ‘ha estado muy rica la pizza’”.
“El otro día fuimos a merendar. Emanuel miró a la moza y le dijo ‘tienes cara de cansada’. Son increíbles: miran a las personas. Es una mirada que los grandes ya no tenemos. ¿Cómo hemos perdido eso? Yo estoy agradecida porque me han hecho ver otro mundo. En fútbol, uno se lastima y se quedan al lado, no siguen corriendo a la pelota. No hay gente en el mundo más empática que ellos”.
Sofía percibe que sus hijos no sienten agradecimiento por haber sido adoptados. Y le alegra que así sea. “No lo siento así ni creo que debe ser así. Espero que ellos tampoco lo crean. Sería, sino, como un acto de beneficencia, de caridad. Esto es una construcción familiar. Mucha gente me dice ‘ay, cuánto amor’. ¿Y qué padre o madre no siente amor? No tengo más amor que el que otro tiene por su hijo o no soy más buena que otro con su hijo. Si yo pude adoptar a cinco chicos, cualquiera puede. Es cuestión de querer, nada más. No es acto de generosidad. Hace falta mucho más que generosidad para construir esta familia”.
Sostiene que la responsabilidad de que la relación “funcione” es del adulto: “No importa qué hagan, cómo lo hagan o cómo se porten los chicos”. Lo aprendió en mayo de 2019, cuando se sumergió en el universo de la adopción: “El derecho a tener una familia es del niño. No hay derecho a ser padre. Sos padre si te toca, si lo deseas, si puedes, pero si no sos padre no importa, no pasa nada. Que un niño tenga familia sí es un derecho. Ya no estás parado en tu deseo, estás parado en la necesidad del otro. Te preguntás, entonces, desde dónde podés acompañar, cumpliendo con la intención de ser padres, pero ya con la premisa de que esos niños recuperen su derecho a tener una familia”.
Byron vivió parte de su infancia en la casa de sus padres biológicos, otra parte en un hogar de niños, los últimos dos años en Río Ceballos con sus padres adoptivos. Tendrá disponible su expediente cuando sea mayor de edad. A veces se acuerda de algo que sus padres agradecen y validan: apuestan a tratar con naturalidad los recuerdos de su primera infancia. Sofía dice que ellos son ahora una continuidad de una historia que empezó en 2006, cuando nació. Byron cree que “vivir en familia es algo muy lindo”.
“Vivir en el hogar era como tener familia pero al mismo tiempo era como no tener familia, porque no tenía la misma atención y el mismo amor que tengo ahora con mis padres”, expresa. En los cuatro años que vivió en el hogar despidió con tristeza y alegría a otros amigos hasta que le tocó a él despedirse. Conoce la sensación de no haber sido elegido: “A las personas que piensan en adoptar chicos yo les diría que se animen. Ver a tus amigos con padres es pensar que estoy solo. Estar en un hogar no es lo mismo que tener padres. Todos los chicos nos merecemos tener amor y cariño de un padre”.
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