Tucumán era una aldea de unos cinco mil habitantes que creció alrededor de la Plaza de la Libertad, llamada así luego del 25 de mayo de 1810. La paz pueblerina que reinaba a 329 leguas de Buenos Aires terminó cuando estalló la guerra contra los españoles y Manuel Belgrano llevó la lucha en las afueras de ese caserío en un larguísimo combate en septiembre de 1812. En ese poblado, donde las casas con baldosas, zaguán y patios se las encontraba alrededor de la plaza y no mucho más allá, debió cambiar su estilo de vida por la cercanía del enemigo. Y en 1816 cuando fue lugar de reunión de los congresales.
Los primeros en arribar fueron los diputados porteños. La mayoría en galera y los menos a caballo o en mula, algunos acompañados por criados y asistentes. Hasta que aparecieron los representantes cordobeses -con quienes venían los cuyanos, los riojanos y catamarqueños-, se ignoraba si se llegaría a un número aceptable para sesionar. Santiago y Salta fueron las últimas.
Las familias locales se peleaban por alojar a los ilustres visitantes, especialmente a los porteños.
La casa elegida para las sesiones fue la de Francisca Bazán, viuda de Laguna, de la familia de los Zavalía. Durante la batalla de Tucumán fue cuartel improvisado de las tropas de Belgrano. Para acondicionar un ambiente acorde, hubo que tirar una pared abajo. “Es un orgullo para mí que todo esto esté pasando en mi casa”, decía Francisca, aunque por entonces no vivía allí sino que la alquilaba al gobierno.
El salón quedó para capacidad de unas 200 personas. Había una galería cubierta, donde se instalaban los visitantes y curiosos, pero siempre hubo poca gente. En medio del caos que vivía el país -guerra civil entre porteños y el litoral, más un poderoso ejército español a pocos kilómetros-, muchos creían que ese palabrerío del congreso no llevaría a nada.
El gobernador Bernabé Aráoz firmó la circular de invitación al congreso y colaboró con escritorio y útiles; las sillas se trajeron de conventos.
Los congresales religiosos se hospedaban en los conventos de Santo Domingo y San Francisco, menos fray Justo Santa María de Oro, que pasó un tiempo en la reducción jesuítica de Lules. Uno de los frailes que se destacaría por su labor se llamaba Cayetano José Rodríguez y es justo incluirlo en la categoría de cronista de aquel histórico suceso.
El religioso tenía 54 años y había nacido en el pueblo de San Pedro. Era hijo de Antonio Rodríguez, andaluz, y de Rafaela Suárez, porteña. A los 16 años ingresó en la Orden de los Franciscanos y estudió en la Universidad de Córdoba. Entre 1783 y 1790 dictó allí teología y filosofía. Ordenado sacerdote en 1793, en Buenos Aires fue profesor de Filosofía, Teología, Hermenéutica y física en el Convento Franciscano.
La revolución de Mayo fue como un vendaval que le cambió la vida. En noviembre de 1810, a instancias Mariano Moreno, fue nombrado director de la biblioteca pública, que había sido creada en septiembre. Estuvo en ese cargo hasta 1814. Moreno no le era desconocido. Siendo un adolescente ya con inquietudes intelectuales, el fraile le había dado acceso a su biblioteca particular y también firmó convenientes cartas de recomendación cuando el joven Mariano fue a estudiar a Chuquisaca.
Además de cura y profesor, tenía veleidades de poeta -en 1807 escribió un poema dedicado a los esclavos que defendieron la ciudad del invasor inglés- y presentó un borrador de himno nacional. Era diputado en la Asamblea Constituyente de 1813 y cuando Vicente López y Planes el 25 de mayo de ese año fue ovacionado luego de finalizar la lectura de su versión, Rodríguez prefirió retirar la suya.
Como diputado de esa asamblea, tuvo otro rol: se le encomendó la redacción de su diario de sesiones, que llevó el título de Redactor de la Asamblea. En 1815 fue elegido diputado para ser uno de los representantes de Buenos Aires en el congreso que se reuniría al año siguiente en Tucumán.
Rodríguez tuvo la responsabilidad de encargarse de la publicación El Redactor del Congreso Nacional. Lo ayudó en la tarea otro clérigo, su amigo José Agustín Molina. Se transformó, así, en el único cronista que tuvo ese congreso.
Salieron 52 números, entre el 1 de mayo de 1816 al 28 de enero de 1820. Primero se imprimió en Niños Expósitos, luego en Gandarillas y socios, Benavente y Cía y de la Independencia. Registró 230 sesiones de la primera fase, 60 de ellas secretas y las 304 de la segunda, 80 de ellas secretas.
El fraile debió haber disfrutado de esas sesiones donde una parte importante del país estaba representado. José Severo Malabia, diputado por Charcas, defendía el sistema de monarquía constitucional como su colega por Potosí, el cura José Andrés Pacheco de Melo, compañero de escuela de Güemes. Melo proponía igualdad de derechos de los indígenas. También se inclinaba por una monarquía el diputado de mayor edad Pedro Ignacio de Rivera, representante de Cochabamba.
Los otros dos diputados por Charcas eran Mariano Sánchez de Loria, un abogado que al enviudar tomó los hábitos, y José Mariano Serrano.
Los diputados por Buenos Aires eran Tomás Manuel de Anchorena; José Darragueyra y Lugo, redactor de La Gaceta y uno de los que más insistía en una inmediata declaración de la independencia, fue el primer congresista en fallecer, en 1817; Esteban Agustín Gascón, de valioso aporte intelectual en cuestiones de la organización nacional; Pedro Medrano; Juan José Paso, que venía ocupando cargos en todos los gobiernos desde 1810; Antonio Sáenz, que llevó bajo el brazo su viejo proyecto de creación de una universidad y el propio Cayetano Rodríguez.
Catamarca fue representada por Manuel Antonio Acevedo, que celebró la misa inaugural, y José Eusebio Colombres, un clérigo que pasaría a la historia de Tucumán por ser un tenaz propulsor de la explotación de la caña de azúcar.
Los diputados por Córdoba eran los más recelosos. José Antonio Cabrera, descendiente del fundador de Córdoba, miraba con simpatía a Artigas, lo mismo que su colega Eduardo Pérez Bulnes. Completaba el cuarteto Miguel Calixto del Corro, quien sería rector de la universidad de esa provincia en dos oportunidades, y Luis Gerónimo Salguero de Cabrera y Cabrera.
En los diputados cuyanos se veía el brazo ejecutor de José de San Martín, por entonces en Mendoza preparado el cruce de los Andes. Francisco Narciso de Laprida y fray Justo Santa María de Oro fueron por San Juan. Los mendocinos eran Tomás Godoy Cruz, el diputado más joven, y Juan Agustín Maza. Por San Luis fue Juan Martín de Pueyrredón, quien el 3 de mayo sería designado director supremo.
Teodoro Sánchez de Bustamante, partidario de la monarquía, era un jujeño conocido por sus peleas con Güemes. Pedro Ignacio de Castro Barros fue por La Rioja; José Ignacio Gorriti, por Salta, era un impulsor de una monarquía con un rey inca para atraer a indígenas a la causa independentista; de la misma provincia pertenecía Mariano Boedo. Pedro León Gallo y Pedro Francisco de Uriarte representaron a Santiago del Estero y los diputados locales fueron José Ignacio Thames y Pedro Miguel Aráoz.
Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, la Banda Oriental y Paraguay no enviaron representantes.
El congreso se inauguró el 24 de marzo y Medrano fue el presidente provisorio. Ese día hubo misa, otra al otro día y luego varias, pero iba poca gente, lo que enervaba a los diputados clérigos.
Rodríguez insistió en no dilatar la sanción de una Constitución, y también se preocupó sobre la jurisdicción eclesiástica del Paraguay.
Hubo bailes semanales mientras duró el congreso. Casi la mitad de los asistentes eran curas. Salvo Gorriti y Castro Barros, que guardaban más las formas, el resto participaban de esas veladas.
Entre los diputados más solicitados estaban Pueyrredón y el joven Serrano, protagonista de algunos amoríos fugaces.
El baile del 10 de julio fue memorable. Se festejó la declaración de la Independencia. Resultó elegida una rubia tucumana Lucía Aráoz reina de la fiesta “alegre y dorada como un rayo de sol”. Sin embargo, el centro de las miradas fue Manuel Belgrano: en uno de los tantos bailes que se celebraron enamoró a Dolores Helguero, con quien tendría una hija, Mónica Manuela.
Los diputados vieron que en Europa, caído Napoleón, volvían las monarquías absolutas y se largaron a buscar un monarca o un príncipe para estas tierras. Francisco de Paula, hermano de Fernando VII; su hermana Carlota; Carlos IV, entonces refugiado en Roma; Juan VI de Portugal, eran algunos de los candidatos propuestos.
Belgrano fue el que dio en la sesión secreta del 6 de julio, un baño de realidad. Recién llegado del Viejo Mundo, explicó que el envío de tropas españolas a América era un hecho, que nos teníamos que defender nosotros, que convendría fundar una dinastía por qué no en base a la de Tupac Amaru, con un descendiente de su familia.
En medio de los debates Godoy Cruz, recibía impacientes cartas de San Martín, preguntando cuánto más esperarían para declarar la independencia. Debía cruzar los Andes al frente de una nación independiente, y no al frente de un ejército insurgente.
Los diputados se dividieron, algunos se pronunciaron a los gritos por declarar la independencia y otros que aún no es tiempo. “Aún les parece corto el tiempo de nuestra esclavitud”, se lamentó Cayetano Rodríguez.
El martes 9 de julio presidía el cuerpo Laprida y la sesión se inició a las dos de la tarde. Hubo una moción de Sánchez de Bustamante sobre “deliberación sobre libertad e independencia del país”, tras lo cual Paso, en voz alta, dijo si querían que las provincias de la Unión fuesen una nación libre e independiente de los reyes de España”. Hubo una aclamación general y luego un voto individual.
Se dice que fue el propio Rodríguez el autor del texto del acta de la independencia. Medrano fue el que propuso agregarle “y de toda dominación extranjera” a continuación de “sus sucesores y metrópoli”. Serrano terció para que el acta también fuese escrita en quechua y aymará para repartirla en el norte.
Quedaba por delante una abultada agenda a discutir. Qué forma de gobierno adoptar, darnos una constitución, generar recursos para sostener el esfuerzo bélico; organizar el sistema militar; habilitar puertos, escuela de náutica y de matemáticas; ordenar la administración pública; establecer una nueva casa de moneda en Córdoba, a pedido de esa provincia; demarcación del territorio y fundación de pueblos y villas; el reparto de terrenos baldíos; venta de tierras e inmuebles a beneficio de la agricultura y aumento de los fondos del Estado; atender la educación, ciencias y artes, minería, agricultura, dirección, y habilitación de caminos.
Cuando llegó el momento de nombrar un jefe para el Poder Ejecutivo Juan Martín de Pueyrredón, diputado por San Luis, obtuvo la mayoría de votos.
El 12 de julio Acevedo propuso incluir en los debates la iniciativa de Belgrano, de instaurar una monarquía inca y solicitó designar a Cuzco como la capital de ese reino. El diputado Gazcón sugirió que la capital fuese Buenos Aires, mientras que Anchorena se inclinó por la federación de provincias como forma de gobierno.
Se buscaba la adhesión de la numerosa población indígena del norte y además se especulaba que un rey inca provocaría la deserción automática de los indígenas que habían sido reclutados a la fuerza en el ejército español. Del mismo modo, pretendían debilitar a las fuerzas de Artigas, ya que contaba con muchos aborígenes entre sus filas.
Los indígenas festejaron a lo grande, ya que por fin estas tierras serían gobernadas por uno de los suyos. “Los indios están como electrizados por este nuevo proyecto y se juntan en grupos bajo la bandera del sol. Están armándose y se cree que pronto se formará un ejército en el Alto Perú, de Quito a Potosí, Lima y Cuzco”, escribió en sus memorias el sueco Adam Graaner, testigo de las deliberaciones del congreso.
Cuando el Congreso se trasladó a Buenos Aires a comienzos de 1817, este proyecto perdió fuerza, así como la agenda de temas. Anchorena confesaría años más tarde que “nos quedamos atónitos por lo ridículo y extravagante de esa idea; le hicimos varias observaciones a Belgrano, aunque con medida, porque vimos brillar el contento de los diputados cuicos del Alto Perú y también en otros representantes de las provincias. Tuvimos por entonces a callar y disimular el sumo desprecio con que mirábamos tan pensamiento”. Manifestó su oposición a erigir, con una frase despreciable: “A un monarca de la casta de los chocolates, cuya persona, si existía, probablemente tendríamos que sacarla borracha y cubierta de andrajos de alguna chichería…”.
El que más se lamentó fue el creador de la bandera: “Se han contentado con declarar la independencia, y lo principal ha quedado aún en el aire; de lo que para mi entender resulta el desorden en que estamos; porque un país que tiene un gobierno, sea el que fuere, sin Constitución, jamás podrá dirigirse sino por la arbitrariedad”.
Muchas de las actas secretas -así como el acta original de la independencia- desaparecieron y el Redactor del Congreso es casi el único documento que sobrevivió para reconstruir esos meses.
En 1822 Rodríguez fundó el periódico El Oficial del Día desde donde combatió la reforma eclesiástica propiciada por el gobierno de Rivadavia. En carta a su amigo Molina se lamentaba que “nuestros años han sido estériles”.
Murió en 1823. Viejo y enfermo, vivía en la casa familiar. “Está mi alma más negra cada día, y maldigo, como Job, el momento en que salí al mundo para ver nuestra ignominia. Hasta hablar de esto me roe las tripas y el alma se me devana cuando pienso la absoluta dislocación de las cosas, el trastorno de todo el sistema, la anarquía espantosa en que hemos venido a parar. El pueblo de Buenos Aires está convertido en una horda de bandidos”, escribió este fraile, profesor con sueños de poeta.
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