La crisis política del año 1815, que terminó con la escandalosa caída del directorio-dictatorial del joven y arrogante general Carlos María de Alvear y el enjuiciamiento de sus colegas de facción, arrastró a la ciudad de Buenos Aires a un descrédito y a una desconfianza insalvables de parte del interior, donde hasta se repetía la consigna “¡Mueran los porteños!”
La reunión de un Congreso General representativo del conjunto de todas las provincias rioplatenses, que pacificara los ánimos caldeados y reorganizara políticamente a un país invadido por las tensiones -en medio de una guerra inconclusa con España, reavivada por las ínfulas vengativas del rey Fernando VIIº, ya libre de Napoleón- y que, eventualmente, se animara a proclamar la independencia que no se atrevió a declarar la Asamblea del año XIII, debía llevarse a cabo fuera de Buenos Aires, como una concesión indispensable al clima anti porteñista que se respiraba. Además, razones estratégicas recomendaban un lugar de reunión que fuera seguro y, a la vez, estuviera bien conectado con todo el territorio.
Decía fray Cayetano Rodríguez, antiguo asambleísta de 1813 y del sector opuesto a Alvear, en carta al cura José Agustín Molina: “¿Y dónde quieres que sea [el Congreso General]? ¿En Buenos Ayres? ¿No sabes que todos se excusan de venir a este pueblo a quien miran como un opresor de sus derechos, que aspira a subyugarlos? ¿No sabes que el nombre porteño está odiado en las Provincias Unidas del Río de la Plata? ¿Qué avanzaríamos con un Congreso donde no haya de presidir la confianza y la buena fe?
Pero, aparte de este intoxicado clima político, existían razones derivadas directamente del contexto bélico: Salta y Jujuy estaban amenazadas por el avance realista en el Alto Perú; sobre el litoral se cernía la mirada ávida del Imperio del Brasil, que ya ocupaba la Banda Oriental, así como se sentía la creciente influencia de Artigas, celebrado incluso en Córdoba como amigo y protector; Buenos Aires era además el blanco primero y fácil de la posible expedición punitiva al mando de Pablo Morillo, dispuesta por el monarca furibundo (aunque luego frustrada) y bautizada con el irónico mote de “Pacificadora”.
Ante semejante panorama, Tucumán se presentaba como un sitio seguro y nodal, conectado vialmente por la red de caminos reales al Alto Perú, a Córdoba, a Buenos Aires e, incluso, a las regiones cuyanas y transandinas.
Concluía su carta el fraile franciscano Rodríguez: “Aquel Tucumán es pueblo pacífico a buena distancia de todas las ciudades, no infunde celos entre los concurrentes y es una localidad agradable que da poco lugar para extrañar el país respectivo de cada diputado…” No se equivocaba. De hecho, un diputado de gustos refinados como Juan Martín de Pueyrredón hasta pudo llevar consigo a su jovencísima esposa, quizá como un postergado viaje de bodas.
Establecida la sede del Congreso en la ciudad de San Miguel de Tucumán, la pregunta que sigue es: ¿por qué se eligió aquella casa para asiento de las deliberaciones y demás funciones? Debe tenerse presente que, ya en el momento de la batalla de Tucumán, el gobierno patrio la ocupaba, parcialmente, como cuartel.
La villa tenía por entonces algo más de cinco mil habitantes y pocos edificios eran, al parecer, aptos para el desarrollo de la asamblea, a la cual iban a concurrir 37 diputados, de los cuales solamente tres residían allí.
Los historiadores Mario J. Buschiazzo y Alberto de Paula destacaron la insuficiencia de edificios públicos disponibles e idóneos en la capital tucumana: el cabildo era más bien pequeño y sólo podía utilizarse la sala capitular para las reuniones plenarias; el templo dedicado a San Francisco que había sido de los jesuitas expulsos era impensable, por estar afectado al culto y apenas si allí pudo cumplirse la liturgia de instalación solemne del Congreso; los templos de La Merced y de Santo Domingo no sólo eran imposibles de desafectar del culto, sino que, además, eran pequeños; y la actual catedral, si bien amplia, no empezó a construirse sino hasta 1847.
En definitiva, tales eran las indisponibilidades en aquella ciudad de calles rectas y casas bajas y blanqueadas, con techos de tejas, y una plaza matriz en el centro de la cuadrícula regular, según el esquema normativo del derecho indiano.
Cabe recalcar que el programa de necesidades de espacios del Congreso no sólo requería un amplio salón para las deliberaciones del cuerpo de diputados, sino también despachos administrativos, salas de audiencias, secretarías, y hasta alojamiento para algunos funcionarios. Y este punto es relevante por cuanto, si bien suele reducirse erróneamente la actividad del Congreso a su decisión principal y más solemne (la declaración de la Independencia el 9 de julio de 1816), durante los meses en que funcionó en Tucumán cumplió otras tareas gubernamentales, concedió indultos a varios reos, juzgó causas, despachó asuntos económicos e impuso tributos, dispuso varias medidas militares, como designaciones y auxilios para el Ejército, nombró al Director Supremo, otorgó cartas de ciudadanía, declaró a la religiosa peruana Santa Rosa de Lima como Patrona de la Independencia de América, despachó comunicaciones diplomáticas etcétera.
A una cuadra y media al sur de la plaza, en la entonces llamada Calle del Rey o de la Matriz (actual calle Congreso nº 151) se hallaba la casa que ocupaba doña María Francisca Bazán (viuda de don Miguel Laguna), ya bastante anciana y algo enferma, junto a su hijo Nicolás Valeriano Laguna.
EL LINAJE DE LA CASA Y DE SUS PROPIETARIOS
Como solían decir los escritores de antaño -Antonio Correa, entre otros-, “era una casa ilustre que reflejaba en su portal barroco el abolengo de sus moradores” descendientes de fundadores de poblados y magistrados españoles con actuación en Tucumán y en otras ciudades y regiones norteñas, “de nobilísima y antiquísima prosapia”, en palabras de D. Villarrubia Norri (“El Congreso de Tucumán”, editado en 1931).
Los Bazán Laguna eran dueños de casi toda la manzana, aunque quizá para esa época, como ocurría con otras familias antiguas, lo que les sobraba en pergaminos y blasones les faltara en rentas.
A modo de recuerdo arqueológico, el citado Villarrubia Norri señaló que el ancestro don Pedro Bazán Ramírez de Velasco había calado su nombre a cuchillo en un algarrobo en el Valle Calchaquí, lo cual se sabía por veneranda tradición familiar. En 1877, una expedición científica a cargo de los profesores Liberan y Hernández encontró esa marca y, desprendiéndola entera de la corteza, la llevaron como reliquia al Museo del Colegio Nacional de Tucumán.
¿Cómo fue negociado el uso de la casona que, como dije, ya venía siendo parcialmente ocupada por el Estado? No se sabe en detalle, pero fue versión casi unánime en la construcción de un relato patriótico teñido de una poética algo fantasiosa, que fue cedida en un gesto de desprendimiento magnánimo y gratuito (acompañado, incluso, de la preparación de sabrosas empanadas vernáculas por parte de la dueña para convite de los diputados…), aunque no fue así y debió pactarse un precio por el alquiler. De hecho, la casa había sido reparada en 1815 por cuenta del mismo Estado y los moradores la desalojaron de inmediato.
COMODIDADES Y MATERIALES DE LA CASA
Como es bien visible, se trataba, y se trata, de una casa de una sola planta al modo pompeyano adoptado en la arquitectura española, que ocupaba medio solar, vale decir un terreno de 35 varas (equivalentes a 29,25 metros) de frente por 60 varas (es decir, 59, 51 metros) de fondo, y seguía el esquema de la vivienda señorial urbana entre medianeras, con su fachada sobre la línea municipal.
Estaba dotada de un zaguán para el acceso axial, de un patio, de traspatio y de una huerta al fondo del lote. Las habitaciones familiares eran los locales longitudinales a uno y otro lado del patio principal y se comunicaban entre si mediante puertas “enfiladas”.
Al fondo del patio existía una galería con columnas y zapatas de madera de quebracho colorado y bien labradas y, en ese sector, se ubicaban el comedor y el ante comedor. Ambos locales se unificaron mediante la demolición de un tabique para crear el urgente salón de sesiones, cuyas dimensiones resultantes fueron entonces de 15,40 metros de largo por 5, 40 metros de ancho y una altura de cinco metros. El techado de esta sala era una cubierta a dos aguas, tapada por tejas apoyadas en tortas de barro y cañizos huecos (pero este sistema tradicional se cambió después por armaduras de nogal, traído de las sierras del oeste tucumano). Allí fue jurada la Independencia.
Para adecuarla a las necesidades del Congreso se le hicieron nuevas reparaciones en febrero de 1816 que incluyeron la democión del tabique que mencioné antes y, según las comprobaciones del arquitecto J. C. Marinsalda, la aplicación de una pintura de color azul de Prusia para las puertas y las ventanas, en consistencia con los colores patrios, en vez del habitual verde “cardenillo” que suele verse en antiguas viñetas y que se empleó durante su reconstrucción por el arquitecto Buschiazzo, en el siglo XX.
Tanto el historiador jesuita Guillermo Furlong como el citado Buschiazzo ubican su construcción entre 1760 y 1780, con el auge del llamado “barroco popular” que expresa cabalmente su fachada. Dicha datación era aceptable para Alberto de Paula, quien, a su vez, abonaba estas fechas con el hecho de que habiendo sido consagrado el matrimonio Laguna-Bazán en 1761 o 1762, pudo haber sido edificada para vivienda conyugal.
Ignoramos quien fue su proyectista, si fue un arquitecto, un ingeniero o un maestro alarife.
LA INCONFUNDIBLE FACHADA
¿Cuántas veces la hemos dibujado en nuestros años escolares? Y ¡qué desafío al buen pulso era el lograr reproducir sobre el papel las sinuosidades ascendentes de las columnas salomónicas! Pocos lo lograban.
Ciertamente, cualquier observador encontraría digna de atención esa fachada donde, precisamente, se impone el imafronte barroco, con su portal en el centro, entre dos pilastras anichadas donde se alojan las columnas espiraladas o torcas o helicoidales. Aquella manera de componer el frontispicio tuvo difusión en numerosas ciudades de Hispanoamérica, pero fue más bien rara en nuestro país.
El alquitrabe que corona la fachada sigue linealmente el itinerario de las entrantes y las salientes de las pilastras. Existía, antes, un pedazo de madera cuadrada, simulando la clave del arco rebajado de la puerta de doble hoja, y que estaría, tal vez, destinado a números o a fechas. Vaya a saber.
Sobre el portal, la casa pudo ostentar un relieve emblemático o heráldico o, simplemente, un capriccio ornamental aplicado. Si era un blasón, debió suprimirse cuando la Asamblea del año XIII prohibió los emblemas de nobleza.
Todos estos elementos originales aparecían, más o menos visibles, en la fotografía icónica obtenida por don Ángel Paganelli a finales de 1869, cuando, sabedor de que pronto la fachada iba a ser modificada -como, de hecho, lo fue, adoptando apariencia academicista italianizante-, alquiló un carro con su carrero y su peón, recorrió la ciudad, y obtuvo registros únicos de la casa y su entorno. La sombra de Paganelli puede verse proyectada sobre el empedrado a la derecha del cuadro, como una fantasmal firma de autor, mientras toma la fotografía.
Enrique Udaondo opinaba que la fotografía no podía ser prueba suficiente del aspecto original, porque era lógico suponer que durante la segunda mitad del siglo XIX pudo haber sufrido cambios, como fue regla general en estos edificios de época colonial. Pero, a la hora de reconstruir el edificio -modificado sensiblemente en 1875, y demolido casi completamente entre 1903 y 1904-, el arquitecto Buschiazzo, comisionado por Ricardo Levene, se atuvo a la fotografía e, incluso, pudo requerirse la opinión de la anciana madre de Ricardo Rojas, que era vecina antigua del lugar y llegó a conocer la Casa antes de su desaparición.
¿Cómo fueron las alternativas de esa reconstrucción que determinó la “reinvención” de aquel símbolo de nuestra identidad argentina? De ello he hablado en mi libro La reinvención de la Casa de la Independencia: usos, discursos y prácticas entre 1816 y 2007 (ediciones Grupo Habitat, 2016). Lo cierto es que pocos monumentos declarados en nuestro país logran el efecto inmediato de provocar un imaginario patriótico como la Casa histórica de la Independencia y el Cabildo de Buenos Aires. Ambos edificios representan a la Patria misma en acto emancipador y en comunión de identidad. Son, pues, “semióforos” eminentes e indiscutibles.
La saga posterior de ruina, abandono, deformación, demolición, falseamiento (que incluyó dos relieves poco explicables de Lola Mora), nueva demolición y costosa reconstrucción, denuncia el modo contradictorio, inconsistente y despreciativo de los símbolos con que el Estado argentino ha manejado, con frecuencia, el patrimonio que nos es común (y que viene a reiterarse en el presente, cuando, por ejemplo, la Comisión Nacional de Monumentos, luego de más de ochenta años, decide abandonar su sede fundacional elegida por Levene, en el Cabildo porteño, para instalarse ¡en un sector de un palacio de la Recoleta!), y permite advertir cómo las operaciones de apropiación ritual del edificio-monumento se acomodaron a las ideologías de turno, al capricho de las modas y a las proyecciones retóricas y aspiracionales de los lenguajes académicos de la arquitectura, en sus vertientes italiana o francesa, que poco valor asignaban a los edificios hispánicos, hasta el punto de fomentar su arrasamiento.
Digámoslo de nuevo: la Casa de la Independencia, con excepción de ese “muñón” risible a que había quedado reducido el Salón de la Jura,) llegó a demolerse, para canjear su materialidad por formas expresivas ajenas a su lenguaje original, que, a juicio de los gobiernos liberales, entre Sarmiento y Roca, no parecía suficientemente jerarquizado ni rumboso para ser la cuna de una “nueva y gloriosa Nación”, como la nuestra.
Pero el pueblo reclamaba su símbolo suprimido y no se convencía con los alardes ostentosos de una apariencia palaciega, tan extraña a la tradición tucumana como las inconcebibles palmeras que se colocaron en el atrio novedoso, para asemejarlo a los bosques de Palermo.
Fue la iniciativa lúcida, segura, ejecutiva, audaz y estratégica de Ricardo Levene, de Mario Buschiazzo y de quienes integraban el primer cuerpo colegiado de la Comisión Nacional de Monumentos (Udaondo, Furlong y otros), la que permitió la recuperación de la Casa de la Independencia, logrando la magia de “materializar” la evanescente persistencia de un recuerdo colectivo. No es poca cosa. En ese sentido, en este 9 de Julio, concedamos también al empeño de aquellos “padres fundadores” de la disciplina del patrimonio monumental en la Argentina, el justiciero y prístino adjetivo de “patriótico”.
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