Los ingleses decidieron desembarcar en Ensenada por sus aguas profundas, que permitían maniobrar a sus barcos. Lo hicieron en 28 de junio de 1807, sin oposición. Por la avenida 122 se dirigieron hacia la actual ciudad de La Plata, donde acamparon. Continuaron viaje hacia la zona de Quilmes y pasaron la noche en la casa de Santa Coloma, actual Bernal. Alcanzaron luego la avenida hoy Eva Perón en Temperley y volvieron a descansar en Banfield, cerca del estadio de fútbol. De ahí se dirigieron hacia la zona de lo que hoy es Puente de la Noria.
Otra columna de Quilmes fue para Sarandí y terminaron cruzando el río por el actual Puente Alsina, en esos tiempos conocido como Paso de Burgos.
El gobierno puso al frente de ese ejército al teniente general John Whitelocke, de 50 años que, al decir de Groussac, “probablemente el jefe más inepto del ejército inglés; en todo caso, el menos autorizado y prestigioso”. El rey Jorge III no era de la misma opinión: el militar había ingresado al ejército en 1778, cinco años después ya era coronel. Peleó en Santo Domingo al mando de 700 hombres y tomó Puerto Príncipe en 1794. Luego cumplió tareas en India, Egipto y Cabo de Buena Esperanza.
El 10 de mayo Whitelocke llegó a Montevideo, en poder inglés, y fue ungido como gobernador y comandante en jefe de las fuerzas británicas en Sudamérica.
Sin tomar en cuenta a los jefes, oficiales y marineros, los efectivos que desembarcaron en Ensenada fueron 7822 hombres. Los unía el hecho que estos jefes y unidades nunca habían peleado juntas.
En Buenos Aires era todo convulsión. El 5 de septiembre del año anterior Santiago de Liniers -con la enseñanza que le había dejado la primera invasión- llamó a enrolarse a todo hombre en capacidad de disparar un fusil. La convocatoria empezó el miércoles 10 de septiembre con los catalanes; el 11 los vizcaínos; el 12 los gallegos y asturianos; y los andaluces, castellanos y patricios el 15, en todos los casos a las dos y media de la tarde.
Se instalaron fábricas de balas y de armas blancas y se construyeron fortificaciones con baterías en Retiro, la Residencia, Barracas y Quilmes para hacer frente un posible desembarco. Vinieron como caídos del cielo los fusiles capturados a los ingleses en agosto del año anterior y se repararon las viejas armas existentes. Del interior llegaron barriles de pólvora y todo objeto de metal era transformado en un proyectil.
En la tarde del 24 de junio de 1807 Liniers pasó revista a los efectivos que defenderían la ciudad. Partió a Barracas con la mayoría de su ejército y el 2 de julio formó en batalla a sus hombres en la orilla del Riachuelo. Veía a la vanguardia inglesa al mando del mayo general Levinson Gower. Este, con menores fuerzas, rehuyó el enfrentamiento y cruzó el río mucho más arriba, con el agua que les llegaba el pecho, por donde hoy se ubica el Puente de la Noria, y acampó en los corrales de Miserere, Plaza Once. Un parte del ejército defensor volvió a la ciudad y el resto, al mando de Liniers, fue hacia los corrales. Allí fue atacado por los ingleses y sufrieron 200 bajas, entre muertos, heridos y prisioneros.
Fue clave el papel de Martín de Alzaga quien le dio ánimo a Liniers; tenía oculto armamento, reunió gente y organizó la defensa. Mandó levantar barricadas, organizó a los vecinos, hizo iluminar la ciudad para trabajar sin parar. Y convocó a Liniers para que se pusiese al frente de los hombres.
No se entendió por qué los británicos no persiguieron hasta la ciudad a los que se desbandaban. Gower permaneció en los corrales; ignoraba lo que ocurría en la ciudad, donde todo era desánimo al conocer la derrota. De todas formas, primó la idea de resistir.
Al día siguiente, los criollos rechazaron dos intimaciones, una verbal y otra escrita, en la que los británicos otorgaban media hora para rendirse. Aun así no ingresaron a la ciudad. Sí lo hizo Liniers con sus tropas. En un radio de cinco o seis cuadras del Cabildo armó una línea de defensa, con trincheras y barricadas. El día 4 tampoco pasó nada. Los británicos decidieron asaltar la ciudad en la madrugada del domingo 5.
Los 6128 hombres fueron divididos en 12 columnas, cada una marcharía por una calle: ocho al norte de la catedral y cuatro al sur. Cangallo, Cuyo (Sarmiento), Corrientes, Lavalle, Tucumán, Viamonte, Córdoba y Paraguay. Las del sur ingresaron por Moreno, Belgrano, Venezuela y México. El plan era la de atravesar la ciudad de oeste a este, llegar al río y tomar los edificios más importantes. La orden era la de no disparar a civiles.
La columna que debía entrar por Paraguay se equivocó e ingresó por la actual Marcelo T. de Alvear y al llegar al Retiro recibió certeros disparos de dos cañones, instalados a la altura de Paraguay y Florida. Los ingleses debieron desviarse por Córdoba, tomaron un edificio e hicieron un centenar de prisioneros. En el convento de Santa Catalina de Siena, en Viamonte y San Martín, improvisaron un hospital de sangre para atender a sus heridos.
La Residencia, el cuartel de Retiro y las Catalinas cayeron en manos inglesas, no así la Plaza de Toros, en la actual Plaza San Martín, defendida por un millar de hombres.
A las columnas que entraban por el sur no les fue bien. Quisieron apoderarse de la iglesia de San Miguel y muchos fueron muertos por cargas de fusilería. Los que habían entrado por la calle Cuyo debieron rendirse.
De las terrazas y techos, hombres y mujeres les arrojaba piedras, agua hirviendo y todo lo que tenían a mano. Se usaron las piedras del empedrado y Whitelocke recordaría después que les arrojaban “recipientes con fuego”.
El jefe inglés escribió: “Cada propietario, con sus negros, defendía su vivienda, cada una de las cuales era una fortaleza en sí misma; y quizás no sea exagerado decir que toda la población masculina de Buenos Aires se ocupó en su defensa”.
Hubo un encarnizado combate en la zona de Corrientes y Reconquista, donde la brigada de Craufurd la pasó mal. El teniente coronel Denis Pack tomó la calle Moreno y otro grupo lo hizo por Belgrano. Les llamó la atención el silencio reinante en las calles, aunque percibían murmullos y movimientos dentro de las casas.
Cuando doblaron hacia San Francisco y otra columna que iba por Moreno encaró hacia Perú, recibieron una terrible descarga de fusilería que los hizo retroceder. Eran los Patricios que desde las alturas de los techos y balcones los acribillaron. Los británicos se refugiaron en la casa de Rafaela de Vera y Mujica, futura suegra de Bernardino Rivadavia, en Belgrano y Perú, donde resistieron durante tres horas. Las crónicas destacan la sangre que corría por las paredes del frente, por los británicos muertos en los techos de esa vivienda.
Otro grupo inglés, en Defensa y Venezuela fueron sorprendidos por el fuego criollo y se refugiaron en el convento de Santo Domingo. Fueron cercados por voluntarios cántabros y por los vecinos del barrio. Desde la casa de Francisco Telechea, en Defensa y Moreno, instalaron un cañón y dispararon contra la única torre que entonces tenía la iglesia. Los ingleses quisieron romper el cerco varias veces pero debieron entregarse.
El fuego cesó. Los ingleses eran dueños del cuartel de Retiro y de la Residencia, aunque sus mejores tropas ya se habían rendido. Las bajas británicas ascendían a 2500, entre muertos y prisioneros, entre éstos 105 oficiales incluido Craufurd; cinco coroneles, dos hijos de milores y Denis Pack, que en la invasión de 1806 había jurado no volver a tomar las armas contra Buenos Aires. “Usando nuestra piedad no le quitamos la vida”, escribió Beruti en sus Memorias Curiosas. Del bando de los defensores murieron 300.
Al día siguiente, comenzaron las negociaciones entre Liniers y Whitelocke, mientras se escuchaban disparos aislados. Liniers le ofreció, por carta, liberar a todos los prisioneros -incluso los tomados en la primera invasión- si desistía de realizar más ataques a la ciudad. Y le advirtió que por el estado de exasperación de la gente no podía responder por la seguridad de los prisioneros. Whitelocke aceptó.
Los ingleses se comprometían a abandonar el Río de la Plata en 6 meses; Liniers insistió en que fuera en dos y que entregasen Montevideo. El 7 al mediodía se firmó el armisticio. Las campanas de las iglesias sonaron al unísono, avisando que todo había concluido.
Cada una de las partes devolvería a los prisioneros. Al día siguiente, los invasores comenzaron a embarcarse. El 9 de septiembre partió, desde Montevideo, el último barco inglés.
“Nada extraño tiene que una población como la de Buenos Aires, animada por su primera victoria y por su odio al enemigo, haya podido resistir el golpe de mano. Cada casa era una fortaleza y cada calle una trinchera. Un pueblo como éste debe ser invencible”, publicó un diario inglés.
El 28 de enero de 1808 Whitelocke fue sometido a un consejo de guerra. Enfrentó cuatro cargos: que emprendió acciones mal calculadas que provocó la reacción de los propios vecinos de Buenos Aires; que no tomó medidas adecuadas para defenderse de la población; que no se esforzó en coordinar acciones de sus fuerzas en el combate callejero y que, dominando parte de la ciudad, inclusive los arsenales, pactó la rendición. El 18 de marzo fue encontrado culpable de todos los cargos, menos en el referido al no atacar a la población. Fue destituido, dado de baja y declarado totalmente inepto e indigno de ocupar ningún empleo militar de ningún tipo al servicio de Su Majestad.
A miles de kilómetros de distancia, todo era júbilo, fiestas y homenajes. Hasta la ciudad se dio el lujo de tener su propio conde: era Santiago de Liniers, el héroe del momento.
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