El 27 de octubre de 1683, en la capilla Santa María, cerca de la actual ciudad de San Ramón de la Nueva Orán, en Salta, el padre Pedro Ortiz de Zárate y el sacerdote jesuita Juan Antonio Solinas hicieron sonar las campanas para iniciar la enseñanza del catecismo a los aborígenes que se habían acercado en gran número. Misionaban en el Valle del Zenta para evangelizar esa región del chaco salteño, que las armas españolas no habían logrado sojuzgar. Un indígena mataguayo les había advertido la noche anterior que los caciques mocovíes, al mando de 500 guerreros, pensaban traicionarlos. Ellos lo escucharon y dedicaron las horas siguientes a preparar su alma, por si acaso había llegado la hora -luminosa para ellos- de entregar la vida por Dios. Los religiosos, acompañados por un pequeño grupo de laicos, estaban desarmados. Habían enviado de vuelta a los soldados de un fuerte cercano para no generar resquemores. Y estaba próxima la llegada de nuevos misioneros al mando del padre Ruiz y víveres para pasar el verano. Recién terminaban de celebrar misa. Y el ataque sucedió.
Incitados por sus hechiceros, armados y con el cuerpo pintado para la guerra, los mocovíes se abalanzaron sobre los misioneros, les dispararon flechas, los acuchillaron y los decapitaron. Luego asesinaron a 18 laicos que los acompañaban: dos españoles, un negro, un mulato, una india, dos niñas y once indígenas. De ellos, la historia olvidó los nombres. A todos los desnudaron, les cortaron la cabeza y los mataron a flechazos. Se fueron aullando con sus cráneos, que canibalizaron y usaron como copas para beber. Sólo pudieron escapar de la masacre quienes habían salido al encuentro de la comitiva y un aborigen a caballo, que huyó a Humahuaca.
Ayer, esos dos religiosos, conocidos como “los mártires del Zenta”, fueron proclamados beatos por decisión del papa Francisco, en una ceremonia que se llevó a cabo en Orán. La declaración la leyó el cardenal Marcello Semeraro, prefecto del Dicasterio para las Causas de los Santos. Y la misa fue concelebrada por el nuncio apostólico en la Argentina, monseñor Miroslaw Adamczyk; el obispo de San Ramón de la Nueva Orán, monseñor Luis Antonio Scozzina OFM; y el arzobispo de Buenos Aires y cardenal primado de la Argentina, Mario Aurelio Poli. Con Ortíz de Zárate y Solinas (a pesar de su nacimiento en Italia) se considera que en nuestro país son 16 los beatos.
La beatitud es la segunda escala en el camino de la santidad. El primer lugar es ser declarado venerable siervo de Dios. Luego ser Beato, y por último, Santo. Para que un venerable sea beatificado es necesario que se haya producido un milagro debido a su intercesión Sin embargo, con el reconocimiento de ser “mártir” por el odio a la fe no es necesario el reconocimiento de un milagro para ser declarado beato.
La historia de dos mártires
Los orígenes de ambos beatos fueron disímiles. Pedro Ortíz de Zárate nació en Jujuy, en una familia acomodada. Como suele suceder en estos casos, la fecha exacta de su nacimiento se desconoce, aunque la ubican entre los años 1622 y 1623. Su padre era el encomendero Juan Ochoa de Zárate, un hombre poderoso. Su madre, Bartolina de Garnica, santiagueña, le inculcó una profunda educación religiosa, aunque también fue instruido en el manejo de las armas y las leyes.
En su juventud fue educado por los jesuitas jujeños. Eran épocas en que los españoles sojuzgaban con dureza de los aborígenes, y los jesuitas no fueron indiferentes a esa situación. Julián Cortázar, obispo de Tucumán, fue quien más denunció los abusos contra los naturales de esas tierras: “Toda esta provincia está totalmente postrada. En lo temporal no es observada ni siquiera una de las Ordenanzas que don Francisco Alfaro dio en nombre de Su Majestad para el buen gobierno de la misma. Los indios trabajan más que los israelitas en Egipto; y para más andan desnudos y mueren de hambre”.
A los 22 años, Pedro fue designado alcalde de la ciudad de Jujuy. A mediados de 1628, los españoles habían fundado dos poblaciones en la región del Chaco: Fuerte Ledesma y Santiago de Guadalcázar. Los indios de Mataguay, enemigos de los españoles, atacaron esta ciudad dos años después, y mataron al párroco, el padre Juan Lozano.
Después de la muerte de su padre en 1638, Pedro obtuvo todos los derechos de las encomiendas de Jujuy, Humahuaca, Sococha y Ocloyas, lo que le otorgaba un enorme poder sobre los pueblo indígenas. Mientras tanto, los aborígenes asolaban las misiones, matando un gran número de sacerdotes. Esto sucedió con el padre Gaspar Osorio, el padre italiano Antonio Ripario y el estudiante Sebastián Alarcón, ultimado por los chiriguanos. A todos ellos, Pedro los conocía.
A pesar que su verdadero deseo era entregarse al sacerdocio, el cuidado de su patrimonio lo hizo seguir el consejo de los padres jesuitas y se casó el 15 de septiembre de 1644 con la hija del fundador de la ciudad de Jujuy, Petronila de Ibarra y Murguía. Así se unían dos familias poderosas y enfrentadas por motivos económicos. Tuvo dos hijos con ella, Juan Ortiz de Murguía y Diego Ortiz de Zárate. Su fortuna se había acrecentado tanto, que para recorrer la totalidad de sus tierras debía cabalgar 400 kilómetros. Pero después de diez años de matrimonio sobrevino una desgracia: su mujer murió en el derrumbe de una casa.
Pedro, ya viudo, le entregó sus hijos a su suegra, María de Argañarás, para que continuaran con su educación, y decidió, ahora sí, tomar los hábitos. Estudió filosofía y teología en la Compañía de Jesús de Córdoba y a su regreso, después de un paso como cura en Humahuaca, fue elegido párroco de San Salvador de Jujuy en mayo de 1661, cargo que ostentó durante 24 años. Uno de los rasgos salientes de su misión como sacerdote fue su permanente recorrida por sitios remotos de la región chaqueña para llevar la palabra de Dios a los pueblos indígenas. También los sacrificios a los que se sometía para lograr sus metas.
Uno de los ejemplos que se relata es cómo consiguió la confesión de los pecados de un condenado a muerte. Después de intentar su palabra mediante la palabra, y habiendo fracasado, regresó por la noche, se desnudó y comenzó a flagelarse con un látigo. El reo, conmovido, comenzó a hacer lo mismo, hasta que se decidió a hablar.
La decisión de conquistar por las armas a la región chaqueña, donde los españoles eran continuamente rechazados por los aborígenes, molestaba a Pedro. Él creía mejor evangelizarlos. En enero de 1677, el cabildo jujeño envió un pedido al Rey en ese sentido. Y cuatro años después llegó la respuesta positiva. Pedro ya era sexagenario, tenía para la época una edad muy avanzada, pero decidió encarar la empresa. Y entre los jesuitas que lo acompañaron estaba el Padre Juan Antonio Solinas.
Italiano, oriundo de Oliena, en la isla de Cerdeña, Solinas nació en el año 1643. Fue educado también por los jesuitas. Fue allí cuando escuchó hablar de las reducciones jesuíticas en tierras de los guaraníes. A los 20 años ingresó en el noviciado de Cagliari, donde lo reclutó el padre Cristóbal Altamirano, que debía marchar al Paraguay con 35 religiosos. Antes de embarcarse con rumbo a América, se ordenó sacerdote en Sevilla.
El primer lugar del nuevo continente que pisó fue Buenos Aires, adonde arribó el 11 de abril de 1674, después de navegar cinco meses desde Cádiz. Sus biógrafos lo describieron como “moreno, de pelo y barba negros, mediano de cuerpo y de veintiocho años”. Su primer destino fue Córdoba. El fin era terminar sus estudios, lo no alcanzó a lograr por su insistencia en ser enviado a misionar lo antes posible.
Después de tres años en Santa Fe, fue derivado alrededor de 1678, a la Reducción de Itapuá, en lo que hoy es Encarnación, Paraguay. Allí aprendió enseguida la lengua guaraní y se cuentan dos milagros que realizó. El primer milagro se obró luego que diecisiete niños murieron por una enfermedad contagiosa. Las madres de los niños sanos fueron a ver al padre Solinas, que les pidió que los llevaran a la iglesia de la Reducción. Allí, les impuso la imagen de San Ignacio de Loyola y los niños se curaron. El segundo sucedió en la Reducción de Santa Ana, alrededor de 1679. Una mujer indígena sufría dolores insoportables luego de parir a un niño. Enseguida le sobrevino una hemorragia. El padre Solina fue a su casa para administrarle los Sacramentos y le hizo tener un anillo que en Roma había sido puesto en un dedo de San Francisco Javier. En ese momento hubo un derrame de la sangre infectada y la mujer sanó.
Un testimonio de la actividad del padre Solinas la dio el padre Jiménez en una carta al provincial de los jesuitas, Diego Francisco Altamirano. En ella destacaba: “Han pasado ya quince días desde que llegamos a esta ciudad el P. Juan Antonio Solinas y yo; y dado que esta Pascua se está caracterizando por la extraordinaria cantidad de gente que viene a confesarse, respecto a lo que he visto en otros años, en que solíamos volver después de 15 días, este año nos vimos obligados a prolongar el tiempo de la misión. Porque es tanta la afluencia de la gente, que quince días no nos bastan más para poder atender a todas las confesiones y a los demás trabajos del servicio del Señor, que estamos ofreciendo. El P. Solinas ha trabajado y está trabajando estupendamente, tanto en el confesionario como en el púlpito, que ha usado muy bien. Muchos días ha tenido sermones y todos los días conversaciones con tantos ejemplos, la enseñanza de la doctrina a los niños y a todas las categorías de la población, y Dios lo ha dotado de salud y fuerza, y con ellas ha trabajado día y noche por el bien de las almas sin distracción alguna en otras cosas. Dígnese Su Reverencia dar muchas gracias al P. Solinas, por su gran trabajo, el celo y la aplicación con que ha atendido todo, y sirva esto para confusión de mi tibieza. Yo lo venero de verdad como un gran hijo de la Compañía, y como tal es infatigable en su empeño por la salvación de las almas”.
Cuando terminó su misión en Corrientes, Solinas fue enviado a tierras de los indios hohonás. Tanto los conquistó con su carácter, que cuando llegó el momento de marcharse, no lo dejaban ir. De allí fue a Colonia del Sacramento, adonde los portugueses habían destruido las reducciones indígenas. Decididos a recuperar la fortaleza, el padre Altamirano -a cargo de las reducciones- y el gobernador de Buenos Aires, Garro, se pusieron de acuerdo para formar una fuerza militar y marchar a la banda oriental. Tres mil guaraníes fueron reclutados. Y el padre Solinas, junto con otros tres sacerdotes, los acompañó a lo largo de más de mil kilómetros por caminos difíciles, llenos de ríos y pantanos que vadear. El 7 de agosto, con la victoria sobre los portugueses consumada, los jesuitas brindaron los sacramentos a los malheridos, fueran ellos españoles, portugueses, guaraníes o tupíes.
En 1681 fue destinado a la Reducción de San José. Y llegó su última misión hacia el Chaco junto al padre Diego Ruiz y Don Pedro Ortiz de Zárate. En el interior de esta región se encuentra el valle de Zenta, ubicado entre los ríos Iruya, Pescado, Bermejo, Colorado y Santamaría. En el centro se encuentra la ciudad de San Ramón de la Nueva Orán. Allí vivían un gran número de tribus, animadas por el buen clima de la zona. Estaban los mataguayos, los veyoces, los chiriguanos (guerreros y antropófagos), los mocovíes y otros más. Carecían de cultos establecidos y deidades, con excepción de un Gran Espíritu al que llamaban Hojtój y el diablo, que neutralizaban con un ritual llamado Tacjuaj.
El padre Pedro Ortíz de Zárate y el padre Juan Antonio Solinas se unieron en el camino hacia el valle de Zenta. El padre Ruiz, que sobrevivió y narró los pormenores de la masacre, contó que fueron muchas las dificultades del camino: debieron subir y bajar los 4550 metros de la precordillera entre Salta y Jujuy, soportar las lluvias y una invasión de mosquitos -a pesar de ser invierno- que “desfiguraban el rostro y las manos” de los misioneros. Durante todo el trayecto, además, notaban el humo de las fogatas alrededor de ellos, indicio de que los aborígenes los espiaban.
El primer contacto lo tuvieron en las cercanías del Fuerte Ledesma. Allí tres indígenas ojotáes y taños, que se comunicaron en una lengua que casi no entendían, buscaron refugio en los religiosos. Se fueron acercando más y más aborígenes, pero el clima era de extrema tensión. Para peor, algunos soldados de la guarnición huyeron, dejándolos sin protección.
El plan de ambos religiosos era llevar hasta la tribu Vilela y pidieron que otro misionero se les uniera. Por las dudas, entre las condiciones que ponían en su requerimiento marcaban que fuera “para nada miedoso, con un rostro alegre, un corazón amplio, sin escrúpulos impertinentes, porque debe tratar con gente desnuda, no muy diferente de las fieras”. El propio Solinas le envió una misiva a su Provincial, donde indicaba: “El P. Ruiz y yo estamos muy deseosos de convertir a todo el Chaco…”.
La misión se estableció en la capilla de Santa María (a unos tres kilómetros de la actual localidad salteña de Pichanal). Cada vez eran más los aborígenes que se acercaban, pero ninguno quería llevarlos al territorio de los Vilelas, un viaje que demandaba alrededor de 20 días. Los sacerdotes vieron que esa intención sería impracticable, además porque esta tribu no hablaba la lengua guaraní, y sería imposible comunicarse con ellos.
Los misioneros, entonces, contactaron a mocovíes y mataguayos, que azuzados por sus hechiceros desconfiaban de las intenciones de los jesuitas. Mientras estos acontecimientos sucedían, el padre Ruiz marchó a Salta en busca del otro misionero y víveres para el verano. En octubre de 1683, Ortíz de Zárate y Solinas recibieron el mensaje que la expedición estaba en camino hacia Santa María, ya habían construido cabañas y los esperaban junto a 23 personas que componían la misión: dos españoles, un mulato, un negro, una mujer aborigen, dos niñas y 16 indígenas.
Cerca del 20 de octubre, salieron al encuentro de la caravana del padre Ruiz. No la hallaron, y a los tres días, cuando regresaron a la capilla de Santa María, notaron que el número de aborígenes que se habían acercado era mucho más numeroso: había unos 500 (150 tobas y cinco caciques mocovíes con sus hombres, sin mujeres ni niños) armados y con el cuerpo pintado como lo hacían para guerrear. No había soldados para defenderlos en caso de un ataque, ya que el padre Pedro los había hecho marchar, seguro que su palabra y los ofrecimientos de alimentos a ellos bastarían para mantener la paz.
En la noche entre el 26 y el 27 de octubre, un cacique mataguayo se acercó a los religiosos y les advirtió que los tobas y mocovíes planeaban atacarlos. El padre Pedro y el padre Solinas se dieron cuenta de lo inevitable. Pero en vez de huir se dedicaron a orar y preparar su alma para el momento de entregar sus vidas.
En la mañana del 27 de octubre, celebraron la misa en la capilla. Minutos más tarde, la matanza se había consumado. Al llegar el padre Ruiz y el capitán Lorenzo Arias a la reducción, encontraron el sangriento escenario totalmente desierto. Pero detuvo al soldado que deseaba ir en persecución de los aborígenes que los habían asesinado, porque sostuvo que ellos habían llegado para evangelizar y no para matarlos.
Como un tercer milagro, cerca del pueblo natal del padre Solinas (que tenía 40 años en el momento de su martirio), la noticia llegó en el mismo momento de los asesinatos, mucho antes de que se hiciera oficial. Cuando se disponían a cenar en el convento de Bitti, en Cerdeña, un religioso rompió el habitual silencio y comenzó a reír. Luego de ser reprendido, respondió que Dios le había hecho saber que el Padre Juan Antonio Solinas había sufrido “el más cruel martirio a manos de los salvajes de la América Meridional… Su alma ha volado directamente al cielo entre los beatos que ven a Dios cara a cara”. E hicieron un brindis.
Con información de la obra “Martiri Sensa Altare”, de Mons. Salvatore Bussu y la reseña del Pbro. Dr. Miguel Antonio Barriola para el Obispado de la Nueva Orán y el Obispado de Jujuy (www.martiresdelzenta.org)
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