(Chaco. Enviado especial). El 13 de enero de 2011 el italiano Manuel Roseo fue asesinado en su casa de la ciudad de Castelli, a menos de 100 kilómetros camino a Resistencia desde aquí. Aquí es La Fidelidad, un puntito de humanidad entre la inmensidad verde en el norte extremo argentino. Desde hace unos días nomás, es un camping público dentro de un Parque Nacional en la orilla del río Bermejo, una serpiente de agua que define el curso de las cosas, de la vida y de la muerte. Antes, desde principios de 1800, fue parte de un enorme campo que Roseo, junto a su hermano, adquirió a la poderosa Bunge & Born en 1972. Se comenta que lo canjearon insólitamente por una superficie de tierra mucho menor pero más productiva en Santa Fe. Se comentan muchas cosas.
Tres hombres mataron a Roseo -su hermano Luis ya había muerto- para quedarse con sus 250 mil hectáreas, a un lado (Chaco) y otro (Formosa) del Bermejo. Lo torturaron y lo asfixiaron junto a su ex cuñada, que a la vez era una de sus amantes. Quisieron hacer pasar los hechos como un robo. A ella, los asesinos le cortaron un dedo. Luego se descubrió que con ese dedo imprimieron una huella digital en un documento fraguado que la mujer se había negado a firmar mientras la mataban lentamente. El dueño del campo sí firmó cuando le apoyaron un arma en la cabeza. En los boletos de compra y venta truchos quedaron selladas las huellas de la sangre que caía de su mano al momento de la rúbrica.
Se dice que el italiano quiso vivir de las vacas sin conocer de ganadería. Y que llegó y soltó miles. Las vacas se perdieron en el monte. Y fueron carne de cañón de cazadores furtivos y de pobladores. Roseo regaló sin querer el ganado. El ganado se hizo silvestre. Y se hizo asado. Y entonces de una manera rústica y austera, el hombre se dedicó a la tala de algarrobos y quebrachos, maderas muy valiosas que crecen en este paraíso de espinas.
Eso llamó la atención de muchos buitres que olfatearon desmonte a gran escala. Unas noches atrás, iluminada por la luz de las velas, bajo el sonido duro del monte en invierno, Nannette Nancy Cornú, que trabajó con Roseo en el campo y que se enamoró de él, me contó que cada tanto bajaban los helicópteros “con políticos, con mujeres y con whiskys” al casco de La Fidelidad, donde el italiano pasaba los otoños y las primaveras. Y que se iban uno o dos días después. “Pero Manuel siempre desconfiaba. Jamás abrió una botella que le regalaron. Él tomaba su vino y su whisky”.
Los buitres volaron por arriba de la cabeza del italiano hasta que picotearon. Algunos que ya conocen la historia se preguntan cómo llegaron dos hermanos nacidos en Roma hasta esta alfombra de selva seca, naturaleza hostil de belleza no hegemónica conocida como El Impenetrable, llena de animales salvajes -desde el oso hormiguero hasta el yaguareté-, inundada de insectos y reptiles y con un verano que podría ser, tranquilamente, locación de cine si lo que se quiere es retratar lo más fielmente el infierno.
¿Cómo llegó Roseo hasta el Chaco profundo? Hay quienes lo vinculan a los intereses terratenientes del Vaticano y otros a la logia masónica P2. Una versión más cándida, y probablemente más real, refiere a la memoria emotiva del hambre de la posguerra en Italia: el sueño del campo propio y la abundancia (que nunca llegó). Se dicen muchas cosas.
Con el crimen de Roseo, llevado a cabo con la torpeza de los villanos de las películas de los hermanos Coen, la actividad maderera, principal “recurso” de esta zona, se paró. Fue muy bueno para el monte herido, que dejó de sangrar deforestación, y muy malo para la comunidad local: 30 ó 40 familias de los parajes de alrededor de la estancia que trabajaban para Roseo ya no tenían empleo. Si algo abunda en El Impenetrable, además de belleza natural, es escasez.
El marido de Zulma Argañaraz (40) fue una de las víctimas colaterales del crimen. El matrimonio con sus hijos vivía en La Armonía, un caserío de 10 familias con escuela rural a una hora y media -por caminos arcillosos entre el monte- del (hoy en ruinas) casco de la estancia en La Fidelidad. Él cortaba madera campo adentro para Roseo hasta el doble homicidio. Después le ofrecieron hacer lo mismo en Formosa. Pero no pensaba alejarse de su familia. Terminó haciendo changas con la motosierra entre los vecinos de la zona, cuenta Zulma. En 2015 se enfermó. Y un cáncer tomó su cuerpo y se lo llevó en pocas semanas. Ella quedó sola. Sin trabajo. Con hijos.
Le pasó a Jorge Luna, nacido hace 52 años en el Paraje Los Naranjos, a 4 kilómetros de La Armonía, a donde llegaron a principio de siglo pasado sus abuelos y su padre con sus vacas. Bajaron desde Salta por la orilla del Bermejo hasta que se quedaron aquí, a un costado del campo de los Bunge & Born/Roseo. “Vinieron siguiendo el agua”, cuenta Luna, machete en mano mientras desandamos los senderos del monte y un tatú carreta nos mira y se aleja rápido, asustado.
La familia Luna se hizo de 100 hectáreas sin escritura a la vera del río Bermejito, un hilo de agua y diversidad que corre afluente y paralelo al cauce del río mayor. Vivir cerca del agua en esta zona es una bendición. Lo saben los tapires y los ciervos, también los yacarés. Pero 100 hectáreas, ni al costado del río, aquí significan demasiado para la idea del desarrollo productivo tradicional del campo. Luna sobrevivió a la muerte de Roseo y alimentó a sus hijos con sus pocas vacas, sus gallinas y sus chivos. Y con la reserva de los árboles, el oro del lugar. Hace un tiempo un empresario le ofreció talar 100 por una suma que a los Luna le hubiera solucionado mínimamente un año de vida. Él dijo que lo iba a pensar. Y lo pensó mucho.
Al enviudar, Zulma quedó con sus hijos y barajó la posibilidad de mudarse a la pequeña ciudad de Miraflores, camino a Resistencia, a trabajar de algo. También Nancy Cornú se vio desamparada con el crimen de su patrón ¿Qué hacer ahora que no está Manuel? Y Pablo César, otro joven de La Armonía, decidió irse a buscar suerte a la imponente Buenos Aires. Más concretamente a Pilar, como petisero de un polista. Así todos. Los que antes tenían trabajo quedaron a merced de la nada. O de un golpe de suerte. Su historia se parecía a muchas de la Argentina periférica: presas del olvido.
Pero de repente un hecho inesperado cambió sus vidas. El crimen de Roseo abrió una ventana por la que entró una luz de esperanza para las vidas castigadas del Impenetrable. El romano no había dejado descendencia (al menos hasta ese momento, luego se supo que tuvo dos hijos con otra empleada y eso derivó en un litigio legal) y varias organizaciones ambientalistas junto al Estado nacional y provincial de Chaco trabajaron para convertir 150 mil hectáreas -las del lado chaqueño- en lo que hoy ya es el Parque Nacional El Impenetrable, un escudo protector.
Liberada del productivismo tradicional, las hectáreas del ahora Parque Nacional y de los parajes que agonizaban a su alrededor comenzaron a ser visitadas por otro tipo de personas: biólogos, ambientalistas, veterinarios. El territorio comenzó lentamente su reconversión y la integración y la participación de la comunidad local es parte esencial para llevar a cabo una idea en la que la supervivencia de las especies es el objetivo primordial. El espejo como fórmula exitosa es el Iberá, donde en 2014 se armó el Parque Nacional y hoy las poblaciones locales se nutren del ecoturismo para brindar servicios y tener oportunidades que hace unos años eran inimaginables.
Cuenta Zulma. “Fue un milagro inesperado. Empezaron a llegar personas, a acampara acá en La Armonía”, dice emocionada. Esas personas necesitaban alguien que les cocine. Zulma no sabía hacerlo. Una directiva de la Fundación Rewilding, pieza clave en esta reconversión del monte chaqueño, dedicada a reinsertar especies extinguidas o en peligro de extinción (aquí el yaguareté y la multicolor tortuga yabotí) le preguntó si podía prepararles algo.
“Empezó a venir gente, biólogos, a sacar fotos. Y yo no cocinaba. No tenía idea. Les hice asado y tortas a la parrilla. Y después me preguntaron cuánto era. Mi idea no era cobrarles. Ahí me dijeron que les cobre y que nos iban a traer gente a la casa cada vez que alguien viniera. Terminé cocinando para 50 personas”, ríe Zulma.
Simultáneamente los habitantes del paraje conformaron la Asociación de Vecinos de La Armonía, un proyecto de desarrollo local para el turismo sustentable dentro del gran proyecto de protección del territorio del Impenetrable. Zulma, Nancy y Graciela, la esposa de Luna, cocinan en sus casas para los visitantes. Jorge, Diego Boedo, Pablo César y otros hombres, muchos jóvenes, acompañan y explican en las caminatas a los turistas que empiezan a llegar.
María Elena Mercado administra la escuela taller, donde los pobladores de la asociación de vecinos aprenden a hacer artesanías, carpintería y alimentos, y administra el glamping en nombre de la Asociación: tres lujosas carpas traídas por Rewilding, creada por el filántropo Douglas Tompkins desde Sudáfrica e instaladas en el medio del monte para una experiencia de turismo único: donde se puede convivir con los sonidos exóticos de un lugar prácticamente virgen. Una parte mayoritaria de lo recaudado allí va para los vecinos.
“El objetivo de la escuela taller es capacitar a los pobladores de la zona para que justamente sean ellos los prestadores de los servicios turísticos. Se brindan capacitaciones en gastronomía, talleres en madera, cerámica, cuero. Hay servicio de paseos en kayak o senderismo. Cada vez que un turista se aloja en las carpas se lleva un gran recuerdo, no solo material, con las artesanías, también humano por el trato de la gente de acá”, cuenta Mercado.
Los conservacionistas de Rewilding trabajan para reinsertar la especie más importante del ecosistema, el mítico yaguareté. Tiempo atrás se descubrió que vivía un macho silvestre. Se llama Qaramta. Por eso los especialistas trajeron una hembra, Tania, que mantienen encerrada, y le ataron un collar al macho para tenerlo monitoreado. Ya los cruzaron y crecen sin contacto con humanos las primeras dos crías, de más de un año, que pronto serán liberadas para devolverle al monte a su rey original.
Pero para que el ecosistema se readapte se necesita de los pobladores. Una forma de engancharlos es con trabajo. La otra, con conocimientos de su cohabitantes. “Organizamos charlas con los vecinos para que vean de otra manera a los yaguareté, que no sea una amenaza y se caiga los propios mitos históricos de las poblaciones”, explica Gerardo Cerón en la carpa que funciona de centro de operaciones dentro de la estación biológica del Parque Nacional. El científico vive aquí, en medio del monte más denso desde 2017 con el objetivo y la pasión de analizar las especies que habitan y seguir milímetro a milímetro la reinserción del yaguareté y la tortuga yabotí.
Antes le teníamos miedo al yaguareté. Cuando entrábamos a trabajar a la estancia de Roseo lo hacíamos en moto, asustados de que nos ataque. Después aprendimos, nos enseñaron, nos presentaron a Tania. Y ya perdí el miedo. Una vez vi una huella de Qaramta, ahora entiendo que es parte de nuestra identidad”, dice Zulma.
Los pobladores encontraron con el Parque Nacional una salida inesperada de trabajo y dignidad. De La Armonía, de Pozo La Gringa, de Zanja Las Flores, de Kilómetro 23. Rewilding y Parques Nacionales trabajan para que se desarrolle un circuito de ecoturismo de cuatro puntos, adentro y afuera del Parque para que El Impenetrable se convierta en un epicentro de vida silvestre, como el Pantanal en Brasil o los parques africanos.
“Es un cambio de vida importante”, dice Diego Boedo, que lentamente abandona el trabajo como peón rural y se dedica a pasear en kayak a los turistas por el río Bermejito. “Me imagino de más grande viviendo para el turismo y que mis hijos puedan desarrollar su vida acá sin preocupaciones”, sueña.
Matías Villagrán tiene 21 años. Hasta el año pasado estudiaba profesorado de Geografía en Miraflores. Pero le robaron la computadora y perdió toda la información. Abandonó los estudios. Y desde hace poquito trabaja en el camping de La Fidelidad. “Me encanta esto. Me enteré que faltaba alguien para atender a los turistas y me postulé. Acá si no te dedicas a la ganadería no hay otra cosa. Y es un laburo pesado, no es para cualquiera. Si no te gusta o te vas a la ciudad o te dedicás a pasar drogas, es la salida que seduce a muchos por acá”, dice, y señala el camino de arena que lleva a la frontera con Paraguay, después del Bermejo y de Formosa. Las historias que se cuentan, de mercados clandestinos de objetos y personas, son parte de las muchas cosas que se dicen por aquí.
Los vecinos de La Armonía se reparten el manejo de la cocina y la recepción en el camping La Fidelidad y en el glamping de La Armonía. “La idea es que dejen el recurso de la deforestacion. Vienen turistas que hablan mucho con ellos y aportan otras perspectivas. Eso ayuda”, explican desde Rewilding.
Pablo César dormía en Pilar, provincia de Buenos Aires, y soñaba con La Armonía. “Sabía que esto del Parque se iba a dar y yo quería estar acá”, confiesa mientras recorremos el bosque cercano al río Bermejo y va identificando cada una de las especies de pájaros que vuelan sobre nosotros. Por eso Pablo volvió: “La felicidad de poder estar acá, en mi pueblo, con mi familia, y trabajar con el turismo, no la puedo explicar. Vivir en Buenos Aires angustiaba”.
Zulma recuerda que cuando Roseo murió asesinado y la estancia se cerró y empezaron los movimientos para convertir toda esa tierra en parque nacional, la gente del pueblo no estuvo muy de acuerdo con la llegada de Rewilding y del Estado. Pero pronto el panorama les cambió.
“Todo esto me ayuda económicamente muchísimo. Si no fuera así, ya estaríamos mal porque acá no hay trabajo. Nunca imaginamos turistas. Sólo se veían cazadores furtivos. Ni sabíamos qué era un parque. Ahora aprendimos a valorar lo que tenemos, nuestras plantas, nuestras frutas, nuestros animales”, agrega la mujer. Madre de ocho hijos, mientras revuelve un guiso de arroz y carne para tres biólogas que se alojan en el glamping de La Armonía, mira y dice, emocionada entre el vapor de la olla: “Esto cambia la realidad de todos nosotros”.
Jorge Luna siguió debatiéndose interiormente durante mucho tiempo el ofrecimiento de cortar sus árboles a cambio de un dinero que, quizás en la ciudad no le cambia la vida a nadie pero aquí en el Impenetrable puede resolver la incertidumbre de un largo período sin trabajo. “Lo estuve pensando bastante, pero ahora que empezaron a llegar los turistas me cambió la cabeza”, suelta.
Dice Luna que entonces un día atendió el llamado del hombre de la madera, y le dijo lo que se dijo a sí mismo muchas noches: “Si yo corto los árboles, corto una parte de mí”.
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