“Aquel mediodía, pedí calamar relleno, que me encantaba, y una Coca Cola”, recordó Néstor Gustavo Soria en su casa de San Andrés de Giles, a un centenar de kilómetros de la ciudad de Buenos Aires. El viernes 2 de abril de 1976, hace cuarenta y seis años, Soria era subinspector de la Policía Federal y fue uno de los 110 heridos causados por la bomba vietnamita que Montoneros hizo explotar en el comedor de la calle Moreno 1417, a una decena de cuadras de la Casa Rosada.
Ciento diez heridos y veintitrés muertos, el saldo total del peor atentado guerrillero durante la sangrienta década de los 70, el más devastador ataque contra una sede policial en todo el mundo. Y el más cruento en la violenta historia de Argentina hasta la voladura de la AMIA.
Soria, que se retiró como comisario y se recibió también de licenciado en Criminalística, contó: “A la explosión en sí no la escuché. Yo apenas percibí un ruido seco, como el de un cortocircuito, pero más fuerte, y luego todo comenzó a temblar; un temblor en cámara lenta, salvo las esquirlas que volaban para todos lados, tan veloces que cada una iba acompañada por un zumbido. Me veo todavía cayendo de la silla, queriéndome agarrar del mantel de la mesa, pero sin poder hacerlo porque a la mano solo la podía mover en forma muy, muy lenta. Caí al suelo y la mesa se dio vuelta y se me vino encima, pero pude empujarla a un costado. Los primeros momentos, todo estaba a oscuras, hasta que el lugar se iluminó por la explosión de la cañería de gas. Y todo fue silencio, salvo el zumbido de las esquirlas. De repente, esa escena, que me pareció larguísima, se cortó, y comenzaron los gritos y las quejas de los heridos”.
“En un momento —agregó— logré pararme y giré para buscar la luz de la salida. Todo había vuelto a quedar a oscuras, el fuego se había apagado, y lo primero que toqué, a tientas, casi a ras del piso, fue algo caliente, húmedo; me fijé bien y era el cuello de la sargenta María Esther Pérez Cantos; la bomba le había arrancado la cabeza, que había caído al lado del cuerpo, y yo le estaba tocando el cuello, la parte de adentro del cuello… Pérez Cantos era muy conocida y muy apreciada por todos; en aquel tiempo, no había mujeres oficiales y ella había llegado al grado más alto al que podía aspirar una mujer entre los suboficiales. Una persona muy capaz. Estaba en Robos y Hurtos, en el Departamento Central”.
Soria agregó que los comensales eran, en su mayoría, de la Superintendencia de Seguridad Federal y del Departamento Central de la Policía Federal, ubicado a una cuadra, cruzando la calle. Él trabajaba en una brigada de prevención del delito común, en la calle. “Nos conocíamos todos de vista. Yo vivía en Haedo y no podía ir a almorzar a mi casa; la comida era riquísima: lengua a la vinagreta o ensalada rusa con jamón crudo como entradas; carne al horno con papas, milanesa con papas fritas, tortilla a la española y hasta calamar relleno”.
“A algunos de los fallecidos —precisó— los conocía más. Como a Juan Carlos Blanco, que era el cajero. En esa época no había teléfonos celulares; así que, si alguien nos necesitaba, llamaba directamente al teléfono del Casino, que estaba un costado del mostrador, camino a los baños. Atendía Blanco y pegaba el grito: ‘¡Soria, teléfono!’”.
Aunque todavía sufría consecuencias en la cintura y en una pierna por las lesiones recibidas, el caso de Soria no fue de los más graves. Varios heridos sobrevivieron con graves mutilaciones; algunos, postrados para siempre. Seis cadáveres quedaron destrozados, irreconocibles a simple vista: carbonizados; sin brazos ni piernas; decapitados o con la cabeza apenas colgando y convertida en una masa sin forma. Todo eso por las características del artefacto explosivo utilizado contra la fortaleza de la Inteligencia policial: una “bomba vietnamita”, del tipo Claymore.
Fueron los militares de Estados Unidos los que inventaron esas bombas durante la Guerra de Vietnam, que duró veinte años: entre 1955 y 1975; luego, fueron copiados creativamente por otros países y también por diversos grupos guerrilleros. El artefacto nació como una mina antipersonal; a diferencia de la mina terrestre convencional, era direccional y se activaba por control remoto, y estaba preparado de tal manera que, una vez detonado, disparaba una lluvia de bolas metálicas hacia una zona determinada —la “zona de muerte”— como si fuera una escopeta.
La bomba contra la Policía Federal fue mucho más poderosa: los peritos de Bomberos determinaron rápidamente que su carga fue hasta diez veces mayor que el modelo original; de entre cinco y siete kilos de trotyl, con una doble boca de proyección de la onda expansiva, hacia adelante y hacia atrás de la silla donde fue dejada, dentro de un maletín marca Primicia de color negro.
En una de las fábricas de armas y explosivos de Montoneros en el Gran Buenos Aires —probablemente la de Munro— los expertos de Montoneros completaron el núcleo de la bomba con dos caños cargados con postas o bolas de acero, que luego de la detonación se convirtieron en proyectiles mortales, junto con los tenedores, cuchillos, platos, vasos, botellas, bandejas, y hasta la caja registradora y las patas de las sillas y mesas del comedor, que también salieron volando para todos lados.
Precisamente, el oficial ayudante Héctor Alejandro Castro, Castrito, que había cumplido veinticuatro años el día anterior, fue atravesado de lado a lado por la pata de una mesa metálica; lo encontraron gritando, pidiendo por su mamá, Carmen, y lo llevaron al Churruca, donde murió ocho días después, el 10 de julio. El médico Héctor Murro explicó que “no salió en ningún momento del grave coma de grados tercero y cuarto” en el que fue internado.
“Castro era compañero de promoción mío, la promoción número 69″, dijo el comisario inspector Carlos Sablich, quien agregó: “Aquel día, yo iba a Defraudaciones y Estafas, en el Departamento Central de Policía. En el momento de la explosión, estaba en Moreno y Sáenz Peña, a menos de cien metros del lugar del atentado; la puerta de entrada voló y se estampó enfrente”.
El agente Adolfo Fister también vio cómo el portón impactó contra el edificio de viviendas y oficinas ubicado frente a la Superintendencia de Seguridad Federal.
“Yo —contó Fister— estaba yendo a comer al Casino cuando, en la vereda frente al Departamento Central, me encontré con un amigo con el que había trabajado antes de entrar a la policía. Charlamos un ratito y me pidió el teléfono, pero no llevaba ni birome ni papel por lo cual entré a la farmacia y les pedí algo para anotar. Salí y justo cuando le estaba escribiendo mi número, vi que la puerta, que era muy grande, salía volando”.
Fister corrió hacia Seguridad Federal y entró al comedor. Quedó muy impresionado: “Estaba todo destruido; había pedazos de cuerpos humanos, como brazos, cabezas y piernas; todo esparcido por el suelo”
Es que el objetivo de este tipo de bombas no era solo matar sino también mutilar, cercenar, cortar los cuerpos, como una manera de sembrar un terror adicional. Ya lo indica el nombre con el que fueron bautizadas: Claymore eran las temibles espadas de doble filo, que pesaban un kilo y medio y debían ser manejadas a dos manos por los guerreros de las tierras altas de Escocia contra los invasores ingleses durante la Edad Media.
Muy lejos de los rebeldes territorios montañosos de Escocia, en su casa en San Andrés de Giles, siempre sentado a la punta de la mesa del sencillo comedor porque el dolor en la cintura le impedía pararse, Soria recordó también que logró pararse luego de la explosión, pero no pudo aguantar mucho por las esquirlas que le hirieron las piernas, de las que solo se dio cuenta cuando volvió a caerse. “Me fui arrastrando hacia la salida; cuando estaba a unos cinco metros, vino alguien, me tomó de la nuca, me levantó y me depositó en el pasillo. Quedé acostado mirando para arriba, hacia el techo. La onda expansiva había arrancado todo, hasta parte de los azulejos de las paredes, pero lo primero que vi fue la ménsula de mármol y arriba, la Virgen de Luján con sus floreritos; me impresionó mucho esa primera visión: una Virgen de cerámica que había logrado sobrevivir a toda esa destrucción”.
Si hubiera podido cumplir sus hábitos cotidianos, Soria habría sido otro de los fallecidos. Todos los días buscaba sentarse a una mesa redonda, en el sector derecho, a dos o tres mesas de la pared de la cocina. Pero aquel viernes ese sitio estaba ocupado y terminó sentado al costado de una de las dos columnas centrales, en el sector izquierdo del comedor, invitado por un sargento de Robos y Hurtos, en diagonal y a unos seis o siete metros de su lugar de siempre.
Ocurrió que la bomba explotó en aquella mesa redonda, oculta en un maletín negro depositado en la silla y cubierto, pero no totalmente, por un sobretodo piel de camello plegado sobre el respaldo, que habían sido dejados —maletín y sobretodo— por el agente José María Pepe Salgado, un infiltrado del Servicio de Informaciones e Inteligencia de Montoneros.
A Soria lo cargaron en un Jeep carrozado que pasaba por la calle y lo llevaron al Churruca junto con otros tres heridos en los que apenas se fijó, concentrado como estaba en sus propias heridas.
—Decime la verdad: ¿estoy lastimado, estoy lastimado? —le preguntó de pronto, desesperado, uno de sus compañeros de viaje.
Soria levantó la vista: el muchacho, bastante más joven que él, que ya había cumplido 28 años, tenía la cara cubierta de sangre y la mandíbula le colgaba, literalmente, dejando al descubierto los dientes y los huesos de la boca.
—No tenés nada, quédate tranquilo, lo único que no te toqués la cara.
Tuvo piedad: ¿qué otra cosa podía decirle en aquel momento de dolor y muerte?
*Periodista y escritor, extraído de su último libro Masacre en el comedor.
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