El 1° de julio, en la Casa de Gobierno, no en el edificio del Congreso como había ocurrido con los anteriores mandatarios del Proceso, sin el respaldo de la Armada y la Fuerza Aérea, asumió el general de división (RE) Reynaldo Benito Bignone, el último presidente del régimen militar. Salvo el ministro del Interior, Llamil Reston, todos los ministros fueron civiles. Durante su gestión llevó el país como pudo hacia la institucionalización. Fue, casi, en medio del desbande.
Hacia octubre de 1982 logró que las FFAA volvieran a cohesionarse, por lo menos bajo la apariencia de la Junta Militar con el ingreso del almirante Rubén Franco y el brigadier Augusto Hughes. Sobrellevó todos los inconvenientes, hasta los atisbos de interrupción del proceso hacia la democracia que sólo se había abierto tras la caída de Puerto Argentino. Pero no había más margen para otras experiencias castrenses.
El gobierno del Proceso de Reorganización Nacional era un barco averiado cuyo único puerto de destino era la Democracia. Si sólo se mantuvo a flote dieciocho meses fue por la ausencia de alternativas válidas para cambiarlo. No faltaron aquellos que no querían entregar el poder, porque hasta muy poco tiempo antes pergeñaban permanecer otro turno más. O por lo menos demorar el traspaso para negociar cuestiones que tras el debilitamiento de las FFAA salían a flote, por ejemplo “la cuestión de los desaparecidos”. La derrota militar de Malvinas, el fracaso de las distintas gestiones económicas y el cansancio de la ciudadanía aceleraron los tiempos. Con el paso de los meses, la dirigencia política volvió a ocupar espacios de atención en la opinión pública. No se presentaron caras nuevas pero eran mejores a las militares.
Si bien las FFAA hablaron de marcharse del poder el 29 de marzo de 1984 -esa fue la fecha que le impusieron sus mandantes al nuevo presidente- con el tiempo tuvieron que acortar su mandato. La sociedad no soportaba más y los políticos no querían acordar con quienes habían fracasado. Ganó Raúl Ricardo Alfonsín, el 30 octubre de 1983, porque la gente entendió que era el que menos manifestaba una “continuidad”. El peronismo no pudo, o no supo hacerlo, y los rumores de un “pacto militar-sindical”, además de ciertos, estuvieron siempre presentes en la campaña electoral de 1983. Al asumir Bignone ratificó el compromiso de institucionalizar el país no después de marzo de 1984 y se comprometió a levantar la veda política y fijar un estatuto de los partidos políticos.
El jueves 24 de junio, el embajador argentino en Venezuela y dirigente Liberal correntino, Juan Ramón Aguirre Lanari, se encontraba en la ciudad de Valencia, cercana al histórico campo de batalla de Carabobo, en la que se realizaba una ceremonia que presidía el presidente Luís Herrera Campins y en la que el representante argentino fue condecorado. Cuando llegó al hotel, se le informó que tenía una llamada urgente del coronel Alfredo Atozqui, a quien conocía bien porque había sido su Agregado Militar. Establecida la comunicación, Atozqui le pidió en nombre de Bignone que considerara la posibilidad de ser su canciller. “Mocito” Aguirre Lanari no conocía al próximo Presidente de la Nación y, frente a algunos interrogantes que tenía, viajó de incógnito el sábado 26 a Buenos Aires. Antes de hablar con Bignone conversó largamente con su amigo y presidente del Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales (CARI), Carlos Manuel Muñiz, en su departamento de la calle Parera.
Una vez que se encontró con Bignone, en su oficina de la Escuela Superior de Guerra, Aguirre Lanari le pidió garantías de que iba a haber una salida democrática “pues en ella va mi nombre”. Y el general (RE) le respondió: “Doctor, no sólo está en juego su nombre, también está el mío”. De allí, Aguirre Lanari salió ungido canciller. Ese mismo sábado también se conocía que Alexander Haig había presentado a Ronald Reagan su renuncia como Secretario de Estado y era remplazado por George Pratt Shultz, un funcionario de larga e incuestionable trayectoria pública y privada.
El 28 de junio trascendieron las designaciones de José María Dagnino Pastore como ministro de Economía y del embajador argentino en Caracas, Juan Ramón “Mocito” Aguirre Lanari, como ministro de Relaciones Exteriores y Culto; Cayetano Licciardo en la cartera de Educación; Jaime Lucas Lennon, en Justicia; Julio Martínez Vivot en Defensa; Héctor Villaveirán en Trabajo; Conrado Bauer en Obras y Servicios Públicos y Adolfo Navajas Artaza en Salud Pública. Llamil Reston sería el titular de Interior, aun cuando algunos pedían al general Juan Bautista Sasiañ, como garantía de la “línea dura” del Ejército. Al mismo tiempo, se descartó la idea de nombrar a un vicepresidente civil que acompañara a Bignone. Fue una propuesta del Ejército para volver a acercar, cohesionar, a las Fuerzas Armadas. Con las escasas sutilezas de aquellos días, la vicepresidencia (Rafael Martínez Raymonda) quedó clausurada tras una reunión de los “comandantes” de las tres fuerzas y no por la “Junta Militar” (que se había disuelto). Como tituló La Nación: “Un intento fallido de recomponer la relación institucional de las FFAA”.
El correntino Juan Ramón Aguirre Lanari venía de la política, no era un diplomático profesional, pero supo hacer una digna gestión siguiendo las líneas que se habían profundizado durante la guerra de Malvinas: continuó con la política de acercamiento a Latinoamérica y acrecentó la pertenencia argentina al bloque de Países No Alineados. No manejaba el inglés pero su innato sentido común y su sensatez generaron el apoyo inmediato del Palacio San Martín.
Después de la rendición de Puerto Argentino -que volvió a denominarse Puerto Stanley- la cancillería imaginó varios ejercicios diplomáticos a llevar adelante. La cuestión era, según las pautas del nuevo canciller, que la cuestión de las Malvinas no podía ser escondida como exigían algunos y mucho menos subalternizada. Puestas las cartas sobre la mesa y luego de vencer las presiones para que la Argentina decretara el “cese de hostilidades” que de hecho ya lo estaban, en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas no parecía haber ninguna alternativa. La idea era llevar la cuestión de las Malvinas a la próxima Asamblea General de las Naciones Unidas que se inauguraba, como todos los años, en septiembre. Volver al organismo internacional con una resolución que reconociera que había entre la Argentina y Gran Bretaña un problema de soberanía irresuelto. Esa era la cuestión de fondo, no dejar morir el tema tras la capitulación en Puerto Argentino.
Primero se hicieron dos cambios dirigidos a suavizar las relaciones con los Estados Unidos: Lucio García del Solar, con la aquiescencia de la Unión Cívica Radical, fue designado embajador en Washington y Carlos Manuel Muñiz, presidente del CARI, en las Naciones Unidas. Luego se puso la atención en preparar una resolución que fuera tratada por la Asamblea General de la ONU y que expresara el pensamiento del bloque latinoamericano y el Grupo de Países No Alineados. La idea inicial era conseguir una resolución que inste a las partes a negociar la cuestión de la soberanía, bajo el auspicio de las Naciones Unidas, y que se instruya al Secretario General a que informe en la Asamblea siguiente los resultados de su trabajo. El texto a negociar fue redactado por Raúl Quijano.
Paralelamente, mientras se negociaba la ayuda con No Alineados, la Armada argentina seguía cultivando relaciones con la Sudáfrica del “apartheid” y embarcaba a un oficial en la fragata Libertad en su gira anual; el general de división Edgardo Calvi ponderaba un Tratado del Atlántico Sur con Sudáfrica incluida; el Ejército continuaba manteniendo una misión especial en Honduras para entrenar a los “contras” que peleaban contra el régimen sandinista, y los generales Nicolaides y Sotera sostenían que el gobierno de Hernán Siles Suazo en Bolivia estaba infectado de comunistas. El gobierno de Bignone carecía de poder. “Te pusimos ahí, presentanos un plan” le dijo en una charla privada el general Juan Carlos Trimarco a Bignone.
Al mismo tiempo, mientras no sabía cómo tratar la cuestión de la deuda externa, el presidente imaginaba viajar a Nueva York para hablar ente las Naciones Unidas pero el comandante en jefe de la Fuerza Aérea se opuso porque no era el representante de la totalidad de las Fuerzas Armadas. La Junta Militar continuaba rota.
A mitad de septiembre el gobierno de Bignone decide levantar el embargo financiero a Gran Bretaña con el argumento de que facilitaría la tarea de la diplomacia argentina en Naciones Unidas. ¿Y la situación del Beagle? Estaba en manos de la diplomacia vaticana y la Argentina no encontraba una salida a un fallo que, decía, no le era favorable.
La fortaleza de Bignone era su promesa de entregar el poder a los civiles pero en el fondo su situación era de gran debilidad. “No hace falta que saquen un solo tanque a la calle para derrocarme. Me avisan cinco horas antes, retiro mis pertenencias de Olivos y me voy a mi casa”, le confesó al teniente coronel Julio Salas el domingo 12 de septiembre de 1982. “Aquí o se adelantan las elecciones o no las habrá en marzo de 1984. La velocidad del desgaste del gobierno es mayor que la velocidad política del gobierno”, confesó el general Ricardo Floret el miércoles 13 de octubre. El día anterior lo había visitado otro general retirado, Antonio Domingo Bussi, para decirle, tras conversar con Bignone y Nicolaides, que “el país está al borde del incendio”.
Con este contexto, casi tapándose los oídos para concentrarse mejor, haciendo abstracción del panorama nacional que se vivía, los funcionarios diplomáticos siguieron trabajando en la resolución que se presentaría en la Asamblea General. “Vamos a conseguir alrededor de 100 votos a nuestro favor”, anticipó Figueroa. Ya estaba funcionando el “grupo de contacto” o “mecanismo regional de consulta” –sumando adhesiones– conformado por Cuba, Brasil, México, Ecuador, Perú y Venezuela. Latinoamérica votaría en bloque. El gesto que auguró el éxito lo brindo el presidente mexicano José López Portillo, ante Aguirre Lanari, al firmar él mismo el proyecto de resolución. Tras esa firma lo hicieron los cancilleres del continente. Por su parte, Fidel Castro ofreció todo tipo de apoyo en el campo político: su influencia en el Movimiento No Alineado e información.
El jueves 4 de noviembre de 1982, casi cuatro meses más tarde de la caída de Puerto Argentino, la Argentina y Latinoamérica lograban imponer por 90 votos a favor, 12 en contra y 52 abstenciones, la resolución 37/9 pedía a los gobiernos del Reino Unido y Gran Bretaña a “que reanuden negociaciones para encontrar, tan pronto como sea posible, una solución pacífica a la disputa de soberanía relativa a la cuestión de las islas Malvinas”. Y pedía al secretario general de la ONU que inicie “una nueva misión de buenos oficios para asistir a las partes”. En los considerando se recordaban las resoluciones 502 y 505 del Consejo de Seguridad y se tomaba en cuenta “la existencia de una cesación de facto de hostilidades en el Atlántico Sur y la expresa intención de las partes de no renovarlas.”
Hasta la asunción de Raúl Alfonsín, el 10 de diciembre de 1983, existieron distintos manifestaciones que hicieron presagiar la interrupción de la salida constitucional. Pero no había espacio para más experiencias. Hacía tiempo que la hora del tiempo castrense había finalizado. Sólo era cuestión de reconocerlo.
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