A las cinco de la tarde del viernes 27 de junio de 1806 todo había terminado. El más preocupado era, curiosamente, el vencedor de la jornada, William Carr Beresford. Este corpulento general de 37 años era hijo natural del marqués de Waterford, quien le había conseguido el título de barón. En la guerra contra los independentistas, había perdido un ojo en Nueva Escocia y su prima hermana Louisa Beresford lo había rechazado como marido; él sospechaba que era por el estrecho parentesco o bien al ser despreciado por ser hijo ilegítimo.
Beresford era consciente de la inferioridad de condiciones en la que estaba. La capital del virreinato del Río de la Plata estaba poblada por 40 mil vecinos y él comandaba a 70 oficiales, 72 sargentos, 27 tambores y 1466 soldados. Hizo vestir con uniforme a los marineros de los barcos que los habían traído a estas costas y esa tarde ellos también entraron a Buenos Aires en fila de a uno, para aparentar que eran muchos más.
Ese 27 de julio, el más repudiado fue el marqués Rafael de Sobremonte, el virrey de 60 años, nacido en Sevilla, que ejercía ese cargo desde la muerte de Joaquín del Pino, en 1804. Dos días atrás había festejado el cumpleaños de su futuro yerno y ayudante Juan Manuel de Marín, quien se casaría con su hija Josefa Juana. Lo agasajó con una comida en el fuerte y a las seis y media de la tarde todos fueron a la Casa de las Comedias, en Reconquista y Perón donde se daba, en función de gala El Sí de las Niñas, un éxito estrenado pocos meses antes en Madrid. Toda la aristocracia porteña se había dado cita en el teatro, cuyo techo tenía una abertura por donde salía el humo de los cigarros, lo que hacía el ambiente un poco más respirable.
La ocasión ameritó para que las velas de cebo fueran reemplazadas por lámparas de aceite. El virrey ocupaba el palco principal y su custodia estaba en los pasillos.
Desde el 8 todo el mundo estaba alarmado por la presencia de buques británicos en la Banda Oriental, pero Sobremonte quiso mostrarse en público para reflejar confianza, tranquilidad y seguridad. Al comienzo del segundo acto, un edecán le acercó un mensaje de Santiago de Liniers, que estaba en Ensenada. Su esposa Juana le acercó los anteojos. Apenas comenzó a leer, estrujó el papel, se levantó y partió. Detrás lo siguió su familia. Se venían los británicos.
Una vez en el fuerte, ordenó reunir a los soldados y a la milicia y envió patrullas a recorrer la costa.
Al amanecer del 25, día de San Juan Bautista, los vigías del fuerte y los que se subieron a techos y terrazas vieron hacia el sur una fragata de 32 cañones, seis corbetas de transporte y dos bergantines.
Desde el fuerte, los tres cañonazos que retumbaron en la ciudad confirmaban lo inevitable. Esa misma tarde, bajo una lluvia torrencial, los invasores desembarcaron y a la noche, estaban todos en la playa. El bergantín Encounter, a una milla de la costa, protegió la operación. Desde lejos, un grupo de gauchos contemplaban incrédulos la escena y no entendían qué hacía ese grupo de jinetes que se acercó a los invasores y los empezaron a guiar.
Dentro del fuerte, todo era caos. Nadie ordenaba ni organizaba “a hombres ignorantes de toda disciplina y sin subordinación alguna”, como describió el entonces capitán de milicias Manuel Belgrano. Todos estaban pendientes de lo que indicasen los más veteranos y buscaban con la mirada a los oficiales superiores para saber qué debían hacer. “Nosotros no somos para esto”, repetían.
Vecinos, comerciantes y empleados, enrolados en el Batallón de Urbanos de Comercio, cuyo jefe era Jaime Alsina, partieron hacia Barracas. Eran civiles mal armados que no tenían disciplina militar. De los jinetes del regimiento de milicias de caballería que se acuartelaron y que estaban montados en sus propios caballos, se les repartió espada, pistola y cuatro cartuchos por hombre. De los cuarteles del Retiro se trajeron solo 14 carabinas, las únicas que disponían. Cerca de 300 de ellos fueron hacia los Quilmes. A mitad de camino se dieron cuenta que las balas que llevaban eran más grandes que el calibre del cañón que transportaban.
Los 500 milicianos al mando de Miguel de Azcuénaga permanecieron en la ciudad para defenderla. Sin nada que hacer, quedaron en medio de la plaza la tarde y la noche del 25. Cuando la lluvia arreció optaron por refugiarse en la Recova. Por lo menos no se mojarían.
A las tres de la tarde Sobremonte se acercó al puente de Gálvez -situado cerca de donde se levanta el Puente Pueyrredón que llevaba el nombre de su constructor Juan Gutiérrez Galvez- dio la orden de defenderlo y, en última instancia, quemarlo y regresó a la ciudad.
El 26 a la mañana, Beresford formó a sus hombres en una sola línea, con su artillería a retaguardia y a los costados. Iba al frente el veterano regimiento escocés 71, comandado por el teniente coronel Denis Pack y marcharon hacia el Riachuelo.
Mientras tanto, Pedro de Arce, jefe de la defensa de la ciudad, al frente de Blandengues de la ensenada y milicias urbanas, esperó al enemigo sobre unas cuchillas. Los ingleses avanzaban dificultosamente por terreno pantanoso, guiados por hombres del lugar. Los defensores dispararon y ocasionaron algunas bajas a los ingleses. Pero estos se formaron y avanzaron resueltos al ataque. Las tropas de Arce emprendieron la fuga. Arce gritaba: “¡Yo mandé tocar retirada, no desordenada fuga! ¡Qué dirán las mujeres de Buenos Aires…!” Para salvar las apariencias, el jefe que no pudo evitar la desbandada aseguró que los ingleses era “4000 hombres bien disciplinados y aguerridos”.
El virrey, provisto de un catalejo, seguía las alternativas desde la terraza del fuerte sin comprender lo que realmente sucedía. “No hay cuidado, los ingleses saldrán bien escarmentados”, tranquilizó.
En la tarde del 26 los efectivos se reagruparon en Barracas. El castigado puente de madera de Galvez ya estaba medio destruido.
Los británicos tuvieron un encuentro con la caballería criolla, a la que batieron con facilidad, aunque recibieron el fuego de los infantes de milicia al mando de Miguel de Azcuénaga y Eustaquio Giannini y de artillería del teniente coronel Juan Antonio Olondriz. Cuando quedaron sin municiones, se retiraron.
Por la noche los ingleses acamparon a orillas del Riachuelo, sin cruzarlo.
Mientras tanto, a esas horas el virrey se fue con tropas de caballería hacia el interior del territorio. Antes había despachado a Luján los caudales de la Real Hacienda, del Consulado, de Correos y Tabacos y de los de la Real Compañía de Filipinas, además de 9 mil onzas de oro propias. Su familia lo esperaba en la quinta de Liniers.
Si bien había tenido tiempo de organizar la defensa, de cavar trincheras, colocar artillería y distribuir a los soldados y voluntarios en techos y ventanas, prefirió dejar la ciudad, y dejó al mando al brigadier José Ignacio de la Quintana, del Regimiento de Dragones de Buenos Aires.
Muchos protestaron la orden del propio virrey de no resistir. El capitán mercante Prudencio Murguiondo, el alférez Capdevila y otros estallaron contra De la Quintana: “¿Cómo rendirnos si no se sabe ni de qué color es el uniforme del enemigo?” Terminaron rompiendo sus armas en la puerta de la fortaleza.
A la una y media de la tarde del 27 se entregó la ciudad.
Cuando a la cinco de la tarde los británicos comenzaron a ingresar por lo que hoy es la avenida Montes de Oca y luego por Defensa, no tuvieron una mala impresión. “Los balcones de las casas estaban alineados con el bello sexo, que daba la bienvenida con sonrisas y no parecía de ninguna manera disgustado por el cambio”, escribió el oficial británico Alexander Gillespie. En la misma línea, Mariquita Sánchez, al ver a los escoceses del Regimiento 71, dijo que esas tropas eran “las más lindas que se podían ver, el uniforme más poético, botines de cintas punzó cruzadas, una parte de la pierna desnuda, una pollerita corta…”. Sobre los nuestros los describió como “todos rotos, en caballos sucios, mal cuidados, todo lo más miserable y más feo, con unos sombreritos chiquitos encima de un pañuelo atados a la cabeza. Si no se asustan los ingleses de ver esto, no hay esperanza”.
Beresford ni se molestó en leer el borrador de capitulación que le acercaron y se encerró en lo que hasta hacía minutos era la residencia del virrey, dentro del fuerte. Le cupo a Quintana firmar una rendición con las condiciones que impuso el vencedor.
El general inglés buscaba los caudales. A esa hora, Sobremonte se dirigía a todo galope a Córdoba con una pequeña escolta. Algunos a mitad de camino lo abandonaron y regresaron a Buenos Aires. Inútil fue que les prometiese a los soldados doble sueldo para que lo escoltasen hasta su destino. Ya había perdido toda autoridad.
Se comisionó al capitán Arbuthnot y a los tenientes Graham y Murray que con 30 hombres fueran tras los pasos del virrey. Regresaron el 10 de julio con el botín.
Algunos no podían creer que los ingleses hubieran tomado Buenos Aires. “Todos admirarán que en 48 horas hayan podido conquistarse un punto tan interesante: crecerá su sorpresa al oír que los conquistadores no llegaron a 1600: no podrán concebir que tan corto número de tropas haya subyugado fácilmente un pueblo de 60 mil habitantes; y todos anhelarán la verdadera causa de este extraordinario acontecimiento”, escribió Mariano Moreno. El futuro secretario de la Primera Junta recordó que, en su momento, Sobremonte había suspendido el envío desde Madrid de regimientos experimentados al Río de la Plata. En informes que elevada a la corte española aseguraba contar con treinta mil efectivos, bien entrenados y armados.
La noche del 27 los oficiales ingleses cenaron en la fonda de los Tres Reyes la especialidad de la casa, tocino y huevo. El local era de Juan Bonfiglio. Su hija, que era la mesera, no pudo con su genio y encaró a un grupo de criollos que allí comían: “Desearía, caballeros, que nos hubiesen informado más pronto de sus cobardes intenciones de rendir Buenos Aires, pues apostaría mi vida, que de haberlo sabido, las mujeres nos habríamos levantado unánimemente y rechazado los ingleses a pedradas”.
Beresford fue consciente de su posición de debilidad. Encargaba el doble de raciones para el fuerte, para que se creyera que tenía el doble de soldados. Declaró el libre comercio, garantizó la propiedad y el ejercicio de justicia. Habilitó un libro donde los criollos debían jurar fidelidad al rey británico. Muchos iban a firmarlo al anochecer, para no ser vistos. Otros prefirieron dejar la ciudad como Belgrano que cruzó a la Banda Oriental. El Cabildo siguió trabajando.
Comenzaba 46 días de gobernación en una lejana aldea de la América del Sur. Y presentía que las cosas no terminarían bien en esa codiciada colonia española, perdida en el otro lado del Atlántico Sur, donde todo parecía transcurrir como una obra tragicómica como las que se daban en la Casa de las Comedias, donde Sobremonte intentó demostrar que nada pasaba.
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