Rivadavia, el prócer más porteño que no tiene una estatua en la Ciudad de Buenos Aires

El 27 de junio de 1827 se alejó de la presidencia y del país: “Moriré en el destierro”. Del ostracismo a la apoteosis póstuma, obra esencialmente de Mitre, que lo definió como “el más grande hombre civil de los argentinos”

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Bernardino Rivadavia, en un óleo de autor anónimo. Fue pintado en Londres en 1815.
Bernardino Rivadavia, en un óleo de autor anónimo. Fue pintado en Londres en 1815.

Aunque definido por Bartolomé Mitre como “el más grande hombre civil de los argentinos” y erigido por la historiografía liberal, no sin razón, en genio ejecutor del ideario de Mayo, nuestro primer presidente, don Bernardino Rivadavia, no posee en la ciudad de Buenos Aires un monumento convencional. Porque la mole pétrea de su mausoleo, ubicado en la Plaza 11 de Septiembre, no sólo configura una rareza para los estándares del espacio público, sino que aleja el homenaje monumental de los sitios de mayor representación cívica, como serían la Plaza de Mayo o la Plaza de los Dos Congresos. ¿Cómo llegaron hasta allí los restos de Rivadavia, desde la lejanía olvidada de un enterratorio de Cádiz, haciendo escala en la Recoleta?

Para responder a esa pregunta debemos antes enterarnos primero de cómo, cuándo y por qué Rivadavia partió de la Argentina rumbo a sucesivos exilios, para morir en un destierro sin gloria, y regresar rodeado de las honras propias de una apoteosis patriótica.

Monumento a Rivadavia en la Plaza 11 de Septiembre (Miserere)
Monumento a Rivadavia en la Plaza 11 de Septiembre (Miserere)

DEL PODER AL EXILIO

La Constitución de 1826, propiciada por el presidente Bernardino Rivadavia y de sesgo unitario, halló en el coronel Manuel Dorrego a su principal objetor, a la cabeza de la facción federal de Buenos Aires: desde las páginas de El Tribuno, que comenzó a publicarse en octubre de aquel año, Dorrego sostuvo una propaganda opositora que socavó las bases del gobierno.

Se cuenta que, siendo ya gobernador de la provincia, solía exhibir en su despacho un ejemplar encuadernado del periódico, “para mostrar con qué arma había triunfado”, según la expresión de Rojas y Patrón. Una infatuación que bien cara le costaría al levantisco oficial de la Independencia, metido a político.

Rivadavia se alejó de la presidencia el 27 de junio de 1827, convencido de veras, como escribió en su renuncia, de que “dificultades de nuevo género” tornaban ya inútiles sus servicios. Continuó en el cargo, vaciado de poder, hasta el 5 de julio, cuando fue elegido provisionalmente Vicente López y Planes, el autor de la letra del Himno Nacional y ya figura consular en el ambiente capitalino.

Manuel Dorrego fue un gran crítico de la gestión de Rivadavia
Manuel Dorrego fue un gran crítico de la gestión de Rivadavia

Permaneció retirado en Buenos Aires, y aún cuando, disuelta la autoridad nacional, el general Juan Lavalle depuso luego a Dorrego, prefirió no tomar partido en la sangrienta contienda civil que comenzaba a desencadenarse y preparó su paso a Europa, por tercera vez en su vida, aunque en diferentes circunstancias: había llegado a Londres en 1815 en misión diplomática compartida con Manuel Belgrano, pasando a Madrid y a París; vuelto a Buenos Aires en 1820, partió a Europa en 1824. En 1833 lo hallamos en París, sin su familia, y dado, según sus panegiristas, a la tarea de traducción de los “Viajes” de Félix de Azara. Lo cual es bien curioso, porque aquella crónica existía en idioma español. ¿Quizá traducía sus páginas al francés?

Bajo sospecha de conspirar contra la causa americana en favor de una monarquía, con un príncipe europeo a la cabeza, regresó al país en 1834, con intención de asumir su defensa. Pero poco pudo hacer: fue obligado a dejar su patria nuevamente, estableciéndose ahora en la otra orilla del Plata, que ya era un país independiente desde 1825.

Es interesante anotar que no todo el caudillaje desdeñaba ese prestigio: es sabido que Facundo Quiroga (cuya cultura contradice la viñeta barbárica que inventó Sarmiento) le ofreció ayuda y hasta quiso entrevistarlo, tarde ya, cuando su barco, el “Herminie”, había dejado atrás las balizas exteriores del puerto. Fue un 25 de mayo de 1834, exactamente veinticuatro años después de la Revolución de la cual, él, fue protagonista activo y ejecutor de su programa ideológico. “Moriré en el destierro”, había vaticinado ante el puñado de amigos que lo despidieron. Tenía razón.

Establecido, primero en Mercedes y luego en Colonia del Sacramento, se dedicó a tareas rurales en una chacra, que alternaba con pasatiempos literarios (quizá una traducción de alguna obra de Virgilio, porque aunque no había concluido sus estudios de nivel superior, debía poseer suficientes latines escolares), en perfecta correspondencia de ideario neoclásico con el solaz de aquellos dos oficios que los romanos antiguos solían practicar al alejarse de la magistratura: las letras y la labranza.

Fue, además, pionero de la apicultura en el Uruguay, introduciendo dos colmenas de origen francés, de las cuales sólo una de ellas logró prosperar y albergar nuevos enjambres que produjeron miel y cera. Esta última materia fue enviada a Buenos Aires por Rivadavia para fabricar velas destinadas al templo de Colonia, tratándose presumiblemente de la primera vez que ardían en un altar uruguayo los cirios fragantes elaborados con cera rioplatense.

Pero el retiro bucólico y patriarcal no podía durar para siempre y el desterrado fue deportado a la Isla de Ratas, como preludio de un nuevo exilio con escala en Santa Catalina. Partió finalmente a Río de Janeiro donde, en 1841, tras un accidente y una quebradura, falleció su esposa, doña Juana del Pino y Vera Mujica, la hija del virrey Joaquín del Pino, con quien se había casado en 1809. Vivió desde entonces una vida solitaria, reacio a las visitas. Cuenta una conocida anécdota que dos jóvenes porteños y unitarios, de paso por el Janeiro, quisieron visitarlo, y el exiliado respondió al insistente llamador de su puerta diciendo: “-para los argentinos no vive ya don Bernardino Rivadavia…”- Sin embargo, pudo frecuentarlo Florencio Varela (y es versión que su esposa, Justa Cané, jugaba a la baraja con el ex presidente).

Rivadavia se trasladó a Europa nuevamente. Murió en Cadiz el 2 de setiembre de 1845, a la edad de 65 años, viudo y cargado de amargura.

Bartolomé Mitre, panegirista de Rivadavia
Bartolomé Mitre, panegirista de Rivadavia

EL REGRESO PÓSTUMO

Contrariando su categórica voluntad testamentaria (ni Buenos Aires ni Montevideo debían ser morada última de sus huesos), sus restos, alojados en un modesto nicho de un cementerio gaditano, fueron repatriados por iniciativa del gobierno del Estado de Buenos Aires, y llegaron a nuestra capital en agosto de 1857, como parte de una operación simbólica que venía a reafirmar el triunfo del partido unitario, pero que no era fantasiosa en absoluto, porque encontraba arraigo en muchos corazones porteños, quizá más allá de cualquier partidismo, y venía a postular un atisbo de revisionismo de la figura de Rivadavia, quien, “adelantado” a su tiempo para algunos, “alienado” en nuestro medio para otros, encarnó la síntesis política y cultural de un tiempo nuevo y fue el epítome de las ideas de Mayo. No en vano la historiografía en tácito consenso acuñó la etiqueta elocuente de “la época de Rivadavia”.

Junto a la Sociedad de Beneficencia y a tres hijos del extinto, se congregó el pueblo para recibir sus despojos, contenidos en una urna de jacarandá, y hablaron, en diferentes “paradas” del cortejo, Domingo F. Sarmiento, José Mármol, y Bartolomé Mitre, entre otros. Uno de los oradores, Dalmacio Vélez Sársfield, antiguo funcionario federal, lo saludó con un: “¡Salve! Ilustre padre de la República Argentina…” Téngase presente que todavía el general Mitre no había ungido al general José de San Martín con el mismo título tutelar. Días después fue tumulado en el panteón de la Sociedad de Beneficencia -una fundación debida a su iniciativa-, en el Cementerio de la Recoleta.

Esta primera apoteosis se iba a reiterar el 20 de mayo de 1880, al celebrarse el centenario del nacimiento del estadista que, como escribió Mitre, a esa altura ya eclipsaba a Mariano Moreno como prócer civil. También entonces concurrió una multitud y el día fue decretado como feriado nacional, en una época en que (a diferencia del presente) no los había tantos en el calendario. Fue colocada frente a la Catedral, en la Plaza de Mayo, la piedra fundamental de su estatua, nunca erigida. Todavía en 1908, Ramón Melgar reclamaba el monumento en su biografía de Rivadavia que publicó la Biblioteca de Mayo. Decía, con razón, que “la memoria del gran pensador argentino debe ser perpetuada por el bronce”. Pero aquella deuda de homenaje monumental se iba a alargar durante años y nunca sería cumplida por completo, al menos del mismo modo que se le dispensó a otros próceres argentinos.

Domingo Faustino Sarmiento fue uno de los oradores en el acto de repatriación de los restos de Rivadavia
Domingo Faustino Sarmiento fue uno de los oradores en el acto de repatriación de los restos de Rivadavia

EL MONUMENTO AUSENTE

Rosario había erigido una “Columna de la Libertad”, en cuyo pedestal aparecían San Martín, Belgrano, Moreno y Rivadavia. También, luego, en la ciudad de La Plata fue levantado un monumento rivadaviano, en una plaza. Pero la Capital del país seguía en deuda.

La Corporación Municipal porteña había designado una “comisión de homenaje” en julio de 1873, con la manda de recolectar fondos para una estatua de bronce con pedestal de mármol y figuras alegóricas, aunque no se especificaba el sitio de su emplazamiento.

Por su parte, la ley nacional 3515 mandó erigir monumentos a Moreno, Rivadavia y el almirante Guillermo Brown, costeados por suscripción popular y aportes complementarios del gobierno. Para los dos primeros se especificaba que “en alguna de las plazas públicas de la Capital”. Si bien el 20 de mayo de 1889 fueron designadas las comisiones de caballeros y de damas encargadas de la recaudación de fondos, entrado el siglo XX nada se había logrado avanzar.

El biógrafo Ramón Melgar elevaba su reclamo en 1908: “La piedra fundamental del monumento se ha colocado en la Plaza de Mayo para que allí se levante…La grandiosa Buenos Aires debe pagar su deuda al más eminente de sus patricios. Su ingratitud para con él no tiene disculpa. Es hora ya de enmendar ese olvido…Somos deudores todavía de una honra póstuma reclamada por la justicia. El monumento al ilustre estadista americano debe erigirse, y los primeros rayos del sol que iluminen a la Patria en el primer Centenario de la Revolución de Mayo, deben recaer sobre la frente de la estatua…”

Rivadavia no obtuvo su monumento en la Plaza principal de la República y, en canje, ostenta su sepulcro construido con bloques de piedra de Alemania, obra de Rogelio Yrurtia, en la Plaza “11 de Setiembre” (Plaza Once)

Pero brilló la aurora centenaria del “día de Mayo” en 1910 y no hubo monumento.

En 1937, en un discurso ante las damas de la Sociedad de Beneficencia, Vicente Gallo seguía pidiendo que se cumpliera el tributo en la Plaza de Mayo.

Todavía en 1954 la “comisión de homenaje” siguió propiciando el monumento, que consistía no solamente en una estatua, sino, además, en la instalación de un museo y una biblioteca rivadavianos en el local de la Facultad de Ingeniería en la Manzana de las Luces. La Comisión Nacional de Monumentos Históricos, que entonces presidía José Torre Revello, juzgó “irrealizables los proyectos” en cuestión, quizá por razones presupuestarias.

Ciertamente, don Bernardino Rivadavia no obtuvo su monumento en la Plaza principal de la República y, en canje, ostenta su sepulcro construido con bloques de piedra de Alemania, obra de Rogelio Yrurtia, en la Plaza “11 de Setiembre”, cuyo nombre lo abreviamos erróneamente en el lenguaje cotidiano como “Plaza Once”. En aquel solar llamado antiguamente de “Miserere”, escenario de combates durante las invasiones inglesas, luego convertido en playa de maniobras de carretas que traían frutos del país, transformado en paseo hacia 1882 y asiento, más tarde, de la Exposición Continental, y que bordea hacia el sur la avenida Rivadavia, se guarda, desde 1932, el severo sarcófago con las cenizas egregias. Un caso excepcional y algo mórbido de ubicación de una tumba en una plaza.

Una Plaza de nombre porteñista y unitario que no contradice el centralismo del programa rivadaviano de gobierno

¿Alude el nombre a aquel 11 de setiembre de 1852, cuando Buenos Aires repudió el gobierno del general Urquiza y se constituyó como estado independiente del resto de las provincias confederadas? Así se dijo al bautizarla, en tiempos de Pastor Obligado. En cualquier caso, una alusión así de porteñista y unitaria no contradice el centralismo del programa rivadaviano de gobierno.

Porque la topografía del homenaje monumental planeada por nuestras dirigencias liberales tiene sus claves de lectura, y la jerarquía de los “lugares de la memoria” que se asignan a tal o cual figura de nuestra historia, nunca es casual ni mucho menos inocente.

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