¿Cómo llamarlos? Telo, mueble, hotel alojamiento, albergues transitorios, amoblada. Con los años, la denominación fue cambiando pero su función, no: acoger a personas para que pudieran tener sexo por unas horas. Sin embargo, en los sesenta, hubo un comisario que se convirtió en su peor amenaza
El hotel alojamiento es un tipo de establecimiento que cambió mucho con el correr de los años. Al principio, alcanzaba con que tuvieran un catre y una pileta. Después, llegó el tiempo de los espejos en el techo, de las habitaciones que recreaban viajes espaciales o una atmósfera (dudosamente) egipcia. También hubo una época en que se impusieron los inverosímiles colchones de agua. Hasta llegar a la actualidad, con lugares que brindan más comodidades y elegancia que luces rojas y las columnas insólitas.
Los telos deben cumplir, desde hace años, cuatro condiciones: comodidad, limpieza, seguridad y discreción. Esta última característica era la única que ofrecieron durante décadas, antes de la era del confort y la pretendida sofisticación kitsch. Pero, a principios de los años sesenta, un comisario de la Policía Federal no permitió ni eso. Luis Margaride se hizo conocido velozmente. El método fue sencillo. Intrusar los albergues transitorios. Hacer redadas, golpear las puertas de los cuartos con violencia, ingresar mientras la pareja estaba desnuda, obligarles a cubrirse delante suyo y llevárselos detenidos. La acusación, básicamente, consistía en mantener relaciones sexuales sin estar casados.
Pensemos en los posibles usuarios en esos tiempos: personas casadas que mantenían una relación extramatrimonial, parejas de novios que todavía vivían con sus padres, compañeros de oficina que aprovechaban el almuerzo o unas supuestas horas extras, prostitutas y clientes, y algunos matrimonios con casas llenas de hijos que allí podían ser más libres y ruidosos. El comisario buscaba, en especial, a los primeros de la enumeración.
Margaride estaba a cargo de la sección de Seguridad Personal de la Policía Federal. Pero a su división todos la pasaron a conocer como «la brigada Margaride». Eran los encargados de mantener, según sus propios dichos, la moralidad y las buenas costumbres.
Margaride disfrutaba deteniendo a parejas semidesnudas. Se regodeaba en la vergüenza que les hacía sentir. Se convirtió en el terror de los telos. Pero todavía le faltaba un paso. La parte más canallesca. El llamado telefónico. No nos referimos al que, por ley, todos los detenidos tienen derecho a realizar. Al llegar a Moreno 1550, al Departamento Central de Policía, además de hacer los trámites necesarios y de consultar si las personas tenían prontuario, el primero que levantaba el tubo era Margaride. Llamaba a la casa de sus presas. Informaba a los cónyuges que el otro miembro de la pareja había sido encontrado en un albergue transitorio. Disfrutaba de romper matrimonios. Se sentía el vengador de la fidelidad. Y, si los demorados eran solteros, llamaba a sus padres, con especial fruición si se trataba de mujeres jóvenes. Estas rondas de llamados no conocían excepciones.
La otra actividad favorita de Margaride era ingresar a salones nocturnos y hacer razias indiscriminadas. Se centraba, una vez más, en las mujeres. Polleras cortas, poses “sugestivas”. Dicen que alguna vez subió al celular a una mujer de casi treinta años por cruzarse de piernas de una manera que a él le pareció sensual. El imperio de Margaride duró casi un año. Hizo más de setecientos allanamientos en hoteles alojamientos (la denominación de albergues transitorios llegó a fines de los setenta con Cacciatore, el intendente de la Buenos Aires del Proceso).
Por supuesto, nunca contó con orden judicial alguna. Se valía de dos argumentos. Por un lado, blandía antiguos edictos policiales que le permitían controlar el funcionamiento de ciertos establecimientos y, hurgando en la letra chica, siempre conseguía encontrar un motivo para ingresar. La otra excusa —porque argumentos jurídicos no tenía— era determinar la identidad de los que encontraba manteniendo relaciones sexuales. La laxa figura de la «averiguación de antecedentes» que permitía cualquier tipo de excesos.
El comisario exigía que, en los boliches y salones, las parejas bailaran todos los ritmos tomados como en el tango. Es decir, todo el contacto físico que admitía era una mano en la cintura o en la espalda y la otra tomando una mano de la ocasional pareja. En esas razias por los locales, Margaride se preocupaba mucho por conocer el vínculo que unía a hombres y a mujeres. Necesitaba definiciones: saber si se trataba de novios, esposos, amigos o amantes (categoría que nadie se animaba a confesar delante del policía).
Convertido en un personaje público, y disfrutando de ese estatus y de la leyenda que lo antecedía, daba entrevistas casi semanalmente. Tenía un doble discurso, una justificación paradójica de su accionar, para intentar encuadrarlo dentro de la ley. Cuando lo interrogaban acerca de por qué actuaba sin órdenes judiciales, decía que se trataba de “infracciones que no lesionan gravemente a la sociedad, por eso no es necesaria orden de un juez competente”. De esa manera, le bajaba el precio a los actos que perseguía, para eludir la actuación de los jueces. Por otra parte, en la misma respuesta, sostenía que él intervenía en acciones que no eran constitutivas de delito, pero que sí afectaban la moral y el orden público. Margaride se autoproclamaba el guardián de la moral. En una entrevista de abril de 1961, antes de cerrar la nota, el periodista le preguntó al comisario cuándo termi- narían esos allanamientos y detenciones en los hoteles aloja- miento. Olímpico, Margaride respondió: «Nunca».
Las incursiones de Margaride provocaron un doble efecto. Por un lado, aumentaron el interés por los albergues transitorios, en especial para aquellos que no concurrían habitualmente. Los establecimientos se convirtieron en un tema en la sociedad de la época. Se metieron en la conversación pública, en parte del color de ese tiempo. Tanto es así que, en 1962, se estrenó una de las películas más taquilleras de la historia del cine argentino, La cigarra no es un bicho, una comedia picaresca que tenía lugar en un hotel alojamiento. Inició un género en nuestra cinematografía: las películas de telo (una pequeña genealogía: Hotel alojamiento, La gran ruta, Crimen en el hotel alojamiento, Abierto día y noche y, un clásico, El telo y la tele). En La cigarra no es un bicho, un émulo de Margaride irrumpe y molesta a las parejas.
Por el otro, la acción del comisario logró meter miedo. Fue muy eficaz. Porque además de las noticias en los diarios (en especial, en los vespertinos), mucha gente había presenciado alguno de esos allanamientos. Las calles se paralizaban. Patrulleros, celulares para trasladar a los detenidos, muchos policías. Un gran despliegue para que la intervención no pasara desapercibida. “El tiempo demostró que no eran seguros refugios, cuando las fuerzas encargadas de mantener el orden se ocuparon de moralizar la ciudad”, escribió Tulio Carella.
El destino porteño de esos amantes que se quedaron sin habitaciones fue Villa Cariño, la zona de Palermo en la que, cobijados por los árboles y la oscuridad, se podía tener intimidad dentro de un auto. Margaride también se ocupó de perseguir a los que iban allí. Frenadas, luces potentes, golpes en las ventanillas. Y el mismo final pero con otra acusación: indecencia en la vía pública. Pensando en Margaride, Juan José Sebreli escribió en Buenos Aires, vida cotidiana y alienación: “La represión hace de cada porteño un obseso sexual”. Si esto sucedía con las parejas heterosexuales que él suponía que no estaban casadas, no hay que hacer ningún esfuerzo por imaginar la manera en que perseguía a los homosexuales. Su accionar fue tenaz e impune. Allanaba teteras (y luego dejaba alguien de guardia permanente para que los espacios no volvieran a ser utilizados), acosaba a personajes públicos que sospechaba que eran gays y era impiadoso con los hombres que encontraba en situaciones que no tuvieran una explicación inmediata e inocente. Los fines de semana, con sus hombres, ingresaba en casas particulares en las que se realizaban fiestas privadas y se llevaba a todos detenidos porque las consideraba “de dudosa moralidad”.
Pero ese no fue el único momento de notoriedad pública de Luis Margaride. Siguió estando durante la siguiente década y media en lugares de decisión dentro de la Policía Federal. Aunque su figura adquiría mayor relevancia cuanto más autoritario fuera el Gobierno de turno, ya fuera de facto o democrático. Con Onganía salió otra vez a moralizar. A controlar la distancia entre el ruedo de las polleras y las rodillas, a perseguir homosexuales, y adquirió un nuevo oficio: peluquero. A los jóvenes que tenían el pelo más largo de lo que a él le gustaba, corte. Volvió a tener relevancia en los Gobiernos peronistas de los setenta. Fue segundo del comisario Alberto Villar hasta que este fue asesinado por Montoneros, y entonces se quedó a cargo. En esos días, funcionaba la Triple A, la criminal fuerza parapolicial liderada por José López Rega, con personal militar, oficiales policiales y agentes de inteligencia involucrados.
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