Fue oceanógrafo, explorador, un divulgador excepcional, inventor, un huraño, cineasta, conservacionista, una celebridad. Jacques Cousteau, que murió 25 años atrás, fue quien hizo que varias generaciones conociéramos sobre los océanos, la vida submarina y la importancia de su preservación.
La piel pegada a los pómulos, surcada por el sol, agrietada por la sal. Una sonrisa contundente, la nariz como un gancho, y siempre un gorro rojo. El cuerpo flaco y fibroso, algo atemporal, dispuesto a arrojarse al agua, a sumergirse una vez más.
Fue el conquistador de la vida submarina. En Jacques Cousteau había curiosidad, determinación, esfuerzo, esperanza y pasión. Mucha pasión. Una pulsión lo llevaba hacia al agua. Pero esa pulsión, casi con la misma intensidad, se replicaba en su necesidad de transmitir ese entusiasmo, de conseguir contagiar al resto. Pero lo de él no es fe, no es una cuestión de creer y nada más: necesita ver, transitar esos lugares que parecían inaccesibles y compartirlos con el resto de la humanidad.
En una filmación de fines de los años setenta se lo ve en un diálogo público con chicos de no más de ocho años, sus nuevos espectadores, los que lo habían conocido por la TV: para ellos era el viejo del sombrero rojo. Uno de esos nenes le pregunta: “¿Cómo es allá abajo?”. Él responde sin dudar: “Fantástico”. Y ríe con ganas, con satisfacción. Y luego agrega: “Estoy fascinado por el agua. Esa inmensidad siempre me fascinó”.
Un accidente lo llevó hacia el agua. Su destino era ser aviador de guerra. Pero a mediados de los años treinta un auto volcado en una ruta polvorienta terminó con sus sueños. Tuvo más de 12 fracturas. Los médicos pensaron que su brazo quedaría inutilizado. Le propusieron que intentara nadar para rehabilitarlo. Así lo hizo. Visitó el mar cada día. Un amigo le prestó una escafandra y descubrió, maravillado, los colores de la vida submarina por primera vez. Formó un grupo junto a Phillippe Tailliez (está considerado uno de los primeros ecologistas) y a Maurice Fargues. Comienzan a bucear utilizando snorkel. Y a hacer pesca submarina, una especie de caza debajo del agua, que casi nadie más practicaba.
Luego de la Segunda Guerra, Cousteau y sus amigos son contratados por el gobierno francés para que exploraran el fondo de las aguas de Toulon para que rescataran naves caídas en combate, cuerpos y otros pertrechos. Se convierten en un escuadrón oficial de buzos. Para ese entonces Jacques ya había desarrollado una de sus grandes invenciones. El Aqualung, el equipo de tanques de oxígeno autónomos que le permitían que las inmersiones fueran mucho más largas y profundas. Esa invención cambió el buceo moderno. Y la vida de nuestro protagonista.
Jacques no es el único personaje protagónico de esta historia. Hay otro, gigantesco y legendario. El Calypso, el barco que lo acompañó en cada expedición, su compañero de aventuras y descubrimientos, el que convirtió en un estudio de filmación flotante y en un enorme laboratorio. Era un dragaminas norteamericano botado en 1942. Después hizo un par de años de ferry en Malta hasta que un millonario inglés, el parlamentario Thomas Guinness lo compró y se lo donó al francés. Pero el británico puso dos condiciones que de violarse alguna de ellas, Cousteau perdería la propiedad del buque. Nunca debía revelar quién había sido el verdadero comprador (se supo recién después de la muerte de ambos). Y, principalmente, nunca le pediría dinero para mantenerlo; debía conseguir los fondos por otro lado.
El Calypso muy pronto se transformó en una embarcación de avanzada con la tecnología más sofisticada de su época, con constantes incorporaciones de equipos y maquinarias para optimizar las expediciones, investigaciones y sus registros fílmicos. Sin Calypso no hubiera habido Comandante Cousteau.
La primera expedición fue en el Mar Rojo y sus arrecifes. Luego siguió explorando otros mares y siendo contratado en trabajos menores. Hasta que en 1954 le ofrecieron un contrato para buscar petróleo. Cousteau y su equipo fueron los que descubrieron el oro negro en Abu Dhabi. Eso le permitió por primera vez no depender más de las donaciones y aprovisionar el Calypso con la tecnología más avanzada, desarrollar sus invenciones y tener una tripulación más numerosa, aunque no menos extraña y difícil de manejar: los hombres de mar no son sencillos.
Sus detractores, que los tuvo y los tiene, le reprochan haber sido colaboracionista de los nazis durante la ocupación de Francia. No parece haber pruebas al respecto. El que sí lo fue y se benefició con los lazos con los invasores fue su hermano mayor.
También le endilgan que en sus primeras aventuras y expediciones, ni él ni sus hombres cuidaban las especies, que cazaban sin piedad y que se servían de los recursos marítimos en provecho propio. Cousteau reconoció que esto fue así. Explicó que ni él ni nadie tenía conciencia de que los recursos podían acabarse, que la naturaleza no era infinita. No existía el concepto del daño ambiental. Pero que muy pronto se dio cuenta de que eso que tanto amaba se deterioraba ante sus ojos. Descubrió que el mar era vulnerable. A principios de la década del sesenta se enfrentó a de Gaulle para que los desechos nucleares no fueran tirados en lo océanos y su campaña fue fructífera. A partir de ese momento fue uno de los primeros, más entusiastas y, por supuesto, más escuchados conservacionistas.
Las otras críticas que se le hacen están centradas en su vida personal. Tuvo dos hijos extramatrimoniales con quien sería su segunda esposa (se casó apenas enviudó de Simone a principios de los 90). Cousteau en sus entrevistas reconocía que había sido mal esposo y mal padre. Siempre había privilegiada el llamado del mar, nunca había podido desoírlo.
Con Simone se había casado en 1937 y tuvieron dos hijos. Ella era nieta de dos almirantes y todos los hombres de su familia habían sido marineros. Cuando lo conoció dijo: “Era feo, pero tenía olor a mar”. Ella quería vivir en el agua. Se reconocieron como almas gemelas. Simone lo apoyó y soportó sus ausencias. Pero siempre vivó en el mar. Dicen que hicieron un trato, que ella antes de la boda propuso: “Yo te doy dos hijos. Y vos me das el mar”. Acompañaba cada expedición convirtiéndose en la única mujer de la tripulación. Su voz era escuchada.
Philippe, uno de los hijos de la pareja, fue el que siguió el camino del padre. Era navegante, estaba siempre a bordo del Calypso, participaba de las filmaciones, corría los límites de lo posible en cada incursión con su juventud y osadía. En 1979 murió en Portugal a causa de un accidente con un hidroavión. Ni Cousteau ni sus empresas volvieron a ser las mismas. Convocó a Jean Michel, su otro hijo para que tomara el lugar del hermano. La relación se quebró una década después. Terminó con juicios cruzados y con la prohibición de que Jean Michel usara en sus emprendimientos la marca (enorme) Cousteau.
Los que hoy son mayores de 45 años no tuvieron el acceso a la tecnología de los jóvenes de hoy. Pero no se pueden quejar. Disfrutaron, en la cumbre de sus habilidades, de algunos divulgadores colosales. Hombres de ciencia o de acción, según el caso, que narraban de manera hipnótica y con una facilidad natural para explicar sus ámbitos de conocimiento sin banalizarlos ni forzar analogías ridículas con el presente. Carl Sagan y Cosmos, Kenneth Clark y Civilización y Jacques Cousteau y El Mundo Submarino (en Argentina no hay que olvidar a La Aventura del Hombre) fueron programas de televisión con un respeto único por el televidente, que resisten el paso del tiempo, inmortales. Que llevaron hasta la estatura del arte ese género tan digno y tan difícil que es la divulgación. Mientras uno habla del espacio exterior, otro de arte y el tercero de los mares y océanos, lo que los une es la pasión por lo que hacen, la solidez conceptual y el tono didáctico equilibrado y atractivo. Amaban tanto lo que hacían, su materia, que no permitían reducirla a un par de conceptos básicos pero alejados de la verdad de su ciencia.
Cousteau necesitaba mostrar el mar, la vida debajo de él, ese mundo desconocido. Quería que la gente conociera lo que él amaba.
Jacques Cousteau no sólo exploró y estudió la vida submarina. Desde muy joven registró cada una de sus incursiones. Al principio con unas cámaras precarias, las que existían. Pero él sabía que debía dejar registro. Grababa lo que ocurría en cubierta (hay imágenes estremecedoras de la muerte de uno de sus primeros compañeros de aventuras cuando intentó batir el récord de profundidad de inmersión y lo sacaron sin vida del agua y de las maniobras desesperadas de resucitación) y también sus incursiones en el agua. Pero las limitaciones técnicas acotaban esta vocación de que todo quedara filmado. Decidió, una vez más, crear lo que necesitaba. Así, diseñó una caja que permitía que la cámara ganara en profundidad sin dañarse. Luego experimentó con modelos más sofisticados, nuevos lentes y diversos tipos de películas hasta dar con la que mejor captara los colores de la vida del mar.
Jacques Cousteau exploraba todo y filmaba todo. La cámara la usaba como diario personal, como una libreta de apuntes en colores y en movimiento.
En 1958 junto a un joven Louis Malle filmó The Silent World, una especie de adaptación de su primer libro que ya se había vuelto un best seller. La película tuvo un recorrido triunfal. Fue el único documental durante décadas en ostentar la Palma de Oro de Cannes y también obtuvo un Oscar. Fue también un enorme éxito de público. No era para menos. Mostraba algo que nunca había sido visto antes y de una belleza estremecedora. Tal vez su fan más célebre haya sido Pablo Picasso, que la vio en su estreno de Cannes. Quedó deslumbrado porque, dijo, por primera vez veía los colores del mar. Cuando el pintor se encontró con Cousteau le expresó su admiración. En agradecimiento el oceanógrafo le regaló una pieza de coral negro que si uno la pulía adquiría un brillo especial. Años después de su muerte, una hija de Picasso le contó a Cousteau que el padre murió con esa pieza en su mano (lo que contradice a Picasso´s Last Words, la canción de otro genio, Paul McCartney).
Él siguió filmando cada una de sus expediciones. Hasta que en 1968 un productor creyó que era una buena idea hacer un programa de televisión. Cousteau le dijo que sería imposible realizar 12 o 13 programas anuales. Demasiado caro y necesitaban duplicar la tripulación. El productor acudió a las cadenas norteamericanas. En las dos primeras lo rechazaron pero en la tercera, en ABC apostaron por el proyecto. El Mundo Submarino de Jacques Costeau fue un impacto. Estuvo en el aire por casi una década e influyó en millones de espectadores alrededor del mundo. Un programa revolucionario que mostraba cómo vivían los tiburones (antes de Spielberg), los pulpos o cómo migraban algunas especies. Y todo eso con unos colores que hasta ese momento uno sólo podía imaginar en una producción de Disney y no en la naturaleza. Cousteau se enojaba cuando ponían a sus producciones dentro de la categoría de documentales. Él definía a sus producciones audiovisuales como “películas reales de acción”.
Jacques Cousteau murió el 25 de junio de 1997. Tenía 87 años. Su legado fueron decenas de libros, cientos de horas de filmaciones, sus invenciones y principalmente el descubrimiento de la fascinante vida submarina, que él logró mostrar antes y mejor que el resto.
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