En el combate final, cuando ya la infantería argentina había retrocedido, un solo cañón Oto Melara de 105 milímetros, del Grupo de Artillería Aerotransportada 4 de Córdoba, quedó en primera línea frente al infernal bombardeo inglés, ya que todos los demás obuses de esa unidad habían quedado inutilizados. A pesar de que sólo hacen falta seis hombres para servir a un cañón, alrededor de este último obús se agruparon veintidós artilleros, al mando del subteniente Juan Gabino Suárez, dispuestos a no rendir la última pieza.
La posición de Gabino, ubicada en Sapper Hill, al oeste de Puerto Argentino, estaba siendo cañoneada permanentemente, sus refugios volaban en pedazos y ardían.
Sin embargo los artilleros argentinos no cesaban de contestar. No importaba si el proyectil enemigo caía a escasos metros, nadie pensaba en su seguridad personal.
Los soldados Juan Carlos Ortiz y Julio Malanfant hacían fuego con puntería directa, mientras que el conscripto Armando Maidana seguía graduando la espoleta y cargando el obús. Otro conscripto, Walter Moyano, no paraba de alentar al jefe de la pieza: “Tirá, Mulita, tirá, la p... que los parió, que los estamos c... a bombazos!” Más de una vez los impactos dieron en el escudo del cañón, tras el cual se guarecían Ortiz y Malanfant. El subteniente Gabino Suárez, en cambio, no se protegió en ningún momento. Parado desafiante a un costado y delante de la última pieza, no se cubría, pese a los ruegos en tal sentido de sus soldados.
–¡Tiren, carajo, tiren! –rugía Gabino–. ¡Tiren, que estos no pasan, tiren!
–¡Resistiremos, mi subteniente! –le contesta el conscripto Walter Rubíes.
En dos o tres oportunidades llegó un camión volcador y arrojó decenas de cajones de municiones cerca de la batería, sin cuidado alguno, como si fuera arena.
En la madrugada del 14 de junio los artilleros ven una figura con dos cilindros corriendo hacia ellos, sólo iluminada por las explosiones alrededor suyo. Era el suboficial Rubén Quiroga, trayendo el mate cocido con leche, caliente y dulce, que empezaron a tomar entre ráfaga y ráfaga.
A medida que se iban quedando fuera de servicio los cañones argentinos, los hombres de la pieza inutilizada pasaban a alguna que estuviese en funcionamiento. Casi llegado el amanecer, hubo una suerte de alto el fuego y los soldados Rubíes, Moyano, Viglione y Maidana se metieron en el refugio, que estaba prendiéndose fuego, pero igual se acostaron al estilo de los nobles romanos alrededor de un cajón de pasas de uvas y las comían, tranquilísimos.
De pronto, entra un capitán llorando y les dice que deben retroceder. Lo sacan vendiendo almanaques y salen del refugio. Ya había un grupo alrededor de lo que sería la gloriosa última pieza. El Negro Moyano le dice a Rubíes “Walter, andate, me quedo yo”. “No, Negro –le responde– si vivimos la guerra juntos, vamos a morir juntos”. El Negro lo agarra de un hombro: “Entonces vamos, Walter, a morir. Lástima… ¡Qué lindo hubiese sido ganar y desfilar por mi barrio!”. Ahí nomás Gabino le asignó una función a cada uno y ordenó que tiraran con todo lo que tenían.
Veían a los ingleses a unos setecientos metros de distancia y avanzando dificultosamente. El soldado Maidana iba ajustando las espoletas para setecientos, seiscientos cincuenta, seiscientos metros y así sucesivamente. Cada proyectil tenía escrita la distancia de tiro. Apuntaban prácticamente “a ojo”. El enemigo tardó bastante en llegar hasta los cuatrocientos metros, donde debió detener su avance.
Aparece un teniente con una radio y se la pasa a Gabino. Desde el otro lado de la conexión un oficial le ruega: “Negro, rompé el cañón, porque de lo contrario no podemos replegarnos y nos van a matar a todos”. Pero el subteniente simula no haberlo oído, y le dice a quien trajo la radio, que va a aguantar hasta el final.
El cabo primero Carlos Dáttoli había cubierto el escudo del obús con la bandera argentina y desafiaba a los ingleses gritándoles todos los improperios imaginables. Los soldados argentinos se enardecían ante esta actitud y recobraban fuerzas.
“Nos juramentamos que antes de que los ingleses se llevaran esa bandera, tenían que matarnos a todos –me relató Rubíes–. Y no se la llevaron. Se la llevó Dattoli escondida al continente. Esa bandera, cuando estábamos en las últimas y el obús largaba aceite por atrás, se cayó encima del bloque de cierre del cañón, como bendiciéndolo y dándole las gracias por lo que había hecho por ella. Y se manchó, en parte con aceite y en parte con turba malvinera. Hoy, esas manchas siguen embelleciendo nuestro manto sagrado, nuestra bandera”.
Al final, ya todos se turnaban para hacer fuego. Hasta el cabo cocinero Quiroga, quien acarreó munición, cargó el obús y disparó.
En medio de la lluvia de plomo, el soldado Félix Zapata prepara un café con leche para todos dentro de su casco: “Es mejor morir con el estómago caliente”, sonreía.
Se produce una pausa en el fuego y Gabino advierte que ya no quedaba nada, ni refugio, ni otros cañones disparando. Sólo podía ver a sus veintidós hombres y más allá, al enemigo.
Reanudaron el fuego los ingleses, con cañones, morteros, cohetes y fusiles; centenares de luces se acercaban a la posición.
Los hombres de Gabino cargaron el obús para disparar el último proyectil que les quedaba, pero este se atascó. El cabo primero Dattoli toma el baquetón y trata de destrabar el obús, pero no lo consigue. Entonces el cabo cocinero Quiroga comienza a pegarle al proyectil con todas sus fuerzas. Gabino le advierte: “Es peligroso, puede estallar”. Y Quiroga responde: “Total, ya estamos muertos”. Y continúa aporreando.
Sólo ahí, cuando la pieza quedó inservible, los artilleros comenzaron a replegarse. Sorteando explosiones, recorrieron los doscientos metros más largos de sus vidas.
Pero al llegar al lugar de reunión, faltaba un conscripto. El cabo primero Dattoli exclama: “Es mío”. Da media vuelta y regresa al mismísimo infierno, se lo ve corriendo entre los escombros, los estallidos y los disparos buscando a su soldado. También se escuchan las ráfagas del Grupo de Artillería 3, que sigue combatiendo. Pero mientras Dattoli lo busca bajo el fuego enemigo, el conscripto aparece por el lado sur, sano y salvo.
De pronto se hace un silencio total y pasa un jeep con una bandera blanca. El combate ha finalizado. En el campo del honor quedan los soldados Pizarro, Vallejos y Romero.
A cuarenta años del hecho, el conscripto Rubíes no puede evocarlo sin emocionarse profundamente: “El último tiro quedó en el obús, nuestra noble última pieza calló para siempre. Habíamos mirado por todos lados y no quedaba ni un proyectil de 105. Eso significaba muchísimo. Significaba que no nos rendimos, sino que agotamos las municiones. Nos replegamos hasta la casa verde, los ingleses nos tiraron con todo lo que tenían, la retirada fue tremenda. ¡Todavía fantaseábamos con que en algún momento aparecerían tropas para el contraataque! Lo que apareció en cambio fue una bandera blanca. Todo había terminado. Encontramos al resto de nuestros camaradas, nos miraban como a locos, todos embarrados, lastimados, llorando. ¡Y cómo llorábamos! Como llora el alma en silencio y sin lágrimas”.
El soldado Rubíes es la personificación más acabada del mentís a esa figura estereotipada conocida como “el chico de la guerra”, tan sólo digno de lástima: “Yo soy clase 63 y sin embargo todo los de mi unidad éramos soldados hechos y derechos. Mi instrucción era la siguiente. Curso de paracaidismo militar, completo y aprobado, con calificaciones altas. Curso de artillería, completo y aprobado con las mismas calificaciones. Curso de infantería básico completo, aprobado. Dentro del curso de infantería llegamos a desarmar y armar el fusil con los ojos vendados, entre otras cosas. Con esta instrucción fuimos los ‘pibes’ de la clase 63 a Malvinas. Pudo haber excepciones, claro. Pero nosotros nos fuimos de la posición sólo porque ya no teníamos municiones, por eso dejamos de reventarlos a tiros a los ingleses. Además en mi unidad fuimos todos como voluntarios. Igual como yo iría hoy de nuevo, ¡por mi patria!”.
“El pueblo argentino debe despertar”, me dice Gabino, enfáticamente. “Y debe llamar las cosas por su nombre. Estos soldados son héroes, me consta. Yo los vi pelear y los vi morir. Estos son los mejores hijos de la Nación, fueron muy bravos y no hemos sabido reconocerlo”.
En sus soldados, el sentimiento es recíproco. “El subteniente Juan Gabino Suárez es para mi un padre, que nos guió hasta el último momento del combate, cuando no quedaba ningún oficial de alto rango, todos se habían replegado –me comenta el “Mulita” Ortiz–. Se paraba a la par del obús, y cuando le pedíamos que se corra y tome cubierta, no nos hacía caso. Respondía: ‘Vamos, carajo, que los tenemos’, como una forma de despreciar el peligro y honrar el combate. Le agradezco que hiciera de mí un soldado, instruyéndonos militar y mentalmente para pelear. Él me enseño los valores de la vida, tanto en la paz como en la guerra. No fue un militar del montón, creo que el general San Martín está orgulloso de él”.
Cuando después de la guerra el conscripto Rubíes fue licenciado, el cabo primero Dattoli le escribió en su boina: “Hermano de guerra, mi sangre es la tuya”. Esa hermandad subsiste en el grupo de artilleros de “la última pieza” al día de hoy.
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