La leyenda la echó a rodar un tal Güemes Campero, prisionero del general José María Paz y éste decidió incluirlas en sus memorias. Un cuento con mucho de superstición que tuvo su punto culminante el 23 de junio de 1829 cuando la batalla de La Tablada el general riojano Juan Facundo Quiroga fue derrotado por Paz y su derrota no sería su única desgracia
En un llano actualmente ocupado por un parque dentro del barrio Cerro Las Rosas, en el noroeste de la ciudad de Córdoba, se libró este combate entre las fuerzas del unitario José María Paz y el federal Facundo Quiroga.
Fue una dura batalla en la que Quiroga, al frente de cinco mil hombres, prefirió no usar la infantería y la artillería, a la que dejó en la ciudad de Córdoba, de la que se había apoderado luego de haber pactado con sus defensores.
La lucha comenzó el 22 y luego de encarnizados enfrentamientos, al anochecer las fuerzas federales aparecieron como las derrotadas. Pero al amanecer del día siguiente, el propio Quiroga sorprendió a Paz con un furioso ataque, pero finalmente debió abandonar el campo de batalla. “Me he batido con tropas más aguerridas, más disciplinadas, más instruidas, pero más valientes, jamás”, diría Paz.
Quiroga dejó el lugar a las apuradas con caballos frescos y no con su fiel Moro quien, fatigado por casi dos días sin descansar, quedaría en poder del enemigo. El propio Campero, entre las risas y burlas de los que escuchaban su relato, aseguró que el animal estaba tan contrariado que no quiso ser montado por Quiroga ni por ningún otro.
El líder riojano, fuera de sí por la derrota, llegó a su provincia mientras los unitarios festejaban su derrota y en represalia hizo fusilar a una decena de ellos.
Según las referencias del propio Campero, el general Quiroga tenía una especial relación con su caballo, a quien atribuía poderes especiales, al que Paz lo describe como “adivino y confidente”.
Quiroga, una persona por demás supersticiosa, consultaba al animal antes del inicio de un combate, atento a los movimientos que realizaba el animal, ante las miradas respetuosas y en silencio de su tropa, que seguía a su jefe a muerte.
Antes del combate de La Tablada, con la tropa ya formada, se lo vio a Quiroga con el animal. Este se agitaba, movía su cabeza, dando a entender que no era oportuno librar el combate.
Aun así el riojano, confiado de la victoria, se lanzó a la lucha y terminó derrotado. Su caballo quedó en el campo de batalla y fue tomado por el general Gregorio Aráoz de La Madrid.
Quiroga inició un larguísimo peregrinar por recuperarlo.
El Moro fue a parar a manos del líder santafesino Estanislao López, que lo usó un tiempo y luego lo llevó a su provincia. Quiroga se enteró estando en Catamarca camino a Tucumán. Estalló en ira y hasta pensó en abandonar la lucha. Sin embargo, derrotó a los unitarios al mando de La Madrid en La Ciudadela el 4 de noviembre de 1831 y luego escribió a Juan Manuel de Rosas anunciándole que dejaba la lucha, que uno de los motivos era el bendito corcel, y que no podía creer que López le hubiese cometido semejante desplante.
Rosas no lo podía creer. Le escribió a López y le sugirió hallar una solución que dejase conformes a todos. López se hizo el desentendido, que caballos como el que le reclamaban eran muy comunes y tenía varios, y que nunca supo que el animal que se le reclamaba era el de Quiroga. “Dobles se compran a cuatro pesos donde quiera”, escribió. Y le informó que había sido mandado a una isla, “junto con otros mancarrones”, porque era un animal “infame en todas sus partes”. Sin embargo, dijo no tener inconvenientes en devolvérselo al riojano, que por supuesto le escribiría, pero nunca lo haría.
El Moro será uno de los motivos de la profunda enemistad entre Quiroga y López, de la que Rosas sacaría provecho según la circunstancia.
En plena campaña al desierto, Rosas trató de consolarlo, ya que en distintas misivas, volvía una y otra vez a la cuestión del caballo. Rosas se lamentó de la pérdida de su colorado pampa. “Usted ha hecho con su caballo obscuro lo que hice yo con mi colorado pampa después de la guerra de la restauración. Quizá caiga el mejor caballo de algún cacique afamado, y podamos mandárselo junto con el mismo obscuro victorioso”, intentó consolarlo. Como respuesta, Quiroga le regaló un caballo en prueba de su amistad.
Pero Quiroga insistía con lo mismo. El Restaurador le pidió a su primo Tomás de Anchorena que lo ayudase a entrar en razones al caudillo, que no renunciase al mando del ejército y que le ofreciese el mejor caballo que pudiera conseguirle. El riojano le contestó, en carta de enero de 1832 que seguramente para él lo del caballo debía ser pequeño y hasta ridículo. “Estoy seguro que se pasarán muchos siglos de años para que salga en la República otro igual, y también le protesto a V. de buena fe que no soy capaz de recibir en cambio de ese caballo el valor que contiene la República Argentina, es que me hallo disgustado aun más allá de lo posible”.
Ya había pasado dos años y medio de la pérdida de su caballo.
A fines de 1834 en Buenos Aires se enteraron de que había estallado la guerra entre los gobernadores de Salta Pablo Latorre y el de Tucumán Alejandro Heredia, ambas federales. Quiroga fue encomendado a ir a mediar antes que el conflicto se generalizase y tuviese consecuencias peores, como la pérdida de Jujuy en manos de Bolivia.
Estando en febrero de 1835 en Santiago del Estero descansando de su reuma, se enteró que el conflicto había terminado con la muerte de Latorre y decidió regresar.
A pesar de las continuas advertencias de que había planes para asesinarlo en el camino, hizo caso omiso y al mediodía del 16 de febrero de 1835 era asesinado en Barranca Yaco junto a toda su comitiva, incluido un postillón de diez años.
Murió sin reencontrarse con el Moro que, quien sabe, allá donde van las almas de los muertos, cabalguen libremente con la promesa de que, antes de empezar un combate, nunca volverá a contrariarlo.
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