Mark Aston no es escritor. Dedicó su vida al ejército. Sirvió 39 años a la Reina y a las fuerzas armadas británicas. Se alistó en el Regimiento de Gloucestershire, un batallón de infantería de línea del ejército, se unió al escuadrón D, una tropa de montaña del 22° regimiento del Special Air Service (SAS, traducido: Servicio Aéreo Especial) y concluyó su carrera militar como sargento mayor de regimiento en la escuela de paracaidistas del SAS. No es escritor pero escribió un libro: tenía algo para decir. SAS, la caída del Sea King es el título de su obra literaria. “La extraordinaria historia real de los SAS en la guerra de Malvinas”, es el subtítulo. En la tapa, en verdad, dice Falklands.
A Mark Aston también le dicen “Splash”. Integró un grupo de élite de las tropas británicas en el conflicto del Atlántico Sur de 1982, cuando la Junta Militar decidió invadir, ocupar y recuperar las Islas Malvinas, en dominio británico desde la usurpación colonial de 1833. El entrenamiento de las fuerzas especiales del SAS consistía, hacia mediados del siglo XX, en prepararse para amenazas soviéticas: sus contingencias sucedían en el noroeste europeo. “Para empezar, la mayoría de nosotros ni siquiera sabíamos dónde estaban las Malvinas”, le confió al periodista Thomas Newdick en un artículo publicado en la revista The War Zone. “Estábamos en el otro lado del mundo, y al fondo, cerca de la Antártida, cuando nos dimos cuenta de que no estábamos realmente bien preparados en cuanto al equipo”, expresó.
Su escuadrón había conseguido un equipamiento especial pero imperfecto para combatir las inclemencias del lado sur del mapa. Los habían provisto de uniformes destinados al flanco sur de la OTAN. No habían recibido las prendas árticas que emplea el escuadrón G, asignado a la región norte. Dice que al principio de la experiencia fue “horrible”. Elevaron la queja: exigieron impermeables compatibles para contrarrestar las hostilidades del sur del océano Atlántico. La solución fue una imposición: el gobernador de las islas le exigió a una empresa que realizaba actividades al aire libre que cediera sus vestimentas aptas para el frío a las fuerzas especiales del ejército británico.
Su primera intervención en el conflicto fue la operación Paraquat, una maniobra que significó el preámbulo de la guerra una semana antes del inicio de las hostilidades en Malvinas. La primera avanzada sobre el territorio invadido y sobre tropas argentinas que habían ocupado las islas Georgias con el artilugio de defender a 40 chatarreros argentinos en una expedición comercial (desguace de factorías balleneras abandonadas para venderlas como chatarra) se había demorado un mes en desplegar dos fragatas, dos destructores, un buque de respaldo, un transporte polar, un submarino y algunos helicópteros. El propósito: recuperar la soberanía de la isla.
Consiguieron una rendición sin empleo de las armas. No hubo combate. Intervinieron royal marines, miembros del Servicio Especial de Embarcaciones (SBS) y una tropa del SAS. El 21 de abril habían aterrizado en el glaciar Fortuna. La adversidad climática, las ráfagas de viento superiores a los 150 kilómetros por hora, la hipotermia incipiente obligó la retirada de las fuerzas especiales. El helicóptero Wessex Mk 5 que lo transportaba repitió la suerte del primer vuelo: se estrelló en el glaciar por la tormenta de nieve.
“Su referencia visual desapareció repentinamente, nuestro piloto instintivamente levantó la nariz, pero ya era demasiado tarde. Su rueda de estribor golpeó el costado de la grieta, volcando al Wessex hacia un lado, clavando las puntas del disco del rotor principal en el costado del glaciar. Fue un milagro que las aspas no destrozaran la cabina con nosotros dentro, pero el hielo y la nieve habían actuado como amortiguadores. Si el helicóptero hubiera impactado contra el suelo o una roca, las aspas se habrían roto y el metal doblado nos habría matado. Todo parecía ocurrir a cámara lenta, como si estuviéramos en un accidente de auto, mientras nos deslizábamos y chocábamos contra la ladera del glaciar. Sobrevivimos gracias a la habilidad y las reacciones del piloto y al hecho de que el tripulante había insistido en que todos nos atáramos a nuestros asientos antes del despegue”, relató Aston.
Los helicópteros -según documentación británica el YF XT464 y el YA XT473- todavía yacen en el glaciar. Los soldados británicos armaron un refugio con los botes salvavidas mientras esperaban que los rescataran. Un tercer Wessex, el 3 XP142 del buque destructor HMS Antrim, recogió a los tripulantes de ambos vuelos. A modo de homenaje, la nave se exhibe en el Museo Fleet Air Arm, dedicado a la historia de la aviación británica y con sede en Yeovilton, una estación aérea y naval en el condado de Somerset. El mismo helicóptero ya había realizado un aterrizaje de emergencia en la popa de una embarcación: 17 miembros del SAS viajaron amontonados en una cabina diseñada solo para cuatro personas.
El domingo 23 de abril de 1982, un helicóptero Puma de la Prefectura Naval Argentina había aterrizado en la Isla Borbón, al norte de la Isla Gran Malvina. La expedición tenía un objetivo estratégico: establecer un punto de observación, de tareas de reconocimiento y de apoyo aeronaval. Fundaron la Base Aeronaval Calderón: había una estancia, tres pistas de turba y una población de 25 isleños que continuaron con sus actividades sin entorpecer las operaciones militares. Se alojaron a la vera de las pistas cuatro T-34 Turbomentor de la Armada, seis IA-58 Pucará y un Skyvan.
22 días después, la madrugada del lunes 15 de mayo las tropas inglesas desplegaron un operativo para recuperar la Isla Borbón. Aston dice que quizás fue la misión más célebre en la que participó. Los destructores HMS Hermes y HMS Glamorgan se separaron de la Task Force la noche del día previo. El movimiento despertó sospechas. En tres Sea Kings, 42 miembros del escuadrón D de la SAS descendieron en el aeródromo diez minutos después de las cuatro de la mañana bajo el manto de la oscuridad, con gafas de visión nocturna, para destruir con explosivos las aeronaves de las tropas argentinas.
Los helicópteros habían partido desde el Hermes. Desde el Glamorgan, ejecutaban el ataque de respaldo. Aston recuerda ese “aeródromo plano y abierto con aviones ‘argie’ estacionados a la derecha de la pista principal y otros aviones al lado opuesto, a lo largo de dos pistas de despegue alternativas que se cruzaban”. Manifestó su nerviosismo y regocijo al sabotear el soporte aeronáutico del enemigo: “No había argentinos atrincherados alrededor de la plataforma del aeródromo. Puede que ellos hayan perdido su oportunidad, pero nosotros no íbamos a perder la nuestra. Estacionados frente a nosotros, esos aviones eran nuestros, y estábamos a punto de infligir el estrago para el que habíamos ido”.
El periodista Thomas Newdick describe la operación como una “combinación de fuego de ametralladoras, granadas y cargas explosivas”. Las bombas y las llamas destruyeron a seis Pucará de la Fuerza Aérea Argentina, cuatro T-34 Turbomentor y un transporte Short Skyvan. El ataque a la Base Aeronaval Calderón culminó a las 8:40 de la mañana. El asalto a la Isla Borbón fue, para el coronel Richard Hutchings, piloto de un Sea King, “el mejor ejemplo de una misión de fuerzas especiales de operación combinada desde la Segunda Guerra Mundial”. El jueves primero de junio, una Escuadrilla de las fuerzas argentinas que operaba un H-3 Sea King emprendió un viaje de mil kilómetros para rescatar a once soldados que habían quedado varados por el ataque inglés. Desde el continente y en un océano belicoso, con una aeronave indiscreta, vulnerable, sin armamento, sin radar, sin precisión en la navegación, con vuelo bajo, con meteorología dudosa, la misión implicaba peligro. Fue exitosa.
A las ocho de la mañana del viernes 21 de mayo, la niebla era espesa en la Bahía San Carlos. La superioridad británica sobre el mar ya estaba establecida en torno a Malvinas. Se avecinaba la hora crucial, la maniobra de aproximación a tierra. Los soldados argentinos esperaban un fuego enemigo que no se demoraba. La tensión crecía. Dos días antes del desembarco, el miércoles 19 de mayo, Mark Aston vivió su segundo accidente sobre un helicóptero: la caída del Sea King que da nombre a su libro.
Participó en una operación cruzada: trasladar tropas y equipos entre los buques de guerra de la Task Force. Abordó un Sea King desde el destructor HMS Hermes para arribar al buque de guerra anfibio HMS Intrepid. El viaje era menor a un kilómetro. Deseaba llegar al buque para tomarse una cerveza y ducharse. La aeronave estaba sobrecargada. “Cuando llegué a la puerta, el helicóptero parecía muy lleno. Cada parte del interior estaba repleta de hombres y equipos, desde el espacio detrás de los pilotos hasta el plano de cola”, recordó.
En pleno vuelo, los motores del helicóptero se detuvieron. Lo rememora como un golpe seco, abrupto: “Sentí como si un tren frenara de repente”. “Fui lanzado hacia adelante, y lo siguiente que supe fue que estábamos en el mar y bajo el agua”. Los Sea Kings están diseñados para proporcionar flotabilidad en un aterrizaje en el agua. Pero, el de Aston se estrelló contra las olas, lo que derivó en una inmersión descontrolada. “El helicóptero giró sobre su costado cuando golpeó contra el mar. Las palas giratorias golpeaban las olas, hundiéndose profundamente en el agua, mientras el peso de los motores montados en el techo volcaban el fuselaje y lo empujaban bajo el oleaje. La puerta de la tropa implosionó contra una pared de agua blanca helada, inundando el compartimento. Todo sucedió en un instante, pero de alguna manera logré inhalar una bocanada de aire cuando dimos la vuelta y nos hundimos”.
Esa última bocanada de aire fue su salvación. “Cuando los hombres exhalaban, el sonido desesperado de su último aliento se atenuaba a través del interior del helicóptero lleno de mar”, relató. Nunca se supo qué provocó su derribo: él piensa que pudo haber sido un pájaro o una falla mecánica. Pero lo logró: subsistió a la caída y hundimiento del Sea King. Escapó por una grieta en la cola de la aeronave, nadó entre los hierros retorcidos de un mar embravecido, volvió a respirar en la superficie cuando las olas lo dejaban y se aferró a lo que quedaba de un asiento para flotar sumergido en aguas que apenas estaban por encima del punto de congelación.
La fragata HMS Broadsword estaba cerca. Un bote inflable rescató a diez sobrevivientes, Aston entre ellos. Fue la mayor pérdida de vidas en un solo día para el Servicio Aéreo Especial (SAS) desde la Segunda Guerra Mundial. La hipotermia hizo efecto sobre la cubierta. Todos los soldados de élite británicos quedaron inconsciente: Aston, además, herido y con múltiples fracturas pero vivo. Lo trasladaron al SS Canberra, el buque inglés un mes después, el 19 de junio de 1982, llevó a más de 4.100 soldados argentinos al muelle de Puerto Madryn, recordado como el “el día que Madryn se quedó sin pan” por la cálida bienvenida del pueblo a sus combatientes.
En el Canberra, un barco de evacuación de convaleciente, debería reponerse: había sobrevivido a su segundo accidente aéreo. Se presumía que tenía el cuello roto. Suficiente diagnóstico para quedar en observación y quedar desafectado del combate. Se escapó y se reunió con el escuadrón D de las fuerzas especiales. “¿Dónde estuviste, Splash? -le dijeron-. Estábamos a punto de repartirnos tu kit”.
En su libro contó que Malvinas no había terminado para él: se infiltró detrás de las líneas argentinas en el Monte Kent, evadió las patrullas de búsqueda, soportó temperaturas bajo cero y se asombró del despliegue aéreo de los aviones de caza Sea Harrier. Volvió a las islas, luego de que en 2003 concluya su carrera militar. Ya sabía, para entonces, dónde quedaban: “Me gustó ver a la gente que liberamos. La mayoría eran niños entonces, pero nunca olvidaron lo que las fuerzas británicas hicieron por ellos y las tropas que murieron en la lucha para expulsar a los ‘argies’ de las Malvinas”. Él dijo Falklands en vez de Malvinas.
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