Dos semanas antes del final, llegué al hospital y en la puerta de la habitación mi hermano me advirtió que el viejo “se había ido de viaje” esa misma mañana. “Dice que estuvo en Madrid, más temprano”, me explicó con gesto pícaro, “con un señor más joven que se parecía mucho al enfermero”. Ya dentro de su habitación, luego de advertir que el relato no lo ponía nervioso ni agresivo, busqué seguirle el apunte sobre su reciente encuentro con el hombre joven. Añadió un dato al relato: había ido a esa cita con un libro en la mano.
-¿De quién era el libro, papi?
-Mío.
-No, te pregunto quién era el autor, quién lo escribió.
-¡Yo!
-¿Y dónde se vieron con el señor?
-En una biblioteca.
-¿En una biblioteca de Madrid?
-Sí.
-¿Y estaba linda Madrid?
-Hermosa. Estaba hermosa.
Sentado en su cama, con las piernas largas y flaquitas hacia afuera, ese domingo de otoño frío el sol le daba de pleno en la cara a través de la ventana. Su cuerpo ya no era el de siempre pero su soberbia cabeza calva de senador romano era la misma. Disfrutaba de esa forma amorosa de la luz del otoño; nos pedía por favor que no corriéramos las cortinas, quería dejarse tomar por esa luz que lo mantenía conectado a la vida. Una sonrisa nueva se dibujaba en su boca y también en sus ojos.
¿Y fuiste a los museos? ¿Fuiste al Museo del Prado?, le pregunté, ya definitivamente sumada a su delirio. “Sííííí”, me respondió con la intensidad de sus pasiones, una intensidad que había estado apagada durante cuatro meses de enfermedad y duelo. Sin dejar de mirarlo, saqué mi celular de la cartera y busqué la imagen, la amplié y se la mostré. Sus ojos se encendieron. Estaba viendo una reproducción de Las meninas, de Velázquez, que, según me dijo, esa mañana, durante su visita, estaban tan hermosas como Madrid.
Esa charla fue la última que tuvimos.
………………………
Según consta en su partida de nacimiento, Carlos Pomeraniec nació el 17 de marzo de 1936, en Salta, República Argentina. Era hijo legítimo de Arón Pomeraniec, comerciante, de nacionalidad polaca, y de Rebeca Fraifeld, de nacionalidad rusa. El presente podría discutir los orígenes de mis abuelos: Arón nació en una pequeña aldea (shtetl) que hoy pertenece a Bielorrusia y Rebeca nació en Kiev, la capital ucraniana que los rusos de Putin parecen ahora empeñados en eliminar del mapa. Mi padre fue el tercer hijo de esa pareja de inmigrantes judíos que entonces tenían apenas 28 años, él y 25, ella.
Carlos, Cacho, Carlitos llegó con su familia a la capital cuando tenía 8 años. Mis abuelos no eran cultos ni lectores pero en una Argentina que se permitía la movilidad social y cultural tuvieron hijos que sí lo fueron. Benito, el hermano mayor de mi padre, se recibió de Ingeniero y Sara, Sarita, nuestra tía tan querida, fue una persona sensible e ilustrada. Cacho -así lo llamaban en su familia de origen- estudió Medicina en la Universidad de Buenos Aires y hasta sus últimos días estaba orgulloso de su elección, de su carrera y de la universidad pública en la que se había formado.
Mi abuela Rebeca era una obsesiva de la limpieza y el orden. En su casa la vida se desarrollaba arriba de los patines de fieltro verde que nos esperaban en la puerta. La anécdota familiar cuenta que el día que mi padre se recibió de médico, Rebeca hizo una concesión y lo dejó dormir la siesta en la cama matrimonial. Hasta el final de sus días, mi padre, un hombre que leyó mucho y de todo, siguió contando esa pequeña historia casi absurda con felicidad siempre nueva. Y es que amó a su madre profundamente; a lo largo de los años, el solo hecho de nombrarla le cambiaba el gesto, difuminaba cualquier rigidez. Nunca se perdonó no haber estado cuando un infarto la fulminó en el living de su casa mientras pasaba el trapo, como el personaje de la canción de María Elena Walsh.
Aquí yace una pobre mujer
que se murió de cansada.
En su vida no pudo tener
jamás las manos cruzadas.
De este valle de trapo y jabón
me voy como he venido,
sin más suerte que la obligación,
más pago que el olvido.
Aleluya, me mudo a un hogar
donde nada se vuelve a ensuciar.
Más allá del amor, que lo hubo, Arón fue siempre para él una figura potente, intimidatoria. Ya muy enfermo y con dificultades para comunicarse, mi papá todavía recordaba la vez que su padre le dio una bofetada cuando tenía 20 años y se vio obligado a reprimir cualquier respuesta aunque le llevaba varios centímetros y kilos de fuerza. Creo que su padre fue la única figura ante la que se rindió en la vida.
De mi viejo heredé una manera de mirar el mundo sin discriminación por nada ni nadie, un sentido de la justicia y la injusticia, una voluntad optimista por la vida y, sobre todo, heredé -literal y simbólicamente- los libros. Fue él quien me dio las herramientas con las que pude encontrarle sentido a vivir y pude y puedo también ganarme la vida y eso, seguramente no alcance a explicarlo, es el mayor legado que me dejó. Siempre supe que heredé su curiosidad y su pasión lectora y también heredé gran parte de su biblioteca, que había formado en sintonía con la publicación de los libros del Centro Editor de América latina, la editorial fundada por Boris Spivacow que fue la gran enciclopedia de más de una generación.
Mientras estudiaba, Cacho se puso de novio con una rubia de ojos verdes que se llamaba Fanny y a quien en la familia llamaban Feigue. Muy jóvenes tuvieron dos hijas, fueron felices y fueron muy infelices. En 1979 dejamos de vivir con mi papá.
Hay dos escenas que recuerdo siempre, una es de los años de nuestra escuela primaria, la otra, del tiempo inmediatamente anterior a su partida.
En la primera, estamos en nuestra casa de San Justo, escuchamos el reloj despertador de papá temprano, seguimos los rastros de sus pantuflas hasta el baño, el ruido de la lluvia de la ducha, imaginamos el momento en que se afeita mientras se escuchan fuerte las voces dicharacheras de El Club de Barbas de Ruben Aldao en la radio. Cuando se abre la puerta del baño, sabemos que ya no hay más tiempo para seguir calentitas bajo las frazadas. “Arriba, hay que ir a la escuela”.
En la otra imagen, estamos en el auto. Mi papá está yendo al hospital y me lleva a la Facultad de Filosofía y Letras, donde estoy haciendo el curso de ingreso. Hace años que tenemos complicidad en la lectura y en el cine, adonde muchas veces vamos juntos. Por la radio suena Kate Bush, canta Cumbres borrascosas. Llevo conmigo en la memoria desde entonces esa voz finita, poderosa y enamorada hasta la locura.
Escribo esto y llegan a borbotones más imágenes de mi infancia y mi adolescencia; vienen todas juntas y sin orden cronológico:
Fiestas familiares y los chistes de Cacho, que todos festejan.
Domingos de Palermo con toda la familia -abuelos, tíos, primas- de merienda en los bosques.
“Juan Moreira”, de Favio, con mi papá en un cine de Mataderos.
Domingos a la noche, mi papá mira por la tele Mujer policía, con Angie Dickinson, mientras come los sandwichitos de miga que compramos en una confitería de Liniers, de regreso de la casa de mis abuelos.
1975, pegada junto a mi viejo frente a la tele en blanco y negro viendo todo el campeonato con el que el River de Angelito Labruna volvió a ser campeón. Fillol, Comelles, Perfumo, Ártico y Héctor López; J. J. López, Merlo y Alonso; Pedro González, Luque y Pinino Mas. Mi papá y yo.
Mi primera Feria del Libro, con él en el Centro Municipal de Exposiciones.
Es de noche, tarde. Mi papá atiende por teléfono a una paciente y le recomienda que le de a su padre anciano un vaso de leche tibia para que pueda conciliar el sueño.
Mi papá nos lleva un sábado a la mañana a The Harding, en Flores, para que lo ayudemos a elegir ropa. Nosotras, sentadas en las poltronas y él entrando y saliendo de los probadores.
Mi papá llora en la puerta de su consultorio el 11 de septiembre de 1973, cuando después de escuchar la noticia me fui corriendo a avisarle que había habido un golpe de Estado en Chile y que Allende estaba muerto.
Mi papá lee en voz alta durante la cena los poemas que mandó ese día a un concurso. Esto sucede en la breve temporadita de suspensión de actividades que las autoridades del hospital le impusieron como castigo, en plena dictadura, porque había estado vendiendo bonos para la Liga Argentina por los Derechos del Hombre. Estaba orgulloso de su seudónimo, Neftalí, en homenaje a Neruda. (Los poemas eran malísimos, llegué a decírselo muchos años después.)
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El primer acercamiento vital de Cacho a la política fue para apoyar a Arturo Frondizi. Ese fue el punto de partida hacia una militancia de izquierda que fue tomando diferentes formas pero que nunca abandonó. Pasó del comunismo antiperonista al kirchnerismo cristinista de sus últimos años en un arco de sensibilidad y contradicciones compartido por muchos hombres y mujeres de su generación. Su diccionario político estuvo poblado de conceptos como Tercer Mundo, Unión Soviética, Hombre Nuevo, Che Guevara, Fidel Castro, Salvador Allende, Chávez: para mi viejo, la revolución fue un sueño eterno. La caída del Muro de Berlín fue un shock que, a su modo, lo desestalinizó (aunque esta discusión podríamos seguirla eternamente) y redireccionó su militancia para concentrarla en la defensa de los derechos humanos.
Trabajó como médico más de cincuenta años y se especializó en Reumatología. Más de cuarenta de esos años los pasó trabajando en el Hospital Italiano: durante estos meses, en las distintas internaciones hubo profesionales que lo atendieron y que lo habían conocido cuando fatigaba los pasillos del majestuoso edificio con su guardapolvo blanco, en el que llevaba su nombre bordado en el bolsillito, sobre su pecho. Durante el tiempo que duró su enfermedad y, sobre todo, a partir de su muerte, me llegaron muchos mensajes de condolencias de gente que lo recordaba con afecto sincero. Se trata de personas a quienes en algún momento él escuchó, atendió, curó. Y es que, entre sus dones, estaba saber escuchar y saber hablar: la palabra ocupaba un lugar relevante en su concepción de lo humano.
Increíblemente, mi papá tuvo que aprender a hablar tres veces.
La primera, cuando pronunció las primeras palabras, siendo una criatura. La segunda vez fue en 1998, cuando un ACV lo dejó mudo a los 62 años. Estaba atendiendo a una paciente en su consultorio de San Justo cuando advirtió los síntomas del accidente cerebrovascular y, como pudo, le indicó a la pobre mujer lo que estaba ocurriendo y le marcó en su agenda el número para que llamara a Emergencias. La afasia no pudo con su voluntad y con toda la disciplina de la que era capaz reordenó las palabras en su cabeza y en unos meses volvió a atender a sus pacientes, a manejar su auto eterno y a comunicarse con el mundo. Se pasaba horas haciendo ejercicios frente al espejo aprendiendo a pronunciar de nuevo. Me gusta contar que aprendió a hablar de nuevo a la par de las primeras palabras de mi hijo menor, quien nació en 1999 y tuvo en su abuelo, además del amor de un mayor, la compañía de un par en la batalla por la lengua.
La enfermedad dejó secuelas que lo hacían reír incluso a él (podía decir “feliz cumpleaños” en lugar de “hasta mañana”) aunque para la mayoría de las personas su modo de hablar era una forma de lo extranjero más que el resultado de una patología. Creo que nunca le dio pena a nadie porque nunca tuvo pena de sí mismo. No conoció la autocompasión ni la depresión hasta los últimos meses de su vida y su arrogancia, que podía ser intensa y expulsiva, lo resguardó de la melancolía cuando ya no pudo seguir siendo el alma de las fiestas con sus chistes y, mucho peor, cuando después de haber sido Castelli por mucho tiempo para audiencias amplias, “el orador de la Revolución” se transformó en nuestro orador doméstico y familiar, con quien seguimos discutiendo hasta hace poco tiempo. Imposible decir que si no la ganaba, la empataba porque la ganaba siempre.
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La tercera vez que aprendió a hablar fue por poquito tiempo.
Alrededor del 20 de enero, en plena tercera ola del Covid, mi papá y Mabel, su mujer, su compañera durante 43 años, contrajeron el virus. Ambos eran médicos, ya contaban con las tres dosis de la vacuna, se habían cuidado muchísimo, los habíamos cuidado muchísimo. Vivían solos y eran fervientes creyentes en la fuerza de la ciencia y en la capacidad de la humanidad de superarse.
Estaban grandes y cansados; la pandemia nos quitó felicidad y nos sumó años a todos y para los viejos fue una prueba muy difícil. Aislarse, no poder ver a los hijos, a los nietos, no poder recibir a nadie, salir al sol, mirar el cielo. El primer año de la pandemia se arreglaron bien, muy bien. Siempre llevaré conmigo sus sonrisas en la primera salida, casi clandestina, por Puerto Madero. Ya el 2021 se hizo irremontable porque había que mantener los cuidados y lo mismo que les aseguraba vida, se las estaba quitando.
Los primeros días de su enfermedad fueron el apocalipsis: miedo al contagio, máscaras para atenderlo, búsqueda de ayuda, búsqueda de comprensión en el sistema de salud. Ella fue internada enseguida, él no. El mismo hospital en el que él trabajó tantos años demoró cinco días en admitir su internación (uno de los mejores hospitales escuela de este país, al igual que la mayoría de las prepagas, tiene tercerizado el servicio de emergencias en una muestra de economicismo desvergonzado. Quienes visitan a los enfermos no tienen acceso a las historias clínicas y los familiares ni siquiera sabemos quiénes son. Llegan, dicen dos pavadas, cobran y se van. Nuestros enfermos están en sus manos).
Cuando finalmente ingresó al hospital, estaba gravemente deshidratado.
El gran amor de mi papá, la mujer que lo conoció como nadie, murió el 3 de febrero. Dos días antes de su muerte, cuando ya sabíamos que su estado era irreversible, luego de consultarlo, envolvimos al viejo en la manta polar verde flúo y lo llevamos en silla de ruedas para que pudiera despedirse. El Covid lo había dejado una vez más sin palabras. Había afectado su habla, su audición y su deglución. El duelo, luego, lo consumió. Dejó de alimentarse.
Hubo en este tiempo de padecimiento espasmos de regreso a la vida y expectativas: su voluntad de vivir se presentaba a veces en forma de querer sentarse o pararse, de darnos el gusto de comer algo, leer los diarios en el celular o la compu, mirar continuamente su reloj. Los videos que mandaban sus nietos lo iluminaban y podía llegar a verlos una y otra vez. Se sonreía viendo a los más chiquitos y se emocionaba viendo a los más grandes contar detalles de su vida cotidiana. La voz de una de sus nietas cantando al piano Fly Me to the Moon y Bei Mir Bistu Shein lo encandilaba. Cierro los ojos y lo veo una mañana disfrutando y moviendo los hombros mientras miramos un documental sobre Mercedes Sosa en el canal Encuentro. Sigo con los ojos cerrados y lo veo aplaudiendo mientras sus nietos lo ayudan a apagar las velitas en su cumpleaños número 86, cuando aún creíamos que Cacho iba a poder seguir adelante.
También hubo paseos en silla de ruedas por los alrededores de Montserrat, su barrio. Él daba las indicaciones. Con las manos marcaba por dónde cruzar y adónde quería ir. Seguía dando instrucciones aún sin habla y hasta pidió ir a la peluquería de Hugo, su peluquero y amigo, quien recortó su barba y su modestísima corona de pelo hasta último momento.
Mi padre estuvo internado en varias oportunidades y en esa temporada dolorosa de idas y vueltas estuvo atendido como todo enfermo debería estarlo siempre: médicos experimentados y sensibles, enfermeras, enfermeros y paramédicos atentos y amorosos, personal de limpieza y cocina discretos y amables. Hay tres médicas a quienes nunca podremos dejar de agradecerles: a la doctora Bobillo, a la doctora Colombo y a la doctora Spasiuk. A esta última, en especial, por habernos ayudado en las últimas horas -sin habernos visto nunca antes- dando indicaciones por teléfono con toda la paciencia y llorando conmigo al otro lado del teléfono al momento decirme que nos preparáramos porque estábamos llegando al final de ese tránsito entre la vida y la muerte que había comenzado semanas antes.
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El domingo 12 de junio, poco antes de que se hiciera lunes, mi papá respiró esta vida por última vez. Estaba en su casa, en el cuarto que había sido su escritorio, ahí donde tenía su vieja notebook en la que leía los diarios y miraba sus series favoritas (durante toda su vida nada era ajeno a sus intereses, poco antes de enfermar llegó a entusiasmarse con El juego del calamar y cuando, ya enfermo, nada parecía entusiasmarlo, podía sorprendernos concentrado con sus auriculares viendo dos capítulos seguidos de la última temporada de Ozark).
Mi papá, siempre alto y corpulento, se había convertido en un hombre delgado y frágil que, sin embargo, buscó hacer de padre hasta el final: nunca se quejó de ningún dolor y se preocupó por alejar de su lado cualquier grado de conmiseración.
Al regreso de la última internación habíamos montado su cama en esa habitación luminosa y familiar para él, entre libros de todos los géneros y CDs de música clásica, tango, jazz y folclore. El sábado 11 advertimos que se acercaba el final. Ya respiraba bajito y su mirada se concentraba por largo rato en un punto lejano, allí donde sólo él podía ver aquello que convocaba su interés: ¿habría vuelto a la biblioteca de Madrid? ¿Estaría con Mabel una vez más en Sicilia o en La Angostura? ¿Se estaba encontrando con mi bobe Rebeca para darle ese abrazo que no pudo darle a la hora de su muerte? Esa noche, cuando nos fuimos, increíblemente nos miró y nos despidió con un gesto de la mano. Juro, juramos, que también nos sonrió.
A la noche siguiente, mi hermana retuvo su mano hasta el final; en esas últimas horas todos los que lo amábamos se lo habíamos dicho una y otra vez de todas las formas posibles junto a su oído izquierdo, en el cual aún conservaba algo de audición. También cerca de ese oído habíamos dispuesto su radiograbador con música de Mozart y Scarlatti y, de a ratos, cambiábamos a una radio que pasa jazz del que le gustaba a él. Sinatra, Tony Bennett, Ella Fitzgerald, standards y más standards para mi papá, que se apagaba lentamente. A su alrededor, además de mi hermana y yo, estaban las cuatro mujeres que lo cuidaron desde que se enfermó, sus ángeles, que durante meses se turnaron para estar con él y que, en esas horas finales, habían elegido estar a su lado para verlo partir. Roxi, Vivi, Cynthia y Edith, las Mary, Peggy, Betty, Julie de papi quien, en sus últimos días -al igual que cantaba Gardel- ya no sabía vivir sin ellas.
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Lo admiré por su mirada del mundo durante largos períodos de mi vida. Discutimos mucho, también, sobre todo en los últimos años, cuando dejamos de pensar y soñar parecido y su culto revolucionario me empezó a resultar ajeno. Hubo, sobre todo, amor; de mi parte, sí, pero también de la suya. Le molestaba que no pensara como él, se enojaba, pero nunca dejó de abrazarme ni de demostrarme su cariño y su preocupación por mí y por todo lo que tuviera que ver con mi vida.
Lo despedimos con unas palabras hermosas de mi prima Diana, una de sus sobrinas, y un kadish pronunciado con desconocimiento del hebreo pero con mucho amor. Mi padre no era observante pero nunca renegó de su judaísmo: hacerlo hubiera sido renegar de sus padres, de sus orígenes. Como se dijo esa tarde, su religiosidad no tenía que ver con un culto sino con una ética y una visión del mundo. Su entusiasmo y su fe no buscaron refugio en ningún dios sino en la humanidad y en las ideas que profesó hasta su último día.
Fue un padre presente y protector y el autoritarismo de su manera de pensar -que se notaba siempre en el modo en que quería ganar en todo, desde la discusión del día hasta jugar a la bolita- se diluía en el amor por los suyos, así como sus enojos podían convertirse fácilmente en carcajadas. Hace años que pienso y siento que esta letra de Silvio Rodríguez que ahora transcribo parece haber sido escrita para él, que fue coherente con su línea de pensamiento; muchas veces imaginé este momento, el de encontrar en esta canción una forma de su retrato cuando él ya no estuviera en esta orilla de la vida. Así vivió y así murió.
El necio
Para no hacer de mi ícono pedazos
Para salvarme entre únicos e impares
Para cederme lugar en su Parnaso
Para darme un rinconcito en sus altares
Me vienen a convidar a arrepentirme
Me vienen a convidar a que no pierda
Me vienen a convidar a indefinirme
Me vienen a convidar a tanta mierda
Yo no sé lo que es el destino
Caminando fui lo que fui
Allá Dios, que será divino
Yo me muero como viví
Yo me muero como viví
Yo me muero como viví
Yo quiero seguir jugando a lo perdido
Yo quiero ser a la zurda más que diestro
Yo quiero hacer un congreso del unido
Yo quiero rezar a fondo un “hijo nuestro”
Dirán que paso de moda la locura
Dirán que la gente es mala y no merece
Mas, yo partiré soñando travesuras
Acaso multiplicar panes y peces
Yo no sé lo que es el destino
Caminando fui lo que fui
Allá Dios, que será divino
Yo me muero como viví
Yo me muero como viví
Yo me muero como viví
Yo me muero como viví, como viví
Yo me muero como viví, como viví
Yo me muero como viví
Dicen que me arrastrarán por sobre rocas
Cuando la revolución se venga abajo
Que machacarán mis manos y mi boca
Que me arrancarán los ojos y el badajo
Será que la necedad parió conmigo
La necedad de lo que hoy resulta necio
La necedad de asumir al enemigo
La necedad de vivir sin tener precio
Yo no sé lo que es el destino
Caminando fui lo que fui
Allá Dios, que será divino
Yo me muero como viví
Yo me muero como viví
Yo me muero como viví
Yo me muero como viví
Tuvimos un papá y un abuelo guerrero y amoroso. Les dio salud a muchos y nos cuidó a todos nosotros. El gran consuelo que nos queda, ahora que ya no está para celebrar con él en su día, es que siempre hizo lo que quiso y tuvo una buena vida, apasionada y valiosa.
Te quiero por siempre, papi.
Feliz y hermoso día del padre para todos.
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