Este nuevo aniversario de la muerte del caudillo salteño nos provee la oportunidad de resignificar algunos aspectos menos publicitados de su figura, que suele quedar reducida a la defensa del frente norteño en la guerra emancipadora, a la cabeza de los gauchos de su tierra natal, como si su carácter marcial le hubiera venido al modo de una virtud infusa y sin disciplina previa.
El general Bartolomé Mitre no le hizo mucha justicia al construir el relato oficial de nuestros próceres, precisamente, porque la condición de caudillo vernáculo era una nota disonante en aquel panteón inmaculado. Sin perjuicio de ello, no ha de olvidarse que hizo jurar en su provincia la Constitución unitaria de 1819.
Pero don Bartolo se apegaba a sus prejuicios y sólo podía postular a los letrados citadinos como hacedores fundantes de la revolución. No había en el escabel de la gloria unitaria sitio ninguno para aureolar las bravuras populares, ni hubo mirtos y lauros para las multitudes campesinas que, bajo su prisma, eran esa “muchedumbre” que, como advirtió León Pomer, no se definía por el factor numérico de ser “muchos” (y “muchas”) sino por su menoscabo social: la chusma, el populacho, el gauchaje bárbaro, la montonera…Sin embargo, su sangre también fue derramada en el momento emancipador.
En el caso de la guerra en el Norte, Mitre prefirió echar mano del letrado porteño revestido de general que era don Manuel Belgrano, con la inevitable consecuencia de minimizarlo a Güemes. Entonces advino la polémica con Dalmacio Vélez Sársfield, quien atacó frontalmente la tesis mitrista, ya enunciada por Carlyle, de los “grandes hombres” que vienen de las ciudades principales: “No son los pueblos las causas de nuestros errores en los primeros años de la revolución, sino los jefes que se pusieron a la cabeza de ellos. Ahora, para crear hombres con atributos que jamás tuvieron, es preciso infamar a los pueblos y darle el mérito de los hechos a hombres muy dignos por cierto, pero que lejos de arrastrar a las poblaciones con su palabra o su conducta, fueron arrastrados por ellas”.
Para Vélez, al escribir Mitre la Historia de Belgrano no había hecho más que “el estudiado panegírico del héroe y no la historia verdadera de una grande época”, donde está situado ese Güemes, presente tanto en el núcleo de la reivindicación que proponía con justicia y verdad el autor de nuestro Código Civil, como en el meollo de la sospecha ideológica del fundador de La Nación.
Por otra parte, la figura güemesiana fue resistida, también, por muchos coprovincianos contemporáneos suyos, que alegaban haber sido objeto de exacciones y gabelas forzosas cuando, en cambio, el gauchaje era eximido de pagar arriendos. Todo esto es cierto, como es cierto que Güemes tuvo, invariablemente, diferencias con los jefes del Ejército del Norte, a excepción del general José de San Martín. Este último hecho es significativo: tal vez el joven oficial percibiera los defectos de un comando no siempre brillante (o más bien lo contrario) y haya encontrado, por fin, en San Martín, esa jefatura superlativa que convoca a una obediencia convencida. De eso se trata, al fin, el carácter moral del mando, según lo advirtió Max Weber: no tanto de que alguien sea capaz de mandar, sino de que haya quien se muestre dispuesto a obedecer por voluntad propia.
¿Acaso podía ser, en aquel contexto de una guerra en el punto más vulnerable de la frontera, algo menos que un caudillo? ¿De qué otro modo hubiera logrado la completa subordinación de su eficaz tropa nativa? Lo que sea que haya hecho, hoy sabemos que obró con sentido patriótico y en resguardo de la causa independentista. Nadie podría, pues, endilgarle los móviles mezquinos de los demagogos populistas. Rechazó, incluso, las ofertas de soborno más o menos elegantes (suponiendo que la tentativa de soborno pueda retener alguna elegancia) que le hicieron los realistas. Si concedió ventajas a los gauchos como aparceros, también los expuso, como combatientes, a la batalla y a la muerte, y a menudo los llevó a la victoria. He allí el liderazgo tenaz que demanda un pueblo en armas.
Afortunadamente, Güemes ha superado, hoy, aquellas polémicas. Pero hay detalles de su actuación anterior a la “guerra gaucha” que solemos omitir y que interpelan más directamente al hecho de que exista más de una estatua suya, una calle y una plaza con su nombre en la ciudad de Buenos Aires. Porque el joven cadete fue un valiente defensor de la capital del Virreinato, antes de asumir la defensa y el gobierno del norte salto-jujeño.
UN CADETE SALTEÑO EN BUENOS AIRES
Fue el tradicionalista Pastor Obligado quien, primero, rescató del olvido la gesta porteña de Güemes, en un artículo publicado en La Razón en 1920, con el título de Güemes en Buenos Aires.
Esa actuación, durante las invasiones inglesas, ha sido estudiada, luego, por Luis Oscar Colmenares, en un breve y documentado ensayo que alguna vez me facilitó Alberto de Paula. Sigamos sus comprobaciones, junto a los aportes de Luis Güemes.
El caudillo había nacido en Salta en 1785 y era hijo del español Gabriel de Güemes Montero (Tesorero de la Real Hacienda) y de la jujeña María Magdalena de Goyechea y La Corte. En 1799 ingresó como cadete en una compañía del 3º Batallón del Regimiento de Infantería “Fijo” de Buenos Aires, destacado en Salta. Alternaba sus estudios con el servicio en la milicia y un empleo subalterno en el despacho oficial de su padre.
En diciembre de 1805 se hallaba ya trasladado a Buenos Aires y tres años más tarde estaba de regreso en Salta, con el grado de teniente de milicias, aunque reteniendo su pertenencia como cadete del Regimiento “Fijo”. ¿Qué había ocurrido en el ínterin? A mi juicio, la forja del guerrero. Y la fragua de ese temple fueron las acciones cumplidas durante las invasiones inglesas. Volvió a esta capital en 1812 y aquí conoció al Libertador, que recién llegaba desde Inglaterra. Habrán bastado unas pocas palabras entre ellos para sellar su amistad, que fue inalterable y determinante para el éxito de la campaña continental sanmartiniana.
¿Por qué el joven cadete se hallaba en Buenos Aires ya desde 1805? La escasa tropa del Regimiento de Buenos Aires asentado en Salta (apenas tres soldados veteranos y un solo cadete, que era nuestro protagonista) impedía cualquier acción eficaz en auxilio de Charcas, que sufría ataques de los indios.
El virrey Rafael de Sobremonte eximió al gobernador salteño de acudir en ayuda de Charcas y, en cambio, le ordenó mandar al cadete a Buenos Aires para que recibiera “la instrucción correspondiente a su clase”. La anécdota es curiosa, porque, según el citado Colmenares, Sobremonte ignoraba que Güemes ya estaba instruido en su oficio militar, a tal punto que, pese a su juventud, desempeñaba la comandancia del destacamento, aunque no había entrado todavía en acción bélica.
Como dije antes, llegó a esta Capital en diciembre de 1805 y al cabo de un tiempo fue destinado como instructor de los cuatro aspirantes a músicos que también venían de su provincia. Uno de ellos, Bernardino Pacheco, murió al caer de un caballo.
La irrupción de los invasores ingleses encontró a Güemes entre los granaderos del Regimiento “Fijo” al mando del coronel Juan Antonio Olondriz, que mantuvieron el fuego hasta agotar la munición. Al parecer, luego de esta acción defensiva, se trasladó a Córdoba con la comitiva del virrey Sobremonte (que, dicho sea de paso, como ya lo hemos explicado en esta misma sección de Infobae, no “huyó” al interior ni fue cobarde, sino que cumplió escrupulosamente con el plan de contingencia para afrontar la invasión, resguardar los caudales reales y reagrupar al ejército…aunque con tan mal cálculo político que su prestigio quedó derrumbado ante los vecinos porteños y la gloria reconquistada le fue arrebatada por Santiago de Liniers).
Pero, al parecer, Güemes regresó pronto junto con el yerno del virrey, Juan Manuel Marín, saliendo de la posta de La Candelaria el 11 de agosto muy temprano a la mañana. De este modo, y haciendo la ruta de más de 70 leguas a campo traviesa y “a revienta caballos”, pudo estar en Buenos Aires el día 12 y participar en la Reconquista, como él mismo afirmó.
Y he aquí el episodio más curioso de aquella jornada, según el relato del capitán Inglés Alexander Gillespie: un buque mercante equipado con artillería, el “Justina”, dificultaba, con el fuego de sus 26 cañones, los movimientos de la tropa reconquistadora, tanto en la playa como en las calles cercanas a la ribera. A causa de una bajante del río, ese mismo día, fue abordado por un grupo…¡de caballería! Se trata de un caso digno de Ripley: el de un navío tomado a caballo.
Pastor Obligado evocó muchos años después ese acontecimiento, como mencioné al comienzo, señalando que el cadete había llegado hasta el cuartel general de Santiago de Liniers. Éste, observando el barco, comprendió enseguida su varadura y al pedir un catalejo que le alcanzó Güemes, confirmó su presunción. En ese punto habría dado la orden al joven oficial: “Usted, que siempre anda bien montado, galope por la orilla de la Alameda, que ha de encontrar a Pueyrredón acampado a la altura de la batería Abascal y comuníquele la orden de avanzar soldados de caballería por la playa, hasta la mayor aproximación de aquel barco, que resta cortado de la escuadra en fuga”.
Ignoramos de dónde pudo obtener Obligado tanto detalle menudo de la situación, pero resulta por demás verosímil y señala a Güemes como el mensajero de la orden de Liniers, dirigida a Pueyrredón. No habrá olvidado jamás aquella encomienda cumplida bajo el cañoneo enemigo, al cual se ofrecieron “los pechos argentinos” que cantó Vicente López y Planes en “El triunfo argentino”, y ante el cual se alzó aquel “pueblo argentino” de las “Octavias” que compuso Pantaleón Rivarola.
Porque vale la pena recalcar que, como alguna vez escribió don Enrique de Gandía, en aquella coyuntura histórica, “argentinos” eran todos, y lucharon codo a codo: los salteños y los porteños entre otros nacidos en ambas orillas de este suelo rioplatense, y también los arribeños, los vizcaínos y los gallegos y hasta los africanos que habitaban el vasto Virreinato.
EN LA SEGUNDA INVASIÓN INGLESA
El ya citado Colmenares sostiene que debió combatir en las cercanías de Montevideo en enero de 1807, pero que no fue tomado prisionero y pudo regresar a Buenos Aires para integrarse a quienes se aprestaban a defender esta ciudad, cuya invasión desde la Banda Oriental era inminente.
En abril de 1807 se le encomendó la delicada tarea de vigilancia de toda la costa del Río de la Plata, al mando de un pequeño pelotón de seis u ocho hombres. El patrullaje era nocturno y se proponía impedir que zarparan embarcaciones pequeñas que pudieran ser apresadas por los ingleses, del lado oriental. Tanto las lanchas como su carga eran presas apetecidas por los invasores. Pero, también, Sobremonte, escrupuloso administrador de los intereses de la Corona, procuraba evitar los flujos de contrabando que previsiblemente llegarían desde un bien surtido y britanizado puerto montevideano.
Esta comisión permite conjeturar el paso de Güemes por lugares ribereños como Ensenada o Quilmes al sur, o como Olivos, San Isidro, San Fernando y Las Conchas al norte. Ningún señalamiento en esos parajes recuerda su presencia y su rol de activa vigilancia. Y, naturalmente, en la escuela nunca nos mencionaron esta circunstancia.
Como recalca Colmenares, lo insólito del caso es que semejante misión, que duró unos tres meses, haya sido encomendada a un oficial tan joven, que en canje de experiencia castrense, acumulaba méritos a causa de su intachable conducta y su ejecutividad. Era ya, en germen, el conductor de tropas que demostró ser más tarde en su tierra natal. Y Buenos Aires fue su escuela y su crisol.
Aún con problemas de salud, se hizo presente en todos los enfrentamientos de la Defensa de esta plaza, integrando su regimiento de pertenencia, donde siguió peleando aún herido.
Los deterioros parciales de su salud, sumados a la muerte de su padre, determinaron el regreso a Salta. Ahora era, además, subteniente del Regimiento Fijo y teniente de Granaderos de Liniers. Comenzaba otro capitulo en su vida, que fue breve y terminó en 1821.
EL MONUMENTO ECUESTRE EN LA CIUDAD DE BUENOS AIRES Y OTRAS ESTATUAS
Existe en Buenos Aires un magnífico monumento que representa a Güemes a caballo. También existe en Palermo una plaza con su nombre donde se yergue un mástil artístico sobre un pedestal de Travertino, con un gran medallón de bronce (ambos, obra del ingeniero escultor Angel Ybarra García). Y hay, por lo menos, otras dos esculturas que le rinden homenaje en esta ciudad: una de ellas, en Plaza República de Chile, realizada por Mario Arrigutti en lenguaje expresivo de vanguardia, y un busto en la “plaza de armas” del Regimiento de Granaderos a Caballo. Y existe además la calle Güemes.
El monumento más importante, que es la mencionada figura ecuestre, se emplaza en el Parque San Benito desde 1981 y es prácticamente una réplica ejecutada por Hernando Bucci de la estatua original, que se ubica en la ciudad de Salta, obra de Victor Garino. Incluso, para el pedestal del monumento porteño, se trajeron piedras salteñas.
Pero en todos los casos, ese prócer representado en la madurez, con barba abundante y chaqueta prendida con alamares, es ya el comandante de la guerra gaucha que la iconografía canonizó, a partir de las semejanzas de rasgos que proveía el retrato de su hijo (recordemos que no existen retratos de Güemes tomados directamente del modelo vivo). Nada se infiere en sus monumentos porteños de aquel veinteañero que tan valerosa y diligentemente participó en la defensa de la “ciudad dormida”, como dijo Ignacio Anzoátegui, que bajo su inerme apariencia, no fue un botín duradero para los ocupantes de talante “polite” del primer intento y mucho menos para los invasores fracasados del segundo.
Como dijo alguien, años más tarde, en otro frente pero ante el mismo adversario: “no picnic”…Ciertamente, entre tantos valientes, Martín Miguel de Güemes (aquel joven lleno “de honor, de actividad y de irreprensible conducta”, como lo definió uno de sus superiores) se empeñó en que la invasión al Río de la Plata no fuera un picnic.
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