A fines de marzo de 1973, hospedado en Roma, mientras se reunía con el primer ministro Giulio Andreotti, el jefe de la P2, Licio Gelli y empresarios italianos dispuestos a invertir en la nueva etapa de la Argentina, Juan Domingo Perón supo que la tarea del embajador argentino ante la Santa Sede, Santiago de Estrada, había sido infructuosa: el Papa Paulo VI no lo recibiría.
Desde hacía meses, a través de distintos interlocutores, Perón venía gestionando ese encuentro. Antes de regresar al país, quería mostrarle al mundo la foto de su reconciliación con El Vaticano.
Paulo VI recibiría a Cámpora, a Isabel y a López Rega. Pero no a él.
Perón y la jerarquía católica habían sido aliados en los primeros tiempos del gobierno del GOU, el grupo de oficiales que usurpó el poder el 4 de junio de 1943. Entonces existía una perfecta sintonía entre el poder militar y la Iglesia. Incluso algunos dirigentes de la Acción Católica fueron designados en el gobierno.
Para las elecciones de 1946, en un claro veto a la Unión Democrática, el Episcopado recordó a sus fieles la prohibición de votar a partidos que sostuvieran el divorcio y la separación de la Iglesia y el Estado.
Frente a la posibilidad de un triunfo de la "herejía liberal", la sugerencia eclesiástica representaba un claro apoyo a Perón.
La Iglesia entendía que Perón permitiría ampliar su influencia sobre el mundo del trabajo. Ambos manejaban un mensaje común: propendían a una organización solidaria que neutralizara la lucha de clases y los conflictos ideológicos, y se opusiera al "individualismo capitalista" y el "colectivismo comunista".
En los actos oficiales, Perón no dejaba de exhibir su devoción católica, estableció la enseñanza religiosa en las escuelas públicas, y el Episcopado participaba en la elaboración de los programas de estudios.
Pero un matiz comenzó a diferenciarlos.
El gobierno utilizó los textos escolares para resaltar sus realizaciones y exaltar a sus líderes por encima de los contenidos del catolicismo.
Además, incentivó la participación política de las mujeres —por medio del sufragio femenino, promovido por Evita—, que modificaba su rol en el hogar familiar.
Este desajuste respecto de los mandatos tradicionales del catolicismo continuó en otros sectores. La Iglesia comenzó a perder subsidios para sus instituciones de caridad, que fueron concedidos a la Fundación Eva Perón. La obra social de Evita y el mensaje del peronismo a sus propios “fieles” intimidaron a los dirigentes eclesiásticos, que comenzaron repudiar en voz baja la interferencia estatal en áreas de educación, familia, y asistencia social, sectores clave para convertir la sociedad al catolicismo.
Hacia 1950, Perón y Evita implicaban una nueva competencia en el territorio de la religiosidad popular. Sus figuras eran sacralizadas con el agregado de valores míticos o mágicos. Esto también se observó durante el proceso de enfermedad y muerte de Evita, despedida en un ritual funerario con oraciones populares, que prescindieron a las autoridades eclesiásticas.
En tanto avanzaba el proceso de visualización del peronismo como una forma de revelación religiosa, también progresaba en las bases urbanas la influencia de otros credos, siempre en perjuicio de las prácticas católicas.
Perón e Iglesia: el fuego que lo arrasó todo
En 1954 el disenso entre el peronismo y la Iglesia ya no tenía retorno. Un ejemplo del distanciamiento fue el Quinto Congreso Eucarístico, celebrado en Rosario. Perón no concurrió. Participó de una manifestación de la CGT que se organizó para contrarrestar el evento eclesiástico en la misma ciudad. Desde entonces comenzaron a escucharse las primeras voces eclesiásticas en reclamo de la excomunión de Perón.
La participación de la Iglesia en el plano político-partidario fue más directa desde la fundación de la Democracia Cristiana, como fuerza alternativa al peronismo, en 1954. Hasta entonces, los grupos civiles y militares concentrados en el antiperonismo no contaban con suficiente capital político ni capacidad de movilización para derrocar al gobierno. Pero lo alcanzarían con la inclusión de la Iglesia.
Con la guía espiritual y política de la dirigencia eclesiástica, la oposición, que había sido neutralizada por el oficialismo, pudo crear el clima de tensión y conmoción pública que había buscado infructuosamente durante casi diez años.
La Iglesia fue el instrumento catalizador. Sus manifestaciones, a menudo vetadas por la “ley de reuniones públicas”, convocaban a miles de feligreses y se convertían en jornadas de lucha política. Los carteles de “Cristo Rey” acompañaban las movilizaciones en las que se acusaba a Perón de “fascista” y “totalitario”. Los católicos empezaron a trabajar para su caída con la misma fe y el mismo celo con los que antes lo habían respaldado para llegar al poder en 1946.
El Estado también se ocupó de poner al catolicismo en un plano de igualdad con otras creencias. Perón autorizó el ingreso de evangelistas y espiritistas a cárceles y hospitales -una zona hasta entonces exclusiva del culto católico- y promovió el retiro de las imágenes de la Virgen de edificios públicos o de sedes sindicales. Por entonces, era habitual que los diarios oficialistas demonizaran a los curas y los acusaran de "infiltrarse en las organizaciones del pueblo".
La guerra entre Perón y la Iglesia estaba desatada.
La militancia católica también hacía su parte para conspirar contra la estabilidad institucional.
Los panfletos impresos por la Acción Católica denunciaban no solo las torturas del peronismo, sino también más de "cuatro mil casos de desapariciones". Los panfletos presentaban casos improbables de esqueletos que habían sido descubiertos bajo tierra en los basurales de la ciudad, en el empalme de la avenida General Paz con la Ruta Panamericana, y también mencionaban cadáveres transportados por aviones y arrojados al Río de la Plata. También se referían a quemas clandestinas de opositores a Perón en la Chacarita, organizadas por la Policía Federal, con conocimiento de su jefe, el general Miguel Gamboa.
Aunque las desapariciones no podían ser constatadas con nombres y apellidos, la información circulaba en la sociedad y comenzaba a roer el tejido político oficialista. Los panfletos eran repartidos en instituciones católicas, estudiantiles y ámbitos de las Fuerzas Armadas.
En la sucesión de incidentes con la Iglesia, el peronismo también reforzó su ofensiva desde el Estado. Los subsidios a las escuelas católicas fueron eliminados y la enseñanza religiosa fue reemplazada en los establecimientos educativos por la “doctrina nacional”, una versión pedagógica elaborada en base a las “veinte verdades” que presentaba al justicialismo como una nueva filosofía de vida, humanista y cristiana.
Además, Perón, que había venerado a la Orden de la Merced desde su niñez, descargó una batería de proyectos de ley muy sensibles al sentimiento católico: el Parlamento sancionó la ley de divorcio, legalizó la prostitución, reconoció a los hijos "naturales" como hijos "legítimos" y promovió una reforma constitucional que debía concluir con la separación de la Iglesia y el Estado.
El Senado la aprobó el 20 de mayo de 1955.
Cinco días después, en los actos por la Revolución de Mayo, ningún funcionario del gobierno participó del tradicional Tedeum en la Catedral metropolitana.
Bombas sobre la Casa Rosada, la quema de iglesias
La Iglesia utilizó la procesión de Corpus Christi para amplificar las voces del antiperonismo. El sábado 11 de junio de ese año, la celebración religiosa, que no había sido autorizada por la policía, se concentró en la Catedral; la homilía se escuchó por los altoparlantes. La plaza estaba llena de feligreses. Más tarde, centenares de miles de manifestantes comenzaron a recorrer la ciudad al grito de “Cristo Vence”, acompañados por la dirigencia opositora.
Durante la noche de la manifestación de Corpus Christi, en la zona de Congreso, se izaron una bandera del Vaticano junto a otra argentina, que luego apareció quemada. Fue evidente que la policía fabricó el episodio para generar un mayor enfrentamiento entre Estado e Iglesia y disparar la “indignación popular” contra los curas y la oposición. Para la prensa oficialista, la magnitud de la marcha quedó sublimada por el agravio a la bandera argentina.
La contraofensiva se inició al día siguiente.
El domingo 12, la misa vespertina de la Catedral se convirtió en territorio de combates. Grupos de choques afines a Perón se enfrentaron a centenares de estudiantes opositores y de católicos, que se parapetaron alrededor del templo para defenderlo. Casi trescientos de ellos irían presos a la cárcel de Devoto.
El punto más alto de la disputa con la Iglesia llegaría con la expulsión de dos obispos de la Arquidiócesis de Buenos Aires, Ramón Novoa y Manuel Tato, señalados como responsables del agravio a la bandera. Fueron enviados a Roma.
El 16 de junio, el diario vaticano L’Osservatore Romano se publicó la respuesta de la Santa Sede: todos los funcionarios que habían participado de la expulsión de los obispos habían incurrido en la excomunión “latae sententie” (automática) de la Santa Sede.
Pero no precisaba si la excomunión también alcanzaba a Perón.
De todos modos, entonces no se preveía que la peor respuesta contra Perón no vendría desde el Vaticano sino desde el cielo. Muchos de los aviadores navales que bombardearon Buenos Aires el 16 de junio habían acompañado la celebración de Corpus Christi.
La aviación naval bombardearía la Casa Rosada en momentos en que Perón reuniera a su "estado mayor", los hombres con los que compartía las decisiones gobierno. Se encontraba con ellos, semana de por medio, los días miércoles a las diez de la mañana. La idea de sepultar a Perón bajo los escombros para poner punto final a su gobierno tenía al menos dos años, pero la fecha se decidió de apuro, dos días antes del bombardeo.
La primera bomba sobre la Casa Rosada fue lanzada a las 12.40. Pesaba 110 kilos. Explotó sobre una cocina de servicio del primer piso. Mató a dos ordenanzas. La explosión hizo caer parte del techo de la sala de prensa. Los periodistas se escondieron en un túnel interno.
A las cinco de la tarde, poco después de que el último vuelo del avión Gloster ametrallara la Casa Rosada, miles de personas, convocadas por el gobierno, llegaron a Plaza de Mayo.
La población comenzó a rodear la Catedral. La curia metropolitana fue destruida en forma parcial, también fueron saqueadas sacristías y estatuas. Algunos sacerdotes y feligreses fueron hostilizados. Se quemaron iglesias.
Con más de 300 muertos por las calles, caídos bajo las bombas, Perón intentó una reconciliación con la Iglesia, quizá para evitar una guerra civil. Ordenó que se restauraran los templos incendiados, garantizó la libertad de credo, y echó de su gabinete a los ministros más expuestos con la política anticlerical.
El 16 de septiembre de 1955, las Fuerzas Armadas lo desalojaron del Poder.
En los primeros meses de su exilio, Perón conoció a Isabel en un balneario de Panamá. Estaba junto a un grupo de bailarinas argentinas, de gira por Centroamérica. Él tenía 60 años. Ella 24.
Pocas semanas después Isabel se ofreció a colaborar en la limpieza y la cocina del departamento del Edificio Lincoln, donde Perón vivía con dos colaboradores, Isaac Gilaberte y Ramón Landajo.
De este modo, Perón fue atravesando el exilio: de Panamá a Venezuela, de allí a República Dominicana y finalmente llegaron a España, en enero de 1960. Fueron los muchos países que rechazaron su residencia.
De aquellos colaboradores que lo habían protegido en aquellos días sombríos ya no quedaba ninguno. Perón fue desprendiéndose de cada uno, encargándole distintas misiones, liberándose de su compañía cotidiana. Todos fueron quedando en el camino.
A su lado sólo permaneció Isabel.
El casamiento secreto en Madrid y la absolución de la Iglesia
Desde los primeros meses en Madrid, Perón se fue abriendo a nuevas sociales. El director del diario Pueblo Emilio Romero era uno de los gestores de los gestores de contactos en el ámbito falangista.
No era el único.
A través del teniente coronel Enrique Herrera Marín, Perón conoció al teniente coronel médico endocrinólogo Francisco Florez Tascón, director del Hospital Militar, un médico de culto muy bien considerado dentro del franquismo, al igual que su esposa María Dolores Sixto Sanz de Florez Tascón, secretaria del obispo de Madrid, monseñor Leopoldo Eijo Garay.
Todos eran cerrado defensores del régimen del General Franco.
Si se tiene en cuenta que desde hacía algunos años Perón intentaba dilucidar si había sido excomulgado o no por el papa Pío XII -por violar la ley canónica al expulsar de la Argentina a los obispos auxiliares Tato y Novoa en 1955-, y, también, que enviaba emisarios para apaciguar los rencores de la Iglesia Católica, se puede deducir que ese núcleo de relaciones sociales le interesaba.
Perón también debía entregar algo para ser aceptado. Florez Tascón, quien se convirtió en su médico personal, podía presentarlo en su círculo de amistades como un ex presidente en desgracia, pero lo incomodaba aceptar que convivía con su secretaria -tal como la presentaba a Isabel Martínez- sin legalizar la relación. Naturalmente, eso era un pecado, y el devoto militar médico no dejaba de recordárselo.
En el primer año de su exilio en España, Perón intentó escapar al compromiso matrimonial. Siempre ponía como obstáculo el cadáver de Evita. Solía explicarle a Florez Tascón que, mientras el cuerpo de su esposa continuara desaparecido, no le haría un favor a su memoria si contraía un nuevo matrimonio.
Pero el médico se mantenía firme en su creencia:
—Tú te tienes que casar con Isabelita y Evita aparecerá cuando llegue el momento.
Perón creía que la Iglesia Católica no le concedería el sacramento luego de cinco años de convivencia. No obstante, a pesar de todos los impedimentos y las argucias, deseaba recomponer las relaciones con la Iglesia porque creía que jamás podría volver al poder si no lograba saldar los rencores con Roma.
"Quien come curas, come veneno", dice el refrán. Durante su exilio, Perón siempre lo recordaba. Quizá la posibilidad de ser absuelto por el Vaticano era lo que más inclinaba su ánimo en la dirección del matrimonio.
El contacto con el franquismo también creó el marco propicio para retomar su vinculación con la Orden de la Merced. A fines de la década de los treinta, cuando era agregado militar en Roma, Perón había frecuentado a los frailes para mitigar sus desfallecimientos espirituales, y los mercedarios le brindaron protección y paz. La relación continuó hasta el punto de que el padre Moya fue asesor religioso durante su gobierno, aunque nada pudo hacer para evitar el enfrentamiento de Perón con la Iglesia.
Perón retomó la confesión en Madrid en 1960.
Estaba menos animado por las turbulencias políticas que por las sentimentales.
Cuando visitó la parroquia mercedaria de la calle Silva, le confió al fraile prior Elías Gómez y Domínguez que se sentía muy solo. No encontraba su lugar ni a nadie que lo comprendiera.
—He tenido muchas mujeres, pero de ninguna he recibido el cariño que esperaba. ¡De ninguna! —le dijo.
El fraile vio en ese hombre público genial a un ser desangelado, sumido en una profunda soledad. Un Quijote perdido, sin voluntad ni carácter, que siempre era mandado por quien estuviera a su lado. Perón vivía desengañado.
Gómez y Domínguez le dijo lo que ningún obispo hasta ahora se había animado: si no se casaba con Isabel, tenía a cualquier Orden para servirle, pero no a la de los mercedarios.
—Usted vive junto a esa mujer en concubinato, y como sacerdote no puedo admitírselo.
El fraile intuía que Perón no quería a Isabel, y tampoco ella a él.
Pero si no había un compromiso emocional entre ambos y no deseaban casarse, tampoco podían seguir viviendo juntos. La Orden no podía aceptarlo en esa condición.
—Yo soy su confesor, y no puedo adularlo como lo hicieron tantos otros. A usted le faltaron asesores que le dijeran la verdad. El problema de ser una montaña es que hasta la cima no llega más que el humo. ¿Cómo explica usted a un hombre que vive con una mujer durante tantos años cuando no es su esposa? —preguntó.
Perón comenzó a llorar:
—Usted es el único que me ha puesto de rodillas, padre —le dijo.
Impulsada por la amistad y la religiosidad de Lola Florez Tascón, y acompañada por ella misma en el convento, Isabel ofrendó a la Virgen de la Merced un manto que le habían enviado mujeres peronistas de La Rioja, la tierra donde había nacido. La publicación de la foto de ese sencillo acto en la revista interna de la Orden desató el escándalo. ¿Cómo una revista religiosa podía dar publicidad a una mujer que hacía vida marital con un hombre excomulgado?
El nuncio apostólico en Madrid Ildebrando Antoniutti, que estaba convencido de la vigencia de la excomunión de Perón y se irritaba al verlo en los oficios religiosos desempeñándose como padrino de bautismo, puso el grito en el cielo. El canon 263 prohibía a los excomulgados a participar en actos eclesiásticos. Y pese a ello Perón fue elegido padrino de Juan Cernuda, hija del poeta Amancio Cernuda, en un oficio celebrado en la iglesia Nuestra Señora de las Angustias en Madrid.
La presión conjunta de su círculo de amistades y de la Orden de la Merced fue torciendo la voluntad de Perón. Y tanto el matrimonio Florez Tascón como el mismo padre Gómez y Domínguez impulsaron al arzobispo de Madrid, Eijo Garay, a buscar un resquicio en la interpretación de las leyes canónicas que permitiera redimir al cautivo y llevar adelante la boda.
El arzobispo de Madrid era el único que podía subsanar el problema, y el que mayor respaldo eclesiástico y político tenía para asumir las consecuencias.
Eijo Garay recomendó la única solución que consideraba posible: un casamiento en secreto. La ceremonia debía celebrarse con la mayor reserva, lo que permitiría a la pareja llevar ante la sociedad la idea de que se había celebrado años atrás. De allí en adelante se debía informar que Perón e Isabel estaban casados. Ni una palabra más. El dato de que antes de la boda vivían en concubinato los desprestigiaba a todos.
En términos eclesiásticos, el matrimonio no sería inscripto en ningún registro parroquial de Madrid, pero sería canónicamente válido. Y además tendría plena efectividad, por lo que la novia no perdería los derechos sucesorios de su marido.
El 15 de noviembre de 1961, Perón e Isabel se casaron en la casa de Florez Tascón, en Cea Bermúdez 55, en una ceremonia oficiada por el cura Elías Gómez y Domínguez. A partir de ese día, Perón fue legitimado socialmente por su círculo de relaciones e Isabel le pidió a Rosario Álvarez Espinosa, la mucama que había traído del hotel de Torremolinos, donde residió los primeros meses antes de llegar a Madrid, y también a Amparo, la cocinera, que la llamaran "señora".
Para esa misma Navidad, los cónyuges enviaron con orgullo a sus más íntimas amistades una tarjeta de salutación firmada con los nombres de Juan D. Perón y María Estela Martínez Cartas de Perón.
Pero el secreto duraría poco: el periodista Armando Puente, de la agencia France Press de Madrid, revelaría pocas semanas más tarde los detalles de la boda, y lograría desquiciar al arzobispo Eijo Garay, quien había realizado colosales esfuerzos para que el sacramento permaneciera en la nebulosa.
Poco más tarde, en febrero de 1963, tras un pedido de perdón, Perón lograría la absolución del Vaticano, que le impartió Eijo Garay en nombre del Papa Juan XXIII. Quedaría en paz con la Iglesia. Para lograrlo, había sido imprescindible su matrimonio con Isabel.
Sin embargo, la reconciliación no sería completa, o coronada con una audiencia con el Papa, como Perón lo hubiese deseado.
Poco antes de su regreso al país, después de 17 años de exilio, gestionó a través de distintos interlocutores un encuentro con Paulo VI. No lo logró.
El Papa, sin embargo, el 30 de marzo de 1973, recibiría a Héctor Cámpora, presidente electo de la Argentina, junto a su familia. Le concedió una audiencia privada en su biblioteca junto a su familia. Conversaron durante 35 minutos.
Cuando regresó al Hotel Excelsior, de Roma, donde se hospedaba, encontró a Perón en el hall. El Papa bendijo a Cámpora, pero había rechazado el encuentro con su mentor. Incluso más: dos semanas antes de la muerte de Perón, Paulo VI recibiría en audiencia a Isabel y a López Rega.
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