Creó los boliches más icónicos de Bs.As., dejó la noche y es una de las caras del boom gastronómico de Miami

Diego “El Mono” D’Alvia está convencido: la cintura argentina es una mentira que no sólo no sirve para emprender en el primer mundo, sino que resta. El empresario que desde los 19 años estuvo detrás de Bulldog, Caix, La Morocha y Crobar, entre otros, abrió hace un año restaurante Wayku, en Wynwood, que ya se convirtió en la meca de turistas y expatriados

Guardar
Diego "El Mono" D'Alvia, hoy
Diego "El Mono" D'Alvia, hoy uno de los referentes gastronómicos de Miami

Empezó como una aventura de verano. Era 1986 y Diego “El Mono” D’Alvia estudiaba medicina. Tenía 19 años y, como cada verano, se preparaba para el largo receso familiar en Punta del Este, en tiempos en que las vacaciones duraban de diciembre a marzo. Esa temporada, sus amigos de siempre –Martín Péndola y Sebastián Valles– lo invitaron a sumarse a un plan distinto: poner un boliche en la parada 5 de la Mansa.

Un amigo de los padres de Martín tenía la concesión del que entonces era el parador Zorba y les ofreció a los chicos ocuparse de la noche: así nació Bulldog, un ícono de época que unos años después llegaría a Buenos Aires.

No lo sabían, pero el 24 de diciembre en que abrieron sus puertas por primera vez, comenzó a trazarse la vocación de los tres, y también el destino de muchos de los que crecieron sintiéndose parte de sus proyectos en la noche y la gastronomía porteñas: Péndola fue hasta hace pocos meses dueño de Caix –que más tarde también crearon juntos–, Valles es el dueño de la parrilla La Dorita, y en el recorrido de D’Alvia están los boliches que marcaron a por los menos dos generaciones entre fines de los 80 y los 2000: además de Bulldog y Caix, Crobar, La Morocha, y las fiestas Creamfields.

El Mono, como lo conocen quienes se acostumbraron a gritar su nombre como contraseña en la puerta de cada uno de esos vips, trabajó –y sufrió los vaivenes de la economía nacional– por treinta años a la hora en que los demás duermen o se divierten, hasta que se decidió por la luz del día. Primero, se asoció al clásico rioplatense Chiviterías Rex, y su nueva aventura es nada menos que bajo el sol de Miami, donde su restaurante Wayku se convirtió en el último elegido de Wynwood (el barrio top del momento) y con clientes famosos en todos los hemisferios –entre los nacionales, de Tini y Zaira Nara a Nacho Viale, Nicole Neumann y Joaquín Levinton–.

D'Alvia sostiene que la famosa
D'Alvia sostiene que la famosa "cintura argentina" para emprender no sirve en el primer mundo, y que se debe tener paciencia para ver los frutos de una inversión

Pero la fórmula del éxito no es lineal: ni a los 20, cuando arrancó con Bulldog, ni hace dos años, cuando apostó por la gastronomía en otro país y en plena pandemia las cosas fueron tan fáciles como podrían suponer los habitués de Wayku –en quechua, “el arte de cocinar”– por su sonrisa 24x7 y la generosidad con la que recibe a cada uno como si fuera un amigo. Quizá esa sea la llama que conserva desde su primer emprendimiento: “La gente quiere sentirse diferente al resto más allá de la propuesta. Y para lograrlo hay que estar ahí, atenderlos, charlar, saber qué le gusta a cada uno”, dice. D’Alvia también sabe desde Bulldog que no alcanza con eso: “Aquel primer año nos fue muy bien desde el punto de vista de convocatoria y de cantidad de gente que había en la discoteca todas las noches. Pero desde el punto de vista económico nos fue muy mal, porque se llenó rápidamente pero de amigos y de amigos de amigos y, claro, los amigos no siempre pagan”.

En esa primera experiencia, el Mono no tuvo apoyo de sus padres, que no veían con buenos ojos que su hijo se pasara el verano viviendo a contramano de la familia y pudiera descuidar su carrera. Su parte del capital inicial para inaugurar el boliche en el parador se la prestó la madre de Valles, y como fue un fracaso comercial, tuvo que vender su auto en cuanto llegó de Punta del Este para pagar su deuda de mil dólares.

Las cosas cambiaron al año siguiente, cuando reincidieron de la mano de un hombre clave en la noche de los 90: Gustavo Palmer. “No teníamos pensado hacerlo más –recuerda en diálogo con Infobae durante una escala en la Argentina para visitar a su mujer y a su hijo menor, Benicio, que siguen instalados en Buenos Aires (tiene otros dos de su primer matrimonio y, con la modelo Dolores Moreno, a Felipe, de 20, que está viviendo con él en Miami)–. Pero habíamos llevado tanta gente, y tan linda, que apareció este personaje que tenía claro el negocio de la nocturnidad y nos dijo que quería que nosotros nos encargamos de llenarlo, que él se iba a hacer cargo de la administración y la organización del lugar. Ya no teníamos que poner plata, sino convocar, así que accedimos”.

Entonces, sí, llegó el éxito. Bulldog se mudó a la parada 19 de la Brava, y D’Alvia pudo recuperar su auto, aunque ya no era el viejo 147 que había vendido tras el fracaso anterior, sino un Mini Cooper. Para mediados de la tercera temporada en Punta del Este, Palmer les dijo que había un lugar en Marcelo T. de Alvear y Paraguay que era ideal para llevar Bulldog a Buenos Aires. Abrieron el 17 de marzo del 89, justo el día que Diego cumplía 21 años. La mayoría de edad le llegaba con un trabajo que había dejado de ser su pasatiempo de verano para convertirse en actividad de tiempo completo. No faltaba mucho para que dejara Medicina: su plan de carrera había cambiado sobre la marcha y se afirmaba como incipiente empresario.

Eso ocurría, sin embargo, en medio de la mayor crisis inflacionaria de la Argentina y en un contexto donde cada decisión estaba en riesgo, porque ni las reglas de juego financieras ni institucionales eran claras –y las habilitaciones eran tierra de nadie–, algo que no mejoró con el tiempo. D’Alvia, que se define como alguien “con una cabeza de frontera”, siempre innovó: cuando Bulldog tuvo problemas con los vecinos –que llegaron a tirarle bolsas con lavandina desde los edificios a la gente que iba a bailar– encontró la solución mudándose a un lugar entonces inexplorado, la Costanera; la apertura de Caix, en 1990, terminó por revitalizar toda la zona.

“Una madrugada volviendo para Highland después del boliche, agarramos por Salguero y cuando llegamos a la Costanera vimos un cartel gigante en Costa Salguero que decía ‘alquilo lotes para todo tipo de destino’ –cuenta a Infobae–. Así que llamamos a ese teléfono. No había mejor lugar: nos liberábamos del problema de los vecinos y del estacionamiento. Entonces nos pusimos a construir Caix”.

Era un proyecto muy ambicioso y ellos eran muy jóvenes, así que buscaron inversores. El boliche inauguró la década y una nueva forma de concebir el entretenimiento nocturno en Buenos Aires: a pocas cuadras del centro, pero en un espacio aislado, donde la fiesta no molestaba a nadie y podía extenderse. Caix se transformó en un emblema de los 90 y fue la piedra basal para que muchas otras discotecas –como El Cielo, Tequila y Pachá– se instalaran frente al río.

Pero en algún momento, D’Alvia sintió que había que avanzar hacia otro lado. Así nació La Morocha, para la que volvió al camino que había iniciado con Bulldog: primero afianzarse en el verano esteño, y después abrir en Buenos Aires. De nuevo pensó la ubicación con “cabeza de frontera”, esa que le sigue permitiendo ver más allá de lo establecido. La Morocha se instaló bajo la estación Tres de Febrero de la Línea Mitre, en Dorrego y Libertador, frente al Campo de Polo y fue pionera entre los emprendimientos de Los Arcos.

D'Alvia en la puerta de
D'Alvia en la puerta de Crobar, uno de los míticos boliches que creó

D’Alvia dice que fue la corrupción argentina la que terminó con ese proyecto y lo hundió en la mayor crisis financiera –y uno de los peores momentos– de su vida: “Un domingo a la madrugada cerré la discoteca y, cuando volví el lunes a trabajar, teníamos todo clausurado. El gobierno había decidido ceder en forma gratuita las tierras más caras de la Ciudad de Buenos Aires para hacer una mezquita y no podía haber una discoteca a menos de dos kilómetros. Yo, casualmente, tenía una discoteca mucho más cerca que ya funcionaba”.

Por más de un año no pudo siquiera entrar para retirar las cosas del lugar y terminó por perder cerca de US$600.000. No había cumplido 30 años, acababa de nacer su hija mayor, Juana, y de pronto estaba también a cargo de las familias de los empleados que habían perdido su lugar de trabajo. “Fue la primera señal que tuve de lo difícil que era emprender y progresar en la Argentina, donde nada es previsible, ¿cómo iba a imaginar yo que me iban a cerrar el boliche por algo así? Desde ahí me quedó prendida la lamparita de alerta”, asegura.

Si pudo salir adelante entonces fue porque también había sido pionero en incorporar sponsors “más allá del cartel”, con acciones que no eran frecuentes, como las fiestas de Camel. Con esa marca organizó junto a Martín Gontad un ciclo de fiestas en el estacionamiento de Pachá que fueron el puntapié para traer al país la licencia de la Creamfields. D’Alvia estuvo en el armado de las catorce ediciones porteñas de la fiesta electrónica más famosa del mundo y fue de los primeros en invitar a DJs internacionales a la escena local. Era 2001 y otra vez estaba al frente de la tendencia que iba a marcar la década y, al mismo tiempo, intentando resistir y hacerse fuerte en medio del colapso nacional.

“Me encargaba de los vips de la Creamfields, cuando me llamaron para hacer una discoteca nueva. Todavía no tenía el nombre de Crobar, que arrancó con fiestas electrónicas en un formato más pequeño. Pero todo era siempre complejo –dice–: en la Argentina para que te autorizaran una fiesta había que esperar hasta un rato antes, cuando ya tenías todo terminado y pagado. Ahí venía un inspector de cualidades incomprobables que decidía si el lugar estaba en condiciones de abrirse. Claro, a todo esto vos ya habías hecho toda la inversión de producción, del DJ, y habías cobrado casi todas las entradas”.

Otra postal de los '90:
Otra postal de los '90: DÀlvia entre Pety Peltenburg y Alejandro Gravier

Fue una mezcla de eso y estar agotado de todo el sistema de la noche lo que lo llevó a buscar otros rumbos: “Me cansé. Ya no sentía ninguna gratificación ni cuando la gente se reía, me habían dejado de causar gracia los borrachos y un mundo del que yo siempre fui un observador, porque disfrutaba a través de lo que les pasaba a los otros. También estaba harto de tener que salir corriendo todos los 24 y todos los 31. Tenía mi familia, ya era más grande, necesitaba otra cosa”.

No volvió a pisar una discoteca, pero el cambio tampoco fue fácil, dice: “La primera vez que volví a Punta del Este después de haber dejado de trabajar, no sabía qué hacer. Me sentí absolutamente perdido, ¡no entendía para qué servían las vacaciones!”. Pronto se sumó a Marcelo Suárez Bidondo para desarrollar y expandir el modelo de negocios de una marca que ya tenía historia a ambos lados del Río de la Plata: Chiviterías Rex.

Fue la puerta de entrada definitiva a la gastronomía. Siempre había estado en contacto con lo que pasaba afuera: “Igual que los diseñadores viajan para ver telas y tendencias, o los médicos van a los congresos, yo me iba dos veces por año a ver los mejores festivales y fiestas del mundo. Y así también empecé a ver desde muy chico cómo funcionaba todo fuera de nuestro país. De a poquito iba teniendo cada vez más relaciones afuera y conociendo más el backstage de cómo se hacían las cosas”. Miami –”la Latinoamérica del primer mundo”, define– era el norte y lo concretó en 2018. “Tengo la capacidad de visualizar lo nuevo y lo que va a pasar, y veía que la ciudad estaba explotando desde lo artístico y cultural –dice–. Me pareció el lugar natural para el proyecto de Wayku –su restaurante de cocina fusión asiático andina y mediterránea en Wynwood–, así que cerramos contrato y arrancamos la obra antes de la pandemia, en 2019″.

En marzo de 2020, D’Alvia estaba en plena obra y comenzando a trabajar la carta con el cheff y DJ italiano Matteo Gritti, cuando el mundo quedó en pausa por el Covid. Cualquiera podría pensar que la experiencia argentina lo había preparado para las contingencias, pero el empresario asegura que no es así. “No sólo no es un plus, es contraproducente, porque en Estados Unidos las cosas son extremadamente estructuradas e inamovibles, entonces la cintura argentina no sirve. Uno cree que va a poder hacer lo mismo que hace acá y no es así en absoluto, porque tenés un proveedor al que le tenés que pagar a los 10 días y, si a los 10 días no le pagaste, te da de baja y no le pidas nunca más una mercadería. No existe el ‘pasate mañana que te pago un cheque a 30 días y después vemos’, no existe el ‘vemos cómo’, ni nada de eso –ejemplifica–. Terminemos con la mentira de que la cintura argentina te ayuda en algo cuando estás afuera”.

D'Alvia cuenta que un día
D'Alvia cuenta que un día se dio cuenta que la noche ya no lo divertía y quería compartir más tiempo con sus hijos. Y se reinventó como empresario gastronómico

Wayku inauguró en 2021 y, como todos sus emprendimientos anteriores, fue un boom de convocatoria, aunque D’Alvia aclara que el éxito del negocio aún es relativo: “Me va muy bien para lo que es arrancar algo en Estados Unidos, pero acá los tiempos de la construcción de un negocio son muy distintos también. Yo tardé un año –tras una inversión de US$1,5 millones– para poder tener el local en una situación de equidad económica. Es importante saberlo y también es la razón por la que se funden muchos argentinos que vienen a emprender; tienen el dinero justo para terminar su negocio y no para poder sostenerlo y bancarlo. Y los negocios en Estados Unidos son a largo plazo, nunca a corto. Es algo que debería tener en cuenta cualquiera que tenga la idea de establecerse acá: hay que tener tiempo y resto para que las cosas sucedan”, aconseja.

En el largo o mediano plazo, el Mono piensa en Nueva York, aunque siente que estar en Miami ya es estar en las grandes ligas. “Acá hay restaurantes de muchísimos años y con inversiones monstruosas, muchos son filiales de lugares de todo el mundo”, dice. Está seguro también de que Wayku suma un diferencial en ese juego y es lo que también lo estableció como la nueva meca de los expatriados y turistas en esa ciudad: “En ningún lado vas a comer nada parecido, porque es una fusión particular. Tenemos ceviche, pero es de salmón con gazpacho verde de tomate, no con pescado blanco ni leche de tigre. Tenemos short rib, un hueso gigante desgrasado al horno durante ocho horas, que se acompaña con puré de arvejas, jengibre y wasabi. No lo vas a encontrar en otro lado. Pero, como te dije, el verdadero diferencial no está en los platos, sino en hacer que cada cliente se sienta especial”.

SEGUIR LEYENDO:

Guardar