Manuel Argerich, el médico que murió atendiendo enfermos de fiebre amarilla y sabía que estaba condenado

Ya había estado presente durante la epidemia del cólera cuatro años antes, pero la muerte lo encontró ejerciendo su profesión al lado de quienes habían contraído fiebre amarilla en el Buenos Aires de 1871. Sus temores, su entrega y la trágica pregunta que se hizo en soledad al pensar en su familia: “¿Tengo derecho de desafiar a la muerte y arriesgarme a abandonarlos para siempre?”

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La epidemia de fiebre amarilla
La epidemia de fiebre amarilla de 1871 fue un azote inimaginable en Buenos Aires. Cuatro años antes había sufrido una epidemia de cólera, traído por los soldados que combatieron en Paraguay

El 13 de marzo de 1871 desde las escalinatas de la Catedral se improvisó una asamblea popular. Enseguida la plaza, que entonces estaba partida en dos por la recova, se llenó de gente y al mediodía comenzó todo. La peste del “vómito negro” que en un primer momento las propias autoridades habían subestimado, estaba haciendo estragos y algo había que hacer. El 27 de enero se reconoció oficialmente la presencia de esta enfermedad con tres personas muertas halladas en el barrio de San Telmo, aunque habían existido víctimas semanas antes.

Estaban los pocos que no habían huido de la ciudad. Desde el presidente Domingo Faustino Sarmiento, su vice Adolfo Alsina, ministros, diputados, senadores, y hasta muchos de los médicos buscaron refugio lejos de Buenos Aires. Los que sí se quedaron fueron los sacerdotes y cerca de 160 médicos, que se multiplicaron en sus esfuerzos para atender a una población cercana a los 200 mil habitantes.

Ese mediodía quedó conformada la Comisión Popular de Salubridad Pública, encabezada por José Roque Pérez. La lista de integrantes la leyó a viva voz Héctor Varela, el director del diario La Tribuna. La comisión funcionó en un local de Bolívar 82.

Una de las subcomisiones, que se debía ocupar de la provisión de alimentos y ropas a los afectados, estuvo a cargo de Manuel Gregorio Argerich, uno de los médicos que decidió permanecer y ayudar.“No hay tiempo que perder. Salvemos al pueblo disipando esta nube de muerte”, dijo. Ya había actuado como secretario de la comisión que actuó durante la epidemia del cólera de 1867.

Fotografía con los miembros de
Fotografía con los miembros de la comisión creada para hacer frente a la epidemia. Muchos murieron víctimas de la enfermedad.

El primer Argerich que había llegado a Buenos Aires fue el catalán Francisco Mariano, coronel de los Reales Ejércitos y cirujano. Lo hizo en 1751, se casó con María Josefa Castillo y tuvo 18 hijos, y fue el origen de una nutrida saga familiar. El primero de ellos, Cosme Mariano, fue entonces el más reconocido. Hasta dos hospitales llevan su nombre.

Manuel Gregorio era su sobrino nieto. Había nacido en Buenos Aires el 15 de junio de 1835.

Como soldado había participado del sitio de Buenos Aires y peleó en las filas de Bartolomé Mitre en las batallas de Cepeda y Pavón. El 11 de diciembre de 1867 se casó con Manuela Ocampo, con quien tuvo dos hijos.

En 1864 fue vicepresidente de la Municipalidad de Buenos Aires, diputado nacional y convencional constituyente provincial. Presidió la logia masónica Regeneración Nº 5.

El cuadro de Juan Manuel
El cuadro de Juan Manuel Blanes. En el centro Roque Pérez y a su derecha Argerich

Había asistido a los enfermos por la epidemia de cólera que había sufrido la ciudad en 1867. Lo traían los soldados que volvían de combatir en Paraguay, la enfermedad había pasado a Corrientes, luego a Rosario para hacer estragos en los barrios más humildes de Buenos Aires.

La salubridad en la ciudad era casi nula. Las calles estaban sin pavimentar y los terrenos y paseos se rellenaban con basura. Casi ni existía el servicio de aguas corrientes y la población consumía el agua de aljibes y pozos contaminada con sustancias orgánicas. La fruta permanecía días al rayo del sol y muchos obreros, que trabajaban en labores del puerto, vivían hacinados con sus familias en precarias barracas de madera. A este panorama se sumaban los conventillos, con sus piezas pobladas de familias enteras.

Se dispuso que cada uno de los médicos cobrasen 10 mil pesos por mes, fondos que salieron de la Cuenta Especial de Gastos de la Epidemia. Cuando el número de afectados disminuyó, percibieron la mitad, y a partir del 1 de julio no les pagaron más. Entre los médicos que fallecieron figuran Francisco Javier Muñiz, Caupolicán Molina, José Pereyra Lucena, Francisco López Torres, Florencio Ballesteros, Zenón del Arca -decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires-, Ventura Bosch, Sinforoso Amoedo, Guillermo Zapiola y Vicente Ruiz Moreno, entre otros.

Cuando en una tarde murieron seis sepultureros del cementerio de la Chacarita, quedando 583 cadáveres insepultos, fueron ciudadanos comunes, como el poeta Carlos Guido Spano y tantos otros que se quedaron toda la noche cavando fosas.

Tres días antes de que muriese víctima de la epidemia, Argerich se preguntaba qué sería de su familia. “¿Tengo derecho de desafiar a la muerte y arriesgarme a abandonarlos para siempre?”. Su hermano Adolfo Víctor había engrosado el número de víctimas el 19 de abril.

Argerich quedaría inmortalizado en un reconocido cuadro del uruguayo Juan Manuel Blanes, que se inspiró en un hecho real. En una de las tantas recorridas que realizaba la policía junto a miembros de la comisión de Salubridad Pública, llegaron al conventillo de la calle Balcarce 384. Allí, la inmigrante italiana Ana Bristani yacía muerta y a su lado su pequeño hijo buscándole el pecho para alimentarse.

Si bien el caso existió, aparentemente el que habría descubierto la trágica escena habría sido un agente del orden. El artista incluyó en la obra a José Roque Pérez y a su derecha Argerich, conmocionados por lo que contemplaban. A la criatura la llevaron a la Casa de Niños Expósitos para darla en adopción.

Monumento levantado en homenaje a
Monumento levantado en homenaje a los que murieron durante la epidemia de fiebre amarilla

Roque Pérez falleció el 26 de marzo y lo reemplazó Argerich, quien terminó falleciendo el 25 de mayo, cuando el número de afectados comenzaba a bajar. Tenía 35 años. Su apellido quedó grabado a fuego en la lista de los que arriesgaron todo para salvar a sus semejantes. Hasta su propia vida.

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