El jefe de la Compañía de Comandos 601consideraba que un contraataque era perfectamente posible. Mario Castagneto recorría permanentemente las posiciones y sabía de lo que hablaba. Pero los generales estuvieron siempre con los borceguíes lustrados, jamás se acercaron a recorrer los pozos de zorro de primera línea para calibrar la situación. De haberse animado a ensuciar su calzado, se hubieran anoticiado de que los soldados estaban enteramente dispuestos a jugarse. Siempre y cuando, claro está, los generales se pusieran al mando.
Excepto las posiciones del Regimiento 8, que estaba en Bahía Fox, el mayor Castagneto recorrió todas las unidades. Y pudo constatar que los combatientes esperaban y necesitaban la presencia de sus jefes. Esos jefes que están cerca de la tropa, que no le escurren el bulto a la primera línea, que recorren las posiciones, que tienen el conocimiento profundo de cómo está la situación por la que se está atravesando, que llevan a todas partes su aliento, que hacen la arenga final. Lo que los soldados querían era el ejemplo personal, no que los generales se quedaran encerrados en el pueblo. En vez de ello, estos generales vivían lo más tranquilos en sus casas de Puerto Argentino. Con cocinero y calefacción.
Si los de Malvinas no hubieran sido generales de escritorio, nada les hubiera impedido reunir a oficiales y suboficiales, incluyendo a aquellos que pululaban en el pueblo y en la retaguardia y, sumándoles a los comandos, lanzar ese contraataque que los ingleses tanto temían.
Pero Mario Benjamín Menéndez, jefe de la Guarnición Malvinas y gobernador del archipiélago, hacía gala de una indiferencia rayana en la resignación. Siempre me pareció que el general ya se había rendido internamente hacía mucho tiempo atrás.
El talentoso periodista Manfred Schönfeld, escribió después de la rendición:
“Faltó el último coraje personal en la conducción. Si hubo sentimientos humanitarios, si no se quiso exponer a la tropa a ser víctima de una carnicería generalizada –suponiendo que verdaderamente, el armamento del enemigo era tan superior que casi diez mil hombres no pudieron resistirlo siquiera un poco más– pero en fin, si hubo ese acto de compasión para con la masa de jóvenes civiles conscriptos, nadie hubiera impedido, sin embargo, a los oficiales superiores al mando de la guarnición, licenciar a sus tropas, ordenarles rendirse, dar a conocer amplia y profundamente tal decisión a los cuatro vientos –para evitar posibles represalias ulteriores contra la tropa inerme– y una vez hecho eso, atrincherarse un puñado de hombres cuyo honor profesional los hubiera obligado a semejante acto de heroísmo, alrededor de su bandera, y pelear por ella hasta morir. De haberse dado un gesto de esta naturaleza, hoy los argentinos andaríamos con la frente más alta, e incluso en aquellos hogares atribulados por la tragedia de la pérdida o la mutilación de un hijo se sentiría que ese sacrificio impuesto por el destino fue correspondido, fue igualado, sin que quedasen sueltos los cabos de la duda y de la incertidumbre sobre la justificación del sacrificio”.
Sin embargo, hubo dos oficiales que quisieron hacer exactamente lo imaginado por Schonfeld: atrincherarse con un puñado de hombres y vender cara la derrota. Eran los jefes de las Compañías de Comandos 601 y 602, mayores Mario Castagneto y Aldo Rico.
La iniciativa partió del primero, quien le planteó a Rico la idea de preparar la última resistencia en Puerto Argentino. La operación se llamaría “Alcázar”, un término muy caro a Castagneto, ya que evocaba la heroica resistencia del asediado Alcázar de Toledo en 1936. El jefe de la 602 no estaba muy convencido, pero finalmente accedió ante el ímpetu y la convicción irreductible de Castagneto.
Bastante antes del arribo de Rico a Malvinas, el jefe de la 601 había anticipado que ese momento podía llegar. Y su idea era atrincherarse en la casa del gobernador. Es que en una campaña, lo que simboliza el triunfo es la conquista del objetivo estratégico; en este caso la ciudad de Puerto Argentino. Pero el enemigo no podría cantar victoria, mientras la casa del gobernador no estuviese en su poder.
Desde tiempo atrás, Castagneto creía que iba a ser necesaria una resistencia final, sin posibilidades de éxito tal vez, pero que encarnara el deseo de combatir hasta la muerte. Erróneamente se dijo luego que la idea era resistir casa por casa, pero Castagneto nunca lo imaginó así. Por empezar, era imposible con los efectivos de que disponía en aquel momento. Contaba sólo con unos sesenta hombres, ya que había perdido gente que tenía en la Gran Malvina. Sumados a los comandos de Gendarmería y los de Rico no superaban un total de noventa o cien. Pero sobre todo, Castagneto no quería escudarse en la población civil, contra la cual los ingleses no iban a disparar.
Discretamente, ambos mayores y sus jefes de sección reconocieron por dentro y por fuera la casa del gobernador, para determinar la mejor manera en que podía ser defendida. Y por expresa orden del jefe de la 601, a la que se plegó Rico, a partir del 5 de junio los comandos, tanto de Ejército, como de Gendarmería realizaron un relevamiento completo del poblado: tipos de casas, particularidades de los terrenos baldíos, lugares para hacer voladuras o tender trampas, vías de repliegue, cantidad de radios y vehículos de toda clase. Sin pedir permiso a la superioridad.
Es evidente que para Castagneto era una cuestión de honor mostrar a los ojos del mundo entero que los cuadros argentinos eran capaces de combatir hasta la muerte, aunque no tuvieran posibilidades de triunfo.
Lamentablemente, Menéndez tenía una idea bien distinta del sentido de la vida militar.
Sólo quedaba la opción de desplazarlo. Pero, ¿quién tenía la talla suficiente para conducir a los cuadros a un sacrificio heroico? Las miradas de Castagneto y Rico convergieron sobre el teniente coronel Mohamed Alí Seineldín. Por su prestigio, porque no estaba comprometido directamente en el combate, porque su regimiento estaba en las cercanías, parecía la persona más adecuada para ponerse al frente de la defensa de Puerto Argentino.
De ahí que, a renglón seguido de la reunión de camaradería de los integrantes de ambas Compañías de Comandos, el domingo 6 de junio ambos oficiales visitaron a Seineldín en su amplia casamata subterránea de las posiciones del Regimiento 25 y le ofrecieron un plan: apartar a Menéndez y que él se ponga al frente de una defensa en serio. Inesperadamente, el Turco rechazó de plano la propuesta. Adujo que no se podía alterar la cadena de mandos de esa manera, que era una falta de disciplina.
Años más tarde, sin embargo, no tuvo los mismos miramientos al liderar, al menos formalmente, las asonadas de 1988 y 1990. Si bien decepcionados por la actitud de este jefe, Castagneto y Rico no abandonaron la idea de una postrera defensa de Puerto Argentino: la encabezarían ellos mismos. Al parecer, no los amilanaba siquiera que sus actitudes fueran pasibles de consejo de guerra y fusilamiento inmediato.
Pero la intención de resistir llegó al conocimiento de Menéndez, y abruptamente todos los comandos fueron sacados de Puerto Argentino en el anochecer del 13 de junio. Se les dijo que del otro lado de Wireless Ridge, donde estaban los tanques de combustible, en la península de Freycinet, desembarcaron comandos del SAS y había que neutralizarlos. En realidad, mandaron allí un rejuntado, ya que la 602 había perdido parte de su capacidad militar y la 601 estaba desparramada, tenía gente en Howard, que no había logrado cruzar a Soledad.
Los comandos pasaron la noche bajo la nieve, mirando con los visores nocturnos, pero el SAS nunca apareció. Y a eso de las cuatro de la mañana Castagneto los impone de una nueva orden que acababa de recibir: ocupar una posición de bloqueo al oeste de la península de Cambers, en dirección a Monte Longdon, para evitar el avance de los ingleses, que venían de superar al Regimiento 7. Se trataba lisa y llanamente de una misión suicida. Unos cuarenta hombres sin armamento pesado eran ubicados a la intemperie frente a la artillería británica y dos o tres de sus batallones. “No me pregunten el por qué de esta orden”, se atajó Castagneto. Pero cuando el capitán Ricardo Frecha, que tenía con él una relación especial más allá de la profesión, lo agarra en un aparte, el mayor le dice: “No quieren que estemos en Puerto Argentino y hagamos la Operación Alcázar”.
Para evitar eso, los mandaban a una misión suicida.
“Ponernos en esa posición de bloqueo era una locura –me comenta Frecha–. Pero te aseguro que de ahí no nos íbamos a mover, moriríamos allí. Castagneto moría ahí, Rico moría ahí, yo moría ahí. Pensaba en mi esposa: bueno, ella va a poder rehacer su vida, es una linda mujer, todo pasará para ella. ¿Y mis hijos? ¡Los dejo huérfanos! ¿Trascenderé en ellos? Pero no había marcha atrás. Milagrosamente, la guerra terminó esa madrugada, y pararon todo”.
Ese día Castagneto agotó las baterías, llamando por radio para que los cruzaran nuevamente a Puerto Argentino. Quería volver para poner en práctica la Operación Alcázar. Y no hubo manera. Recién cuando escuchó por la radio militar que la rendición estaba acordada, después de unos cuarenta llamados que había hecho pidiendo que mandaran el barquito para cruzarlos, vio al Forrest que salía de enfrente a recogerlos,
El jefe de comandos nunca imaginó que la rendición se produciría en forma tan precipitada y sin haber ofrecido la resistencia final. Él había propuesto lo que haría cualquier soldado verdaderamente profesional: combatir sin parar. Su postura era, asimismo, altamente espiritual: pensaba en el juicio de la Historia, antes que en la propia supervivencia.
Sin embargo, no necesariamente la iniciativa de Castagneto iba a ser coronada con la muerte de todos los valientes atrincherados. En 1984, ese brillante intelectual que fue Manfred Schönfeld, me decía: “No acepto de modo alguno la típica excusa de que Menéndez estaba preocupado por su tropa. Hay ejemplos en la historia de cómo resuelve eso un oficial pundonoroso. Si entre esa muchachada se hubiese corrido la voz ‘¡El general en persona está lanzándose al ataque! ¡Carga frente a nosotros contra el enemigo!’ eso los hubiera galvanizado. Porque no hay soldado; ni profesional, ni conscripto, que resista eso. Y eso es lo que debiera haber hecho el general Menéndez. También, si se hubiera atrincherado en la casa del gobernador con cuadros, anunciando a los cuatro vientos que ha licenciado a su tropa, especialmente a los conscriptos, pero que él de ahí no se mueve, que tendrán que sacarlo muerto, yo me juego la cabeza, conociendo como creo conocer a los ingleses, en cuyo país viví nueve años seguidos, que si él hace eso, los ingleses se frenan. Si llega el mensaje a Londres –y a todo el orbe–: ‘El hombre no se va a rendir. Habrá que pasarlo a cuchillo a él y a sus doscientos selectos. ¿Qué hacemos? ¿Vamos a pasar por unos monstruos? ¿Cinco mil hombres vamos a masacrar a doscientos, cuando ellos con sus diez mil respetaron a nuestros ochenta Marines que estaban antes del 2 de abril?’ –me juego nuevamente la cabeza que la respuesta iba a ser: ‘Negocie con el hombre’. Y entonces, cuando se negocia, algo se saca. Algo más honorable, más digno. Pero irse así al mazo, es lamentable. Demostrativo de que ese general evidentemente no domina su oficio, ni tampoco tiene las cualidades esenciales del militar, que son el coraje y el espíritu de sacrificio”.
Después de todo, los jefes están justamente para hacer esa clase de gestos, interpretando la necesidad histórica. Menéndez, en cambio, no se rindió el 14 de junio. Ya había llegado rendido a las islas el 7 de abril.
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