El exilio en Buenos Aires del “Padre” de la Iglesia uruguaya por un conflicto alentado por la masonería

La decisión del obispo Jacinto Vera y Durán de desplazar al presbítero Juan J. Brid como cura rector de la Iglesia Matriz montevideana activó al lobby político que lo sostenía y terminó con el destierro temporal del hoy Venerable y posible primer santo del Uruguay

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La Iglesia Matriz de Montevideo en 1829
La Iglesia Matriz de Montevideo en 1829

El episodio que vamos a narrar ocurrió en 1862 y fue relatado en 1904 por Lorenzo A. Pons y, luego, por otros autores uruguayos. Si bien la vida ejemplar de su protagonista es bien conocida en la otra orilla del Plata, por tratarse de una figura de dimensiones fundacionales para la Iglesia del Uruguay (cuya causa de beatificación avanza en Roma y que podría en el futuro convertirse en el primer santo de ese país sudamericano) no es tan conocido en la Argentina. Y sin embargo, dos momentos concretos y críticos de su existencia (los años de su formación sacerdotal y un inesperado destierro) lo sincronizan con la Ciudad de Buenos Aires.

El venerable Jacinto Vera y Durán había nacido en 1813 en altamar, en el barco que traía a su familia desde Canarias con destino final a la Banda Oriental, y, luego, había estudiado en el seminario de los jesuitas repatriados a Buenos Aires en 1837, en tiempos de don Juan Manuel de Rosas. Ordenado en nuestra capital en 1841, y tras su paso por la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe en Canelones, desde 1859 era Vicario Apostólico del Uruguay, título de máxima autoridad pastoral, porque no existía sede episcopal aún.

En 1861, haciendo uso de su potestad de régimen, decidió el reemplazo del presbítero Juan J. Brid como cura rector de la Iglesia Matriz montevideana (quien era además parlamentario), designando en su lugar al presbítero Inocencio María Yéregui, con el propósito de obtener un párroco más entregado a la atención del curato. Lo comunicó al gobierno el 11 de setiembre de 1861. Pero he aquí que, de pronto, un escrúpulo “regalista” se interpuso en aquel trámite, en apariencia tan simple: ¿podía, per se, el prelado, proceder al reemplazo del oficio eclesiástico, o debía consultar previamente al Poder Ejecutivo? Era evidente que el saliente cura Brid gozaba de las simpatías del gobierno, donde, incluso, lo apoyaban sectores de la masonería que ya habían confrontado con Vera tiempo atrás.

Retrato del obispo Jacinto Vera y Durán
Retrato del obispo Jacinto Vera y Durán

La decisión tomada por el Vicario Apostólico se interpretaba como un agravio al derecho de Patronato que reclamaban las autoridades civiles. Pero, aclarado el incidente en notas sucesivas que cursó el prelado, todavía se siguió esgrimiendo como argumento jurídico canónico que el cura rector desplazado ostentaba el carácter de “propietario, colado o inamovible”, aunque en rigor era “interino” y “en comisión”. Quizá tan infatuado estaba Brid con su lobby político, que se creía de veras inamovible.

El episodio fue tomando escala en los hechos, cuando el cura cesante se negó terminantemente a entregar las llaves del templo matriz, alegando, en un impreso suelto que corrió velozmente, que procedía de tal guisa por orden del Ministro de Gobierno. Como dice el Evangelio, “no se puede servir a dos señores” y, por lo visto, el presbítero Brid ya había tomado el partido (equivocado) por uno de ellos.

La iglesia quedó cerrada a los fieles tras esta insubordinación del párroco ante su superior. A su vez, el Gobierno ordenó el 2 de octubre y por última vez a Vera y Durán, que mantuviera en su cargo al rector de la Matriz, en tanto no se sustanciara el previo acuerdo con el Poder Ejecutivo para su reemplazo.

La cuestión provocó un debate parlamentario y tuvo eco en la prensa. El Vicario Apostólico no aceptaba la directiva del Gobierno, por considerarla un atropello a la libertad de la Iglesia, como lo dejó expresado en diversas notas, con argumentos fundados en las normas del Concilio de Trento y la doctrina canónica. Porque era un competente canonista.

Hubo de tomar intervención entonces, a favor del prelado, el delegado de la Santa Sede ante las Repúblicas del Plata, que era monseñor Marino Marini. Y hubo otra actuación en favor suyo, desde Buenos Aires, con fecha 11 de octubre, que le dirigió Santiago de Estrada, uno de los líderes de la opinión católica argentina.

La Iglesia matriz de Montevideo, elevada al rango de catedral
La Iglesia matriz de Montevideo, elevada al rango de catedral

El gobierno uruguayo había reaccionado para entonces con mayor severidad que antes: el 4 de octubre dejó sin efecto el decreto dictado el 13 de diciembre de 1859, mediante el cual se había concedido, sin litigio ninguno, el “pase” al nombramiento eclesial como Vicario Apostólico. Vera respondió al día siguiente con una nota equilibrada pero firme, donde decía que su destitución sólo podía provenir de la Sede Apostólica, y que se resignaba cristianamente a soportar las consecuencias que el cumplimiento de su deber como prelado pudiera acarrearle.

Naturalmente, hubo agitación en el clero y, a excepción de seis sacerdotes que no le tendrían estima (o que eran más amigos de Brid o del gobierno), el presbiterio acompañó a su prelado y presentó ante las autoridades civiles una respetuosa protesta. Pero la mera suspensión del “exequatur” o reconocimiento oficial de su función como Vicario no conformaba a los sectores más recalcitrantes y opuestos a Vera, que pedían no sólo la destitución sino, además, el destierro. Esta medida le fue comunicada por el gobierno del presidente Bernardo Berro el 8 de octubre de 1862. Marcharía al destierro junto al presbítero Conde, que era Provisor y Vicario General. La orden era categórica y debía ser cumplida ese mismo día, para lo cual se le expidió el pasaporte.

Tras notificarse de la resolución en presencia de un oficial gubernamental, Vera firmó dos decretos y una Carta Pastoral a modo de despedida y justificación ante su feligresía; y tomando su breviario se dispuso de inmediato a abandonar Montevideo. Uno de aquellos decretos ponía en situación de interdicto o “entredicho” a la Iglesia Matriz montevideana, por cuanto le había sido sustraída de su jurisdicción eclesiástica y se hallaba, ahora, en poder de la autoridad secular. Por esta censura de último momento, no podían celebrarse oficios en el templo. A su turno, en la Carta Pastoral explicaba el desarrollo del conflicto.

Vista de Montevideo y su puerto en 1885 (La Ilustración Artística)
Vista de Montevideo y su puerto en 1885 (La Ilustración Artística)

Cabe señalar que antes de estos episodios concluyentes, el 21 de febrero de 1862, el nuncio Marini le había notificado la más plena aprobación de su conducta por parte de Roma.

Vera y Durán salió de su patria desterrado pero con suficiente y serena dignidad, y su prestigio quedaba en la más alta estima de sus fieles, del clero y de la Curia romana. Su firmeza había sido “siniestramente interpretada” por el gobierno, como él mismo expresó.

Escoltado por la policía como si fuera un reo, se embarcó en el vapor “Tévere”, con destino a Buenos Aires. Una vez aquí, se alojó en una celda del convento de los franciscanos, a metros de la Plaza de Mayo.

Durante su exilio porteño mantuvo correspondencia con el nuncio Marini, con quien presumiblemente consultaba sus próximos movimientos. Más tarde Marini fijó su residencia en Buenos Aires, facilitando aún más el contacto entre ellos. Estaba perfectamente al tanto de los asuntos de su jurisdicción y, así supo que seis sacerdotes habían violado el “entredicho” impuesto a la Matriz y que habían celebrado misa allí. También supo del nombramiento de un “gobernador eclesiástico”, recaído en un anciano presbítero, que fue virtualmente desconocido por el clero uruguayo. Este incidente motivó que Vera le dirigiera al designado una Carta Pastoral, exhortándolo a evitar las penas aplicables a la conducta cismática. También se dirigió al presbiterio y a la feligresía de su Vicariato Apostólico, reafirmando su autoridad pastoral. Y, además, el 27 de octubre, escribió nuevamente a los sacerdotes y laicos de su grey, condenando con la pena de “suspensión a divinis” a los presbíteros que que volvieran a celebrar oficios litúrgicos en la Iglesia Matriz.

Pero mientras Vera desplegaba, desde su exilio, estos actos de potestad, sufría el doble golpe del abandono de su compañero de destierro, el Vicario General, quien prefirió renunciar a su oficio y regresar a Montevideo, y la insurbordinación del Fiscal eclesiástico en la otra orilla.

Hubo emisarios del gobierno oriental que viajaron a nuestra capital para entrevistarse con el nuncio Marini, que ya residía entre nosotros. También hubo gestiones de dos abogados argentinos en favor del gobierno uruguayo. Pero la firmeza del Nuncio ratificaba, una y otra vez, los derechos del prelado injustamente desalojado de su sede.

El interior de la Iglesia Matriz de Montevideo en 1905
El interior de la Iglesia Matriz de Montevideo en 1905

Entre tanto, tal era la efervescencia en el Uruguay, que el presidente se vio forzado a designar al frente del Ministerio de Gobierno a un conocido católico. Merced a este nombramiento conciliador se llegó a un arreglo en diciembre de 1862, el cual tuvo, a su vez, algunas complicaciones burocráticas que demoraron el regreso de Vera a su sede. Finalmente, el 22 de agosto de 1863 fue admitido oficialmente de nuevo en su Vicariato legitimo. La decisión le fue notificada en Buenos Aires por el delegado don Joaquín Requena, quien conferenció con Vera y el Nuncio y permitió el retorno a bordo del vapor “Libertad” (¡vaya paradoja en el nombre!) acompañado por los presbíteros Chantre, Bollo y Casorla.

En setiembre de 1864 fue designado con la dignidad de obispo “in partíbus infidelium”, de la diócesis de Megara, y el 16 de julio de 1865, en la Iglesia Matriz de Montevideo, recibió la ordenación episcopal de parte de monseñor Mariano Escalada, obispo titular de la diócesis de Buenos Aires, a quien asistieron en esa ceremonia (por falta de otros prelados) los antiguos condiscípulos de Vera en el colegio de los jesuitas, el arcediano de la catedral de Paraná (José Álvarez), y el chantre de la catedral de Buenos Aires (Martín Avelino Piñero). En junio de 1878, el papa León XIII creó la diócesis de Montevideo y lo designó como su primer “ordinario” u obispo diocesano. Es interesante anotar que la nueva diócesis no fue erigida como sufragánea (es decir, dependiente) de Buenos Aires , sino ligada directamente a la Santa Sede, quizá como un modo de desalentar nuevos incidentes.

Monseñor Vera juró ante el gobierno uruguayo el 8 de enero de 1879, tras lo cual pasó a Buenos Aires para prestar el juramento canónico ante el obispo, que era León Federico Aneiros, el día 12 del mismo mes.

LOS DÍAS DE VERA Y DURÁN EN BUENOS AIRES

A decir verdad, y desde que la ciudad de Buenos Aires le era familiar y hasta entrañable (aquí había vivido siendo joven, había cursado su seminario y había sido ordenado presbítero), todo indica que durante los días de su exilio porteño Vera no quedó ni solamente recluido ni sólo urdiendo planes para su reposición. También ejerció su ministerio sacerdotal. Se dijo por entonces que, si bien había preferido alojarse en una celda conventual antes que en el palacio episcopal que le fue ofrecido, se lo veía con frecuencia en el confesionario de los franciscanos o de la catedral, en algunos oficios litúrgicos, visitando presos en la cárcel y enfermos en el hospital, y asistiendo a las familias más alejadas de la campaña.

Monumento sepulcral de Vera y Durán en la catedral de Montevideo
Monumento sepulcral de Vera y Durán en la catedral de Montevideo

El periódico El Pensamiento Argentino señaló como balance de su permanencia que “a nadie ocasionó molestias, a todos fue amable”; y dijo también que “Buenos Aires, que tuvo la dicha de formar a este sacerdote, hoy ha tenido el gusto de hospedarle en su destierro”.

Tenía fama, además, de ser un sacerdote estudioso, en especial de los asuntos de la Teología y el Derecho Canónico. No es de extrañar que durante su permanencia en esta cuidad le preocupara el destino de su nutrida biblioteca que había quedado en Montevideo. De ahí que en una carta fechada el 14 de octubre de 1862 le decía a Rafael Yéregui que pidiera a un tal Vicente Gayarre “que cuide la casa y mis libros…”

Esta preocupación explícita nos permite conjeturar que haya frecuentado, durante sus horas ociosas, la estupenda biblioteca del convento de los frailes franciscanos, donde numerosos próceres argentinos también fueron a abrevar.

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