La lucha de los artilleros en Malvinas: puños hinchados, oídos reventados y disparos hasta el último proyectil

El 11 de junio el Grupo de Artillería Aerotransportada 4 conmemora su bautismo de fuego en Malvinas, aunque sus piezas entraron en acción semanas antes, en los combates librados en Darwin. La historia de una de las unidades que pelearon con valor y eficacia en la guerra del Atlántico Sur

El disparo se ejecuta sentado en las flechas del obús, y se siente su poder. Para los servidores de la pieza el sonido es abrumador y deja los oídos zumbando si no se lleva los protectores. Todo ocurre en instantes: la orden recibida por radio o por teléfono, la preparación de la munición y las espoletas, la carga del proyectil y el disparo. Con el estampido el sentido que se exacerba es el olfato, y llega hasta la garganta el olor y el sabor ocre de la pólvora. El humo, el barro, el fuego enemigo, los vivas a la patria, las puteadas, todo se mezclaba entre los soldados que se ocuparon de disparar los obuses Oto Melara, de 105 mm.

El protagonista de esta historia en acción. El obús Oto Melara cumplió con diversas misiones en Malvinas. (Fotografía gentileza coronel Jorge Zanela)

Cada disparo era un desafío permanente a la artillería inglesa, que contaba con piezas de mayor alcance. Así fue el día a día del combate del Grupo de Artillería Aerotransportado 4 que, luego de varias deliberaciones, acordaron instaurar el 11 de junio como el día oficial de su bautismo de fuego.

Sin embargo, para ellos la acción había comenzado el mes anterior.

Fue la única unidad militar de Córdoba asignada a las islas. El 23 de abril, a las diez de la noche, partieron de Pajas Blancas, con su jefe al frente, el teniente coronel Carlos Alberto Quevedo. Llevaban tres baterías de tiro, compuestas por 18 obuses Oto Melara, de 105 mm. De Comodoro Rivadavia fueron por tierra hasta Puerto Deseado, donde el plan era embarcar las piezas en el buque mercante Córdoba. Pero la amenaza de submarinos enemigos hizo que se los cargase en aviones Hércules. Para el 28 de abril hombres y material estaban en las islas.

La masa del Grupo de Artillería Aerotransportado 4 ocupó posiciones entre Puerto Argentino y el aeropuerto, y luego, en mayo, serían movidos a Sapper Hill, una colina ubicada a 7 kilómetros de la capital isleña.

La carga sin parar provocó que los soldados se les hinchasen los puños de la fuerza que hacían para introducir el proyectil.

A partir del 24 de mayo, la batería de tiro A, compuesta de cuatro piezas, ocupó una posición en la zona de Darwin, agregándose a la fuerza de tareas “Mercedes”. Les harían frente con fuego de hostigamiento a los británicos que se desplazaban hacia ese punto luego de haber desembarcado en la bahía de San Carlos.

Dos piezas fueron enviadas por mar con el Río Iguazú. Luego de ser atacado por la aviación británica, en un complicado rescate que demoró más de un día de las piezas que se buscaron al tanteo en la bodega inundada del buque, llegaron a Darwin. Otros dos Oto Melara fueron llevados con un helicóptero Chinook el 26 de mayo por la tarde.

Ese día fue las piezas comenzaron a ser accionadas. Apuntaron además a una fragata inglesa a la que, luego de 16 disparos, la hicieron retroceder.

No hubo tiempo de cavar pozos de zorro o refugios. Jorge Zanela, que entonces era un subteniente de 23 años, jefe de la sección piezas, contó a Infobae que estábamos “a cuerpo gentil y protegidos solo por nuestro fuego”.

Con el puesto comando de fondo, el capitán Miguel Perandones es el primero desde la derecha. (Gentileza coronel Miguel Perandones)

Desde que entró en posición, se soportó los fuegos de hostigamiento del enemigo, para evitar el descanso.

El 28 de mayo fue un día de combate intenso. Zanela recuerda que todo se resumía en cargar y tirar. Cada obús estaba a cargo de un suboficial y era asistida por cinco soldados. Calcula que se dispararon entonces 2400 proyectiles, “todo lo que había”, describió.

La mayoría de la actividad era de noche. De día iban a reconocer el terreno y a llevar la munición. Era un ir y venir con los cajones.

Los Oto Melara tenían un alcance de diez kilómetros y no llegaban a hacer daño a las posiciones enemigas. Tiene un tiro más corto que había que hacerlo con mayor ángulo. De todas maneras, el suelo blando de la turba hacía que tanto los proyectiles argentinos como los británicos se hundiesen demasiado, y las explosiones no fueran suficientemente efectivas.

Todo terminó. Un Oto Melara descansa frente a un galpón de prisioneros de guerra argentinos. (Fotografía gentileza coronel Jorge Zanela)

Fueron dos días de combate sin descanso. A algunos le salían sangre por los oídos, debido a los tímpanos que no soportaban el continuo estruendo de las piezas. Muchos quedaron temporalmente sordos y los soldados terminaron con sus puños hinchados de tanto hacer fuerza para empujar el proyectil dentro de la pieza.

El 29 de mayo a las dos de la mañana se produjo el cese del combate en Darwin. Los artilleros no tuvieron bajas, sino heridos leves por esquirlas y un suboficial con un brazo lastimado cuando fue golpeado por el retroceso del cañón.

Se inutilizaron los cañones: se les quitó el block de cierre, los anteojos de puntería y, junto a otras piezas, se las tiró al mar. A un jeep Mercedes Benz, que solo tenía un rodaje de 80 kilómetros, se le quitó el aceite y se lo dejó en marcha para que se fundiera. Como el motor resistió, se rompieron partes del motor a golpes de maza.

El oficial de artillería inglés felicitó a los argentinos porque, por el ritmo de los disparos, parecían mucho más las piezas.

Eduardo Antonio Vallejo, uno de los tres soldados caídos del grupo de artillería.

En un primer momento, el resto de la unidad se había apostado entre el aeropuerto y Puerto Argentino, pero ante el continuo bombardeo inglés a la pista de aterrizaje, el 9 de mayo fueron desplazados a una hondonada ubicada al noroeste de la altura de Sapper Hill en proximidades del arroyo Felton, y con la misión de reforzar los fuegos del Grupo de Artillería 3.

El 11 de junio para esos artilleros comenzó lo que Miguel Perandones, por entonces un capitán de 35 años y oficial de Operaciones describió como el “combate feroz”.

Para disimular los disparos del cañón Sofma de 155 mm, que tenían un alcance de 20 kilómetros, y para que los ingleses no detectasen su posición, los disparos se hacían coordinados entre las baterías del GADA 4, el Grupo de Artillería 3 y las del BIM 5, de izquierda a derecha. Sabían que estaban a merced de la artillería británica, que tenía mayor alcance.

De noche, los ingleses barrían con sus cañones las posiciones argentinas, y se cuidaban de no disparar contra la ciudad.

El 11 la intensidad de los combates recrudeció. Si normalmente la cadencia era la de un tiro por minuto, se llegó a disparar 3 o 4 y en ocasiones más aún. A pesar del frío reinante, los caños debían ser enfriados con bolsas y trapos mojados porque se corría el riesgo de que, a causa del calor, se deformasen.

Junto a los cañones se dispusieron tubos de 200 litros acostados abiertos, donde se refugiaban los servidores para protegerse del fuego enemigo. Eso y los neumáticos del cañón eran los únicos resguardos.

La munición se guardaba a unos quinientos metros y los soldados iban y venían con cajas de proyectiles.

Con el correr de las horas, las piezas sufrieron el intenso desgaste y fueron quedando fuera de combate. Además, el suelo barroso y los desplazamientos que se hacían de la pieza, provocaron que se hundiesen en la turba y fuera extremadamente dificultoso moverlas.

La última orden fue la de tirar de donde provenían los proyectiles trazantes ingleses, ya a muy poca distancia. Todos ayudaron a disparar el último Oto Melara, mientras el resto se reorganizó como tropa de infantería.

Esta unidad tuvo tres caídos. El soldado Eduardo Antonio Vallejo, de la batería Comando y Servicio, caído en la noche del 10 de junio; Jorge Eduardo Romero, muerto el 11 y Néstor Osvaldo Pizarro, fallecido el 14, éstos dos últimos de la batería B. Fueron condecorados con la medalla “La Nación Argentina al muerto en combate”. Un oficial, tres suboficiales y dos soldados resultaron heridos.

En las primeras horas del 14 de junio, el teniente coronel Quevedo le sugirió al teniente coronel Martín Balza silenciar el campo de combate. Cuando los ingleses comprobaron que los argentinos dejaron de disparar, ellos hicieron lo mismo.

Perandones, hijo de un oficial artillero –”no me lo hubiera perdonado si elegía otra arma”- cuando se refiere a Malvinas, asegura que “tuve la suerte de tener la desgracia de estar allí”. Suerte porque es para lo que se prepara el soldado y desgracia porque nadie quiere una guerra. A él le tocó una, en la que los artilleros dispararon hasta el último cartucho.

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