La casualidad hizo que Raúl Wuldrich naciera el 4 de diciembre de 1962 el día de Santa Bárbara, patrona del arma de artillería. Bonaerense de apellido holandés, se ganaba la vida trabajando en el campo en la zona de Vedia, a unos 310 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, cuando le tocó cumplir con el servicio militar. Lo destinaron al Grupo de Artillería 101, en Junín, y al tiempo de recibir la baja, fue convocado nuevamente para ir a Malvinas.
De los cuarteles de Junín partieron el 16 de abril tres oficiales, tres suboficiales, entre ellos dos jefes de pieza y un mecánico artillero, 21 soldados -de los cuales 20 se desempeñarían como sirvientes de pieza- y un conductor.
Al momento de iniciar el largo viaje hacia el sur no serían los únicos. El cuartel contaba con un perro de raza indefinida, de pelo corto, criado un poco por todos. Como no se les separaba ni un segundo decidieron llevarlo, de contrabando. El responsable fue el cabo primero Omar Liborio.
Liborio, de 22 años, era el mayor de tres hermanos nacido en el pueblo de Ascensión, que desde los seis años soñaba con convertirse en militar. Al animal lo llamaron Tom, por Teatro de Operaciones Malvinas. De ahí en más, fue un soldado movilizado más.
Con él fueron en tren hasta San Antonio Oeste, luego en camión hasta Comandante Piedrabuena. Los soldados se turnaban para ocultarlo y Wuldrich fue uno de ellos. Nadie se percató hasta que abordaron el Hércules que los llevaría a las islas. Cuando el piloto le preguntó a Wuldrich qué tenía ahí, respondió “Un perro”, le contestó. “Escondelo bien”, le recomendó.
El 11 de mayo recibieron la orden de cruzar. Entre el 13 y 14 de mayo volaron hacia las islas en dos aviones Hércules, llevaron dos de las seis piezas de artillería, dos cañones Sofma, de 155 mm, de 20 kilómetros de alcance y de 8.500 kilos cada uno. Estos dos cañones con su dotación se incorporarían al sistema de apoyo de fuego del Grupo de Artillería 3.
La pieza a cargo de Omar Liborio no había sido designada pero él insistió en cruzar, hasta que lo autorizaron. Liborio habló con los soldados afectados a esa pieza, que podían quedarse si así lo deseaban. “Si usted va, nosotros también”, fue la respuesta de los soldados.
La llegada el día 14 al aeropuerto de Puerto Argentino fue durante un bombardeo inglés. En medio de las explosiones, los gritos, las esquirlas que volaban, descargaron la pieza. El día anterior, a las cuatro y media de la tarde había llegado el cañón que estaba a cargo del cabo Figueroa.
Se ubicaron sobre la ladera sur de Sapper Hill. El primer disparo se realizó la noche del 14 de mayo a una distancia de 17 kilómetros. Ideado para el combate terrestre, de noche se lo usó como improvisada artillería de costa: el desafío era el de apuntarle a las fragatas inglesas que cuando oscurecía bombardeaban las posiciones argentinas.
Esa primera vez se efectuaron tres disparos a la bahía de Eliza Cove, al sur de Puerto Argentino, hacia buques británicos. El primer quedó largo, el segundo corto y el tercero muy cerca del blanco.
De día disparaban hacia las posiciones inglesas en tierra de acuerdo a lo que marcaban los observadores adelantados. Los propios soldados llamaban a estos cañones “el Gran Berta”, en recuerdo de aquella gigantesca pieza de la Primera Guerra Mundial. El tremendo estruendo que provocaban cuando eran disparados levantaban la moral de la tropa.
Cerca del cañón, en un pozo, se guardaban los proyectiles. Las cajas de pólvora junto a las espoletas estaban detrás de la pieza. Los soldados habían cavado sus pozos de zorro en los alrededores.
La efectividad de sus servidores hizo que estos dos cañones fueran buscados por los británicos desde el primer día.
Wuldrich describió a Infobae que cuando los buques les disparaban, se escuchaban siete sonidos; con el último se percibía un silbido y la caída de la primera bomba. Explicó que el enemigo tiraba batiendo la zona. Nunca lo hacía en el mismo sitio, sino tal cual se comporta la artillería de cualquier país del mundo.
A los cuatro o cinco días de combate, ya habían aprendido cuando un proyectil enemigo -de acuerdo a su zumbido- pasaba de largo o caía cerca. El primero en percibir un ataque inglés era Tom, que a esa altura tenía un abrigo hecho con un pasamontaña y hasta un casco improvisado con una lata de conserva. Se quedaba ladrando a la entrada del refugio, al que entraba cuando ya lo habían hecho todos los soldados y se tiraba encima de cualquiera de ellos.
A los 10 días de combate, a Liborio sus oídos le estallaron. Ocultó la sangre y la pus para no ser evacuado y dejar solos a sus soldados.
El entonces teniente coronel Martín Balza le pasaba al teniente primero Luis Daffunchio los datos de tiro, y este al subteniente Alberto Corvalán, un rosarino de 22 años. La noche del 17 de mayo, cuando Corvalán esperaba los datos del alza, se cortó la comunicación y salió a buscar el dato. En ese momento, cayeron una decena de bombas en un radio de unos quince metros. Fue el infierno. Aun hoy el actual general retirado no se explica cómo no murió allí. Quedó herido en un pie. Fue el dragoneante Adrián Polo el que corrió a buscar una ambulancia, lo llevaron al hospital de Puerto Argentino y luego fue derivado al Bahía Paraíso, donde el 8 de junio llegó al continente por la infección en la herida. “El haberme ido antes fue una cuestión que tardé muchos años en procesar”, confesó.
En la noche del 11 de junio, durante el ataque naval enemigo una esquirla prendió fuego un cajón de pólvora. Todos estaban refugiados en los pozos de zorro y de un impulso Wuldrich, cubierto con una manta, salió. Daffunchio quiso pararlo, le gritó, pero fue imposible. Tomó los cajones que se estaban incendiando y los arrojó a una cuneta inundada. Había salvado a sus compañeros.
Fue severamente reprendido. “Es que si no lo hacía, volábamos”, se justificó. Por esa acción, obtuvo la medalla al Valor en Combate.
Fueron días de frío, sueño, agotamiento, de conseguir comida de donde se pudiera y hasta llegaron a tomar agua de los charcos que se formaban.
Wuldrich describió como un “día fiero” el 12 de junio cuando fueron atacados por un Sea Harrier. Sorpresivamente los ingleses aparecieron por el noreste, como nunca lo habían hecho, descargando sus bombas y ametrallando la posición de los artilleros. Recuerda que los soldados le vaciaron sus cargadores de FAL y que del otro lado del cerro se escuchaban los sapucai de los correntinos. Describió cómo la máquina se largó en picada, todos echados cuerpo a tierra, hiriendo a cinco soldados y a Liborio. La sacaron barata: un avión tiró una beluga que no explotó.
El perro Tom, que ladraba desde una piedra, fue severamente herido por una esquirla y debieron sacrificarlo, difícil tarea que le cupo a un hombre de otra unidad.
Muchos de los disparos del avión afectaron al cañón, y quedó fuera de combate. Esa noche, por precaución, durmieron adentro de los tubos de desagüe que cruzan los caminos. Al día siguiente tiraron con el otro cañón que no había resultado afectado, hasta agotar munición.
Wuldrich recuerda que a las 9 de la mañana del 14 de junio recibieron la orden de alto el fuego. Fueron a Puerto Argentino donde los alojaron en galpones. Con lo puesto llegaron a Puerto Madryn en el Canberra, luego en un Boeing 747 volaron hacia al El Palomar, donde estuvieron dos días en observación. Llegó a Junín de noche y al otro día le dieron la baja.
Tuvo la suerte de que le habían guardado el trabajo en el campo. Era parquero aunque admitió que “hacía de todo un poco”. Hasta que un día lo convocaron para trabajar en el correo de Vedia, su ciudad natal. Lo mandaron a una localidad cercana, Leandro N. Alem donde comenzó como guardahilos, hacía mantenimiento del telégrafo. Fue ascendiendo, llegó a auxiliar y se jubiló.
Los primeros años no quiso hablar de Malvinas. A tal punto que por mucho tiempo, en su ciudad, eran pocos lo que sabían que había estado en la guerra. En la conmemoración de los 40 años, los veteranos quisieron hacer un acto en Vedia, su pueblo, porque vivía él.
Cuando regresó de las islas conoció a María del Carmen, que durante toda la charla con Infobae lo escuchó en silencio, con admiración, asintiendo y cada tanto acotando con un comentario o con una simple sonrisa. Se pusieron de novios y se casaron, él tenía 21 y ella 17. Tienen cuatro hijos: dos mujeres, una que es instrumentista y trabaja en el hospital y otra que es profesora de química; y dos varones, uno trabaja con su padre en el negocio del agua y la soda y el más chico estudia Educación Física.
Cuando Juan Canaparo, el sodero de toda la vida de Vedia cerraba el negocio, le propuso a Walter, uno de los hijos de Wuldrich, quedarse con la sodería. Así fue que hace cuatro años se largó a elaborar soda y agua, compraron maquinaria y dos veces por mes van de Santa Fe a hacer el control de calidad. Dividieron la ciudad en dos y un día se ocupan del reparto de una parte y otro día del otro sector.
Se siente satisfecho de haber ido a la guerra “porque tuve la oportunidad de defender las islas”, y que la vida le haya dado la chance de poder contárselo a sus nietos. Aclara que no le gustaría volver y tampoco está, como ninguno de sus compañeros, en un centro de veteranos porque dicen que “hay mucha política en el medio”. Entre ellos se consideran “una familia” y se reúnen cada vez que pueden. En un rincón del comedor diario de su casa, exhibe sus recuerdos y reconocimientos, y guarda como verdaderos tesoros sus medallas, aunque no tiene la costumbre de ponérselas en los actos.
Cuenta con entusiasmo que cuando se cumplieron 30 años de la finalización del conflicto, el 22 de septiembre de 2012 se reunieron con sus compañeros en su unidad en Junín, los acompañaron sus esposas e hijos y tuvieron la oportunidad de volver a tirar con los cañones. Fue en la Estancia Don Alejandro, cercana a la localidad de Saforcada. Dispararon a seis kilómetros, lo que se conoce como “tiro de escuela” para evitar “alguna desgracia”. Actualmente hay dos cañones Sofma, uno con el nombre de Liborio y otra con el suyo.
Liborio contó a Infobae que cuando estuvo internado en el hospital de Puerto Argentino, un grupo de ingleses quiso conocer a los artilleros que habían servido los Sofma. Nadie quiso hablar, pero Liborio recibió de uno de ellos de regalo una brújula. Era Jeremy Moore. Esa brújula se exhibe en la sala histórica del Grupo de Artillería 10 de Junín, así como su reloj, que quedó clavado en las 11:13, hora del bombardeo.
Desde que terminó la guerra, todos los perros que tuvo Liborio los llamó Tom. El último murió hace ocho años, y él sufrió mucho y no quiso tener más.
Hoy Tom para todos ellos es un veterano más que aguardaba a que el último de los soldados entrase al refugio para buscar la protección y el calor con los que compartió la suerte en la vida de la trinchera.
Fuentes: Testimonios de Raúl Wuldrich; Alberto Corvalán; Omar Liborio; Jorge Zanela; libro “Así combatimos. La historia de los cañones de Junín en la Guerra de Malvinas”
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