Tiziano Gravier cruza la calle Brown en la esquina con la intersección Vera Mujica. Camina lento con las manos en los bolsillos. Su andar es despreocupado. Va acompañado por su hermano Benicio. Es la madrugada de un domingo en Rosario y están cerca de la entrada del boliche Forest del barrio Pichincha. Hay más gente a su alrededor, por eso no los ve: el movimiento de la muchedumbre los oculta. Están en la esquina. Uno tiene capucha. El otro viste una camisa oscura. Acaba de pasar un taxi. Hay un auto de policía con las luces encendidas a menos de dos metros. Nueve minutos y diez segundos después de las cinco de la mañana recibe una, dos piñas en la cara. No sabe de dónde, no sabe de quién. Los agresores actúan con aparente impunidad.
El video que constata el ataque vil, artero dura 28 segundos. Pareciera no haber diálogo, no haber interacción verbal. Valeria Mazza, su madre, dirá después que “sin razón alguna le pegaron provocándole fractura de mandíbula”. Germán Pugnaloni, abogado de la familia, relatará después que los agresores sí le hablaron antes de golpearlo: “Le dijeron ‘Tincho’, que es como se denomina en la jerga a los jóvenes de clase media-alta o alta. Aparentemente fue porque lo escucharon hablar con un tono que tal vez no era frecuente para la ciudad de Rosario”. Jorge Bedouret, defensor de los acusados, contará después que hubo un intercambio de palabras en tono burlón: “La víctima le dijo ‘bobo’ a uno de ellos y uno le contestó ‘Tincho’”. La hipótesis es, en efecto, que fue atacado por pertenecer a otra clase social.
Tiziano huye después del golpe. Los atacantes lo siguen con pose intimidante. La agresión concluye. Lo que queda es un derrotero de suspicacias, debates y consideraciones. El apellido de la víctima hace presión sobre la sociedad para devolver a la escena pública una pregunta integral: ¿por qué una persona atacaría a otra sin conocerla, sin siquiera hablarle? A Tiziano lo golpearon presuntamente por tener un tono de voz que sugiere estatus acomodado. En la búsqueda de explicaciones, el catálogo ofrece respuestas de fácil interpretación: resentimiento, despecho, rabia. “Es odio -resume Jorge Elbaum, sociólogo, doctor en ciencias económicas, profesor universitario-. El odio que anda circulando tiene distintas formas: formas políticas, etiquetables, formas estéticas, lógicas de clase, de dinero”.
La manifestación de ese odio intempestivo y visceral fue una arremetida física: dos trompadas de dos personas. No hubo conflicto mediante. Constituyó un acto de violencia material. Elbaum acude a términos psicoanalíticos para pensar el porqué: “La violencia no es más que la dificultad de la palabra: ¿qué hacen los chicos cuando se quieren comunicar y hay que enseñarles a no pegar? Hay algo ahí: se supone que la ciudadanización es la reticencia de la violencia y pasar eso hacia el lugar de la palabra, del debate. La ciudadanía consiste en tratar de resolver diferencias sobre la base del debate público, los argumentos, y sin embargo lo que estamos viendo crecientemente es una sociedad cada vez más violenta”.
Su abordaje distingue una mirada cenital, sistémica. Para entender la acción despreciable de dos jóvenes en una esquina rosarina cualquiera una madrugada de domingo cualquiera a la salida de un boliche cualquiera es menester ampliar el radio de discernimiento. Elbaum habla de un componente orgánico, estructural, de elementos ya instaurados. Encuentra las razones -las pulsiones- de los agresores en el bagaje cultural de una sociedad permeable a normalizar principios y escenas de violencia.
“La violencia se expresa en forma simbólica, con la palabra o el insulto, o material, con la violencia física como en este caso con el hijo de Valeria Mazza. Pensar la violencia estructuralmente remite a aspectos que, desde una perspectiva sociológica, tienen que ver con un montón de componentes, algunos económicos, otros socioeconómicos como la frustración, la imposibilidad de muchos sectores de plantear un proyecto de vida, una permanente invitación a la violencia desde las lógicas comunicacionales y mediáticas”, reflexiona.
Dice que hay una circulación naturalizada de la violencia respaldada por fallas estructurales civilizatorias: dos piñas que son engendros de años de desigualdades. “Si una sociedad que produce alimentos para 400 millones de habitantes y no es capaz de darle de comer a 47 millones de compatriotas y tiene un 40% de pobres, hay algo que está fallando. Esa falla de la economía estructural invita a la violencia y al resentimiento social ante la profundización de la inequidad. Lo que está pasando en muchas sociedades, efecto natural del neoliberalismo, es la concentración y eso lleva a la inequidad, y la inequidad lleva a guetos: guetos educativos, guetos sociales. Cuando esos guetos populares se mezclan con los guetos de las clases altas la violencia puede salir con mucha más facilidad porque hay gran frustración acumulada”.
Tal vez haya sido esa frustración acumulada el motor de los agresores, quienes finalmente se presentaron en el Centro de Justicia Penal para ponerse a disposición de la investigación cuatro días después del hecho y fueron identificados como Jesuán Ezequiel M. y Franco Ezequiel Z., de 26 y 27 años. En su ponencia, Elbaum también habla de una probable venganza tácita: “Hay dos elementos bien sociológicos que pueden explicar estas conductas: uno tiene que ver efectivamente con un tema de resentimiento y de violencia de clase, y otro tiene que ver con el estético, que también pasa en sectores populares cuando hay una piba linda: muchas mujeres pertenecientes a los sectores populares cuando ven a una piba rubia de ojos claros que expresa el cuerpo legítimo, se vengan y la lastiman. Es la forma inculcada en una cultura que hace una jerarquía de cuerpos: las gordas y los negros son los malos. Estamos con cierta complicidad forjando una lógica no ciudadana: se supone que la ciudadanía consiste en desarrollar capacidades críticas de las personas para poder resolver diferencias con la palabra, el debate y hasta con el voto. Esto es exactamente lo contrario”.
Pablo Alabarces es licenciado en letras y prolífico escritor. Es, también, sociólogo y profesor universitario como Jorge Elbaum. Es también abonado a la teoría de la guetificación de los circuitos jóvenes. “Los de las clases medias y altas no transitan por las zonas populares y viceversa”, acredita. Una eventual provocación o invasión territorial pudo haber sido el detonante del ataque. Alabarces conserva el verbo en potencial y asume sus reparos: “Las imágenes no permiten ver el calibre de los agresores: aún no se sabe de dónde vienen, a dónde van y por qué están ahí. Y no constituye prueba sociológica ni jurídica que le hayan dicho ‘Tincho’”.
No ve sorpresa en el hecho. De ratificarse el móvil de discriminación de clase, tampoco se escandalizaría: “Pibes de clases populares que en determinadas circunstancias puedan coincidir en territorios con pibes de clases medias y altas y eso derive en una pelea en torno a epítetos clasistas, es absolutamente probable y debe ocurrir con mucha más frecuencia que los apellidos famosos nos permitan saber”. El ataque a Tiziano Gravier le estimuló la memoria reciente: estableció un nexo con el crimen de Fernando Báez Sosa a manos de un grupo de diez rugbiers en Villa Gesell el 18 de enero de 2020. “En ese caso -dice Alabarces- lo que apareció como prueba periodística y jurídica es que había un error de territorio: un pibe de clases populares que aparece en un territorio colonizado o cooptado por jóvenes de clases altas y que se castiga esa violación de territorio. Hay cierta identificación de clases de los territorios”.
El autor de Fútbol y Patria, Historia Mínima del Fútbol en América Latina y Crónicas del Aguante: fútbol, violencia y ataque, entre otros libros futboleros, teje una asociación entre las condiciones de esta territorialidad, la guetificación del espacio público, y los partidos de fútbol solo con aliento de hinchas locales. Dice que no e va a cansar de plantearlo y lo hace como una suerte de sentencia o conclusión: “En tanto y en cuanto persista la prohibición de los visitantes en los estadios, es la confesión del Estado de su imposibilidad de manejar una sociedad democrática en la que dos personas que piensan distinto no pueden estar en un mismo lugar”.
Alabarces no sabe si hubo un condimento clasista en la génesis del ataque, pero lo que sí confirma es que existe “una estructuración muy violenta de las relaciones interpersonales en el espacio público, una exasperación generalizada por el crecimiento de la intolerancia y ciertos fracasos como sociedad democrática bastante obvios”. Dirige las razones de esas dos piñas a la solidificación de una cotidianidad violenta y ejemplifica con una historia personal: “Mi hijo mayor cuando ya tenía casi 30 años, saliendo de un casamiento con amigos, se cruzó con otros pibes en la calle que sin decir ‘agua va’ les sacudieron una torta que a mi hijo casi le cuesta un desprendimiento de retina. Eso no sale en los diarios, no hay denuncia policial, no hay un apellido famoso de por medio, pero nadie que venga acompañando la adolescencia y la juventud en los pibes en los últimos veinte años puede sorprenderse por agresiones que ocurren en una calle estructurada en relaciones violentas”.
El meollo es la violencia, un actor intrínseco en la vida de los argentinos. Para Laura Etcharren, socióloga, supone un síntoma propio del país, donde “el capital cultural preponderante es la violencia”. “Hay una importante degradación del tejido social que se profundiza día tras día ante la falta de un programa de desarrollo humano integral. La violencia nos atraviesa como sociedad y no se limita a ningún sector socioeconómico. A medida que la descomposición social avanza, aumenta el fortalecimiento del tejido delictivo”, percibe.
Cecilia Arizaga, doctora en sociología y directora de la carrera de sociología de la UCES, coincide en la naturaleza de la aceptación y de la naturalización de una estructura social de contrastes. Está tan incorporada esta situación -dice- que ya no la reconocen como discriminación quienes la ejercen y quienes la reciben: el peligro de asimilar una degeneración de las relaciones humanas. “El modo en el que nos referimos al otro, las palabras, los gestos, los tonos contienen una carga de violencia que está instalada socialmente en unos y en otros. Construyen estigmas que vamos cargando y van colocando al otro en una profunda distancia social, en una distancia hasta humana, en el que el otro pierde su categoría de persona. Ya no hay punto de encuentro, no hay nada que los conecte, que los vincule. Se hace imposible cualquier tipo de empatía”, expresa.
Arizaga descubre en la coyuntura social una paradoja y hasta cierta hipocresía: “En una sociedad con discursos y prácticas culturales con progresiva aceptación y culto por la diversidad se consolidan y legitiman, al mismo tiempo, las desigualdades sociales”. Su análisis se nutre del concepto de territorialidad, como sugiere Alabarces, y de la idea de los guetos sociales, como aporta Elbaum. Ella lo describe como acuartelamientos del espacio urbano y suburbano: “La vida se resuelve entre espacios excluyentes, solo accesibles al ‘nosotros’. Se conforman así grupos sociales que conviven en una misma ciudad y hasta en un mismo barrio pero que la distancia social los lleva a replegarse entre los iguales a partir de barreras simbólicas y materiales”.
“Todo está dado para que en lo posible no se encuentren, salvo cuando hay un intercambio de intereses previamente acordado entre las partes como puede ser el trabajo doméstico en hogares de sectores más acomodados socialmente. Pero cuando esos encuentros no están previstos y no son deseados, están dadas las condiciones para que la violencia deje de ser simbólica y tome formas más físicas. Este acuartelamiento del espacio urbano puede leerse como una respuesta a este tipo de violencia urbana pero también puede comprenderse como parte de la explicación del porqué esas violencias se instalan transversalmente en los distintos sectores de la sociedad”, agrega.
Tal vez Tiziano Gravier haya transgredido las fronteras de su espacio socioeconómico convenido en un mapa demográfico que separa a los pobres de los ricos, a los ricos de los pobres. Esa intersección de las calles Brown y Vera Mujica cruzó a tres jóvenes y pudo haber desafiado dos estratos sociales, dos convenciones del orden urbano. “Cuando se enfrentan cara a cara unos y otros la violencia tiene altas chances de pasar del plano de lo simbólico a lo físico. Son violencias que expresan lo inalcanzable que se vuelve aquel que se construye socialmente como un otro, alguien totalmente ajeno a su mundo. Esto es lo que se muestra en las violencias urbanas de un lado y del otro del mapa social. De sectores altos a bajos como fue el crimen de Fernando Báez Sosa en Villa Gesell o viceversa. Supone la dificultad de vivir juntos en sociedades cada vez más desiguales, más desintegradas, dónde no hay cómo construir un lazo social”.
¿Por qué atacaron a Tiziano Gravier? Podrá ser una red de frustraciones acumuladas, revanchas, odio, resentimiento, invasión territorial, cruce de estatus sociales sin acuerdo previos, violencia clasista, estructural y sistémica lo que haya concebido un ataque sin preludio ni razón aparente entre supuestos Tinchos y no Tinchos.
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