-Señora, quédese, hace mucho frío en la calle… – sugirió tímidamente Raúl Alejandro Apold.
-¡Déjese de jorobar, Apold! Esa es una orden del general. Yo voy a ir igual. La única manera de que me quede en esta cama es estando muerta – le respondió Evita.
Se acercaba el mediodía del 4 de junio de 1952, el día que Juan Domingo Perón debía asumir oficialmente su segundo mandato, cuando Apold, subsecretario de Prensa del gobierno, llegó al Palacio Unzué, por entonces la residencia presidencial, para entregarle un libro a Evita. Perón lo atajó antes de que entrara a la habitación de su esposa y le hizo un pedido.
-Convénzala de que se quede, Apold, dígale que hace mucho frío…
Muchos años después de aquella mañana, entrevistado por los periodistas de la revista Siete Días Otelo Borroni y Roberto Vacca, Apold contó así el episodio:
“Llegué a la residencia a las 10 de la mañana para entregarle un ejemplar de Eva Perón, un libro que la Subsecretaría acababa de editar y que reflejaba su obra. Perón conversaba animadamente don doña Juana, madre de Eva, ambos estaban preocupados porque no habían podido convencerla de que no debía asistir a la ceremonia. El general me sugirió que le dijera que hacía mucho frío. Cuando entré a su habitación la señora vestía un piyama celeste. Hojeó el libro con atención y al ver las fotos las lágrimas anegaron su mirada triste: ‘Lo que llegué a ser y mire cómo estoy ahora...’, me dijo. Para cambiar de tema le comenté que en la calle hacía un frío tremendo, pero me interrumpió y me dijo que iría igual al acto. No tuve más remedio que comunicarle a Perón que mi gestión había fracasado”.
Para entonces Eva Perón pesaba apenas 37 kilos y su cuerpo se consumía inocultablemente día a día. Tenía 33 años y sabía que le quedaba un corto trecho por recorrer en su camino hacia la muerte.
“Nosotros percibíamos la gravedad de Eva por su rostro demacrado y los continuos dolores en la nuca y los tobillos. Ya en esa época comenzó a regalar efectos personales. Al doctor Alberto Taquini le obsequió un reloj de oro (‘Ojalá le marque sólo horas felices’, le dijo); a veces me llamaba de madrugada para leerme capítulos de Mi mensaje, un libro que no pudo terminar de escribir”, recordó Apold de esos días.
Pero esa mañana del 4 de junio, la voluntad de Eva Perón fue mucho más fuerte que la debilidad de su cuerpo. Nadie le iba a impedir asistir al acto de asunción de su marido. Tal vez intuyera que esa sería la última vez que estaría en contacto con el pueblo.
Una operación inútil
Evita había sido operada de un cáncer de útero el 6 de noviembre del año anterior en el Hospital “Presidente Perón” de Avellaneda, el mismo que había sido inaugurado unos años antes por la propia Evita con la idea de que “sus descamisados” tuvieran un centro de salud de excelencia.
Ni antes ni después supo que tenía cáncer. El cirujano norteamericano George Pack, encargado de la intervención quirúrgica, lo dejó anotado en sus apuntes sobre el caso, que recién se conocieron en 1999. “Eva Perón siempre creyó que tenía ‘problemas femeninos’ que la hacías sufrir. Nunca supo que tenía cáncer”, escribió Pack.
La esposa de Perón tampoco supo nunca que la había operado un médico norteamericano. Por orden de Perón, Pack llegó en secreto un día antes y solo entró a la sala de operaciones cuando Eva ya estaba dormida por la anestesia. Cuando la paciente despertó ya se había ido del hospital y estaba a punto de abordar un avión que lo llevó de regreso a su país. La información oficial fue que Eva Perón había sido intervenida por médicos argentinos.
Un voto desde la cama
Cinco días después de la operación, el 11 de noviembre de 1951, una foto mostró a Eva Perón, demacrada, votando en su cama de hospital, hasta adonde habían llevado la urna.
Uno de los que acompañaron la urna hasta el hospital para que pudiera votar fue el escritor David Viñas, por entonces de 42 años y fiscal por la Unión Cívica Radical. Lo recordaría así: “Llovía. Asqueado por la adulonería que encontré en torno de Eva Perón, me conmovió al salir la imagen de las mujeres que afuera, de rodillas, rezando en la vereda, tocaban la urna electoral y la besaban. Una escena alucinante, digna de un libro de Tolstoi”.
La potencia del gesto político de votar tuvo como contrapartida el cuadro que mostraba la imagen de Eva: flaca, demacrada. Tres días después la trasladaron en ambulancia al Palacio Unzué. Se negó rotundamente a que la instalaran en el dormitorio que hasta entonces había compartido con Perón. “No quiero molestarlo a Juan”, dijo, terminante.
Dos días antes de aquellas elecciones del 11 de noviembre, Evita había grabado desde el hospital un mensaje radial donde se la escuchó decir, con voz débil: “No votar a Perón es, para un argentino, traicionar al país”.
Era la primera vez que votaban las mujeres en la Argentina y ella, que había impulsado la ley, no quería dejar de votar. Ese día, Perón fue reelecto con el 63 % de los votos. Su segundo mandato comenzaría el 4 de junio de 1952.
Una habitación separada
El 14 de noviembre Eva fue trasladada desde el hospital a la residencia presidencial en una ambulancia donada por el presidente mexicano Lázaro Cárdenas. Había ordenado que le prepararan un dormitorio alejado del que hasta entonces había compartido con Perón.
-No quiero molestar a Juan – explicó al dar la indicación a sus colaboradores.
“La habitación de Eva, en el primer piso de la señorial casona, tenía dos ventanales orientados hacia los jardines que daban sobre la avenida del Libertador. En el interior, la luz se filtraba a través de un espeso cortinado de voile blanco y terciopelo rojo. Las visitas se sentaban en un amplio sofá tapizado en rosa Francia o a los pies de la acolchada cama Luis XV que ocupaba la enferma. El cuarto era amplio, y sobre una de las paredes un Cristo del Corcovado, repujado en plata negra, reforzaba el dolorido clima reinante”, describieron, basándose en testimonios, Vacca y Borroni en su artículo.
También pudieron reconstruir la rutina diaria de Evita: “El día de Eva Perón era tan agitado como se lo permitía su declinante salud. A las 7 se despertaba y era atendida por las hermanas María Eugenia y Marta Rita Álvarez, diplomadas en la Escuela de Enfermeras de la Fundación. A las 8 llegaba el peinador Julio Alcaraz, quien permanecía junto a ella mientras Irma Cabrera de Ferrari, su mucama personal, servía el frugal desayuno y preparaba la habitación para las primeras audiencias, en general dedicadas a delegaciones gremiales. Perón la visitaba tres veces por día: antes de salir hacia la Casa Rosada, cuando regresaba y para despedirla antes de dormir. Los familiares sólo en las últimas semanas se fijaron turno para atenderla. (Su secretario personal Atilio) Renzi pasaba prácticamente todo el día a su lado: a medianoche era reemplazado por (su amigo personal Oscar) Nicolini, Apold o algún otro funcionario amigo. Tres veces por semana un chofer de la Presidencia traía a su manicura personal. A pesar de sus insistentes pedidos le eran retaceados diarios y revistas: apenas le llegaba, puntualmente, el semanario de historietas El Tony”.
Las últimas apariciones
A pesar de su precario estado de salud, Eva Perón se negó a guardar el reposo casi absoluto que le recomendaban los médicos. Insistía en participar de todos los actos posibles.
El 1° de mayo de 1952 se la vio consumida en el acto central que se realizó en la Plaza de Mayo, donde habló por última vez frente al pueblo desde un balcón de la Casa Rosada.
-Otra vez estoy en la lucha, otra vez estoy con ustedes, como ayer, como hoy y como mañana – le dijo a la multitud reunida en la Plaza de Mayo pero su estado físico decía todo lo contrario.
El 7 de mayo cumplió 33 años. Fue el único día de actividad oficial en que no cambió de vestido desde la mañana hasta la noche. Fue una jornada intensa, durante la cual recibió un gran número de visitas. Había un fotógrafo oficial, que tomó fotos de Evita con sus invitados. “Todos querían sacarse su última foto junto a Evita”, recordó Apold muchos años después.
Un día después, contra todas las recomendaciones, asistió al casamiento del cantante de boleros Daniel Adamo con Emma Nicolini, hija de un ministro de Comunicaciones de Perón. Quiso cumplir con una promesa que había hecho hacía tiempo: ser la madrina de Emma en la boda.
Evita no volvió a salir del Palacio Unzué hasta la fría mañana del 4 de junio de 1952 para participar de la ceremonia de asunción del segundo mandato de Juan Domingo Perón.
Morfina y un arnés
Después del fracasado intento de Apold para convencer a Eva que no asistiera al acto, Perón supo que sería imposible impedir que su mujer saliera del Palacio Unzué ese día.
Evita había previsto la situación. Una semana antes le había pedido a un empleado de la residencia presidencial que le construyera un arnés que le permitiera mantenerse erguida pero que, a la vez, no se notara.
Para que pudiera asistir también tuvieron que hacerle varias aplicaciones de morfina en la nunca y el tobillo.
El coche descubierto salió por la puerta del Palacio Unzué que daba a la avenida Libertador. Pese a la baja temperatura y a la insistencia de Perón, Eva se negó a sentarse. Ayudada por el arnés, pudo mantenerse de pie. No quería dejar de ver y ser vista por la multitud que arrojaba flores y papel picado a su paso.
Al llegar a la Casa Rosada tuvieron que aplicarle dos nuevos calmantes. También presenció toda la ceremonia de pie, ayudada el arnés y apoyada disimuladamente en una silla.
Apenas terminó el acto de asunción de Perón la llevaron de regreso a la residencia presidencial. En el viaje de vuelta, en un automóvil cerrado, estuvo dos veces al borde del desmayo.
Ese 4 de junio fue la última vez que Eva Perón salió a la calle y fue vista por el pueblo. Le quedaban exactamente 52 días de vida.
La noche del 26 de julio de 1952, el locutor oficial Jorge Furnot leyó por la cadena nacional un escueto comunicado redactado por Apold:
“Cumple la Subsecretaría de Informaciones de la Nación el penosísimo deber de informar al pueblo de la República que a las 20.25 horas ha fallecido la señora Eva Perón, jefa Espiritual de la Nación”.
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