En el siglo III a. C., cuando Arquímedes formuló la ‘ley de la palanca’ y sentó la base teórica de uno de los principios de la física y la mecánica que más aplicaciones tiene en la vida cotidiana, el erudito griego pronunció, se cree, una frase que resume de forma muy concreta la regla: “Dame un punto de apoyo y moveré al mundo”.
En los primeros meses de 2020, en pleno auge de la pandemia de COVID-19, Carmen Junqueras (27) buscaba, precisamente, un punto de apoyo. Nacida y criada en la ciudad de Bariloche, pero asentada en Buenos Aires desde 2013, estaba ya recibida de la carrera de Diseño Industrial de la UBA y no tenía trabajo.
Desde 2017 había tenido acercamientos a la docencia y en ese momento una prima la contactó porque uno de sus sobrinos quería tomar clases de diseño con ella. Así, a Carmen se le ocurrió armar un taller para chicos que nucleara arte, ciencia y tecnología. Empezó con dos alumnos de 9 años: preparaba una caja con los materiales para las clases, se las mandaba a sus casas y se conectaba con ellos dos horas por semana para hacer las actividades.
“Le puse de nombre Espacio Maker. Lo hice durante toda la pandemia”, explica Carmen del otro lado de una videollamada, ya desde Bariloche. “Era un espacio de aprendizaje pero también de esparcimiento y de contención en ese momento de tanta incertidumbre: conversábamos y nos reíamos un montón”. El proyecto había interesado a sus alumnos e incluso se habían sumado nuevos: “Hicimos autos a control remoto, les enseñé a programar, aprendimos a modelar e imprimir en 3D y les enseñé un poco de conexiones eléctricas”.
En 2020, sin embargo, Carmen volvió a Bariloche con la idea de volver a armar el taller en su ciudad pero con alguien que pudiera ayudarla. “La virtualidad hacía que muchas cosas yo las tenga que prefabricar en casa porque si no era difícil asistirlos. Era mucho trabajo previo. Y todo por amor al arte, no era rentable para nada”.
“No es, todavía”, se ríe al lado suyo en la pantalla Máximo Quirelli (30), su socio.
Mientras Carmen le daba forma a su idea, Máximo se recibía de la carrera de Ingeniería Mecánica, también en la UBA, y, como se había cansado de Buenos Aires, armaba con su hermana y su cuñado una mudanza a Bariloche, la ciudad a la que iba de vacaciones desde que era chico y que le fascinaba. Finalmente llegó a Río Negro en abril de 2021 y todavía trabajaba a distancia para la misma empresa en la que estaba desde hacía cuatro años.
En ese momento se encontraron con Carmen y, el mismo día que se conocieron, en la primera charla, se asociaron para convertir Espacio Maker en algo más serio y más amplio. “Lo más gracioso es que yo venía tirando puntas para todos lados. Le venía preguntando a un montón de gente, diseñadores, arquitectos, a ver si alguien tenía ganas de colaborar con el proyecto porque sola no lo podía hacer. A Maxi medio que se lo tiré en joda. Y me dijo ‘estoy’”.
Lo primero fue preparar y dar algunas clases sueltas porque, a pesar del entusiasmo, Máximo y Carmen no se conocían. Así consiguieron un lugar en FabLab, un espacio del municipio de Bariloche donde se ofrecen distintos cursos la comunidad y armaron varios talleres de un solo encuentro dirigidos a chicos de 7 a 12 años para ver cuál era la convocatoria, porque en Bariloche tampoco los conocían.
“Tuvimos muy buena repercusión. A las horas ya estaba lleno el cupo y teníamos lista de espera”, dice Carmen. En esos encuentros armaron bichos robóticos, construyeron de cero una linterna y catapultas. Así se envalentonaron y armaron un nuevo taller, aunque esta vez pago -son $3.500 al mes, con todo incluido- porque, si bien en el espacio los proveen de máquinas, herramientas y computadoras, Máximo y Carmen se financian a sí mismos.
Así crearon el “Club de Inventores”, que arrancó en marzo, en dos semanas agotó el cupo y también tiene lista de espera. “Hay demanda”, dice Carmen. “Se nota que hay una necesidad de espacios como este”, concuerda Máximo.
—¿Cómo se explica esa demanda?
—C: Creo que es porque faltan espacios donde los chicos sean actores y no solamente receptores. La tecnología ya la tienen incorporada, pero creo que ahí encuentran un lugar de expansión y creatividad que por ahí otras actividades no les brindan o no de esta forma. También hay un nicho de niños con mucha curiosidad en la tecnología y la ciencia que no tienen donde expresarlo. A la mayoría de los que vienen les llama la atención todo, son curiosos, observadores, tienen ciertas características que los nuclean.
—M: Y también hay algo que los dos pensábamos, y nos lo dice mucha gente adulta, que es que a los dos nos hubiera encantado tener un espacio así cuando éramos chicos. Yo me acerqué a la tecnología y me interesé por la ingeniería a través de mi abuelo, que se la pasaba arreglando todo y me generaba curiosidad. Tuve acceso a eso simplemente porque él me lo ofreció. Uno de los objetivos es ese, generar un lugar donde exista el contacto con todas estas cosas que son increíbles, que a los dos nos fascinan y nos apasionan desde siempre. No es universal el acceso a eso y depende mucho de a qué escuela vas, qué les interesa a tus padres, qué te pueden ofrecer.
—C: Es diferente también plantearlo como algo extracurricular. No es el colegio, no les vamos a tomar una prueba, queremos que vengan a aprender. Que puedan experimentar y ver cómo funcionan las cosas para entender conceptos de física, por ejemplo. Nosotros estamos siempre en contacto con sus padres y están súper contentos. La verdad es que todo el tiempo nos llegan mensajitos de lo emocionados que vuelven. Y lo vemos en ellos. Hace poco un chico llegó con todo un sistema de poleas que había diseñado a partir de una actividad nuestra. Se entusiasman y se llevan ideas que siguen pensando en sus casas.
—¿Cómo llevan ese tipo de conceptos a chicos que todavía están en primaria?
—M: A mí siempre me gustó y tuve ganas de involucrarme en la enseñanza, en particular física, que a mí me apasiona, porque siento que la forma de enseñar en general es la opuesta a la natural. Normalmente las cosas se fueron descubriendo porque alguien las miró y trató de encontrar una explicación a eso y a partir de ahí se desarrolló una teoría o un concepto. Para explicar un mecanismo de poleas o engranajes entonces les mostramos, les damos ejemplos simples como una bicicleta o un ascensor. Y de la aplicación se entiende el concepto.
Es a la inversa de lo que por ahí yo recuerdo de mi educación: un profesor o profesora explicando una teoría y después fijate para qué sirve. Esto es al revés. Así es más natural el aprendizaje, llega mucho más y se transforma en una vivencia. Les damos maquetas, engranajes que armamos para que jueguen y puedan verlo para después entender qué es lo que está pasando ahí.
—C: También la idea es que los chicos puedan saber que tienen un espacio dentro de la ciencia y que la ciencia también es algo creativo. Que sepan que pueden participar, que las chicas sepan que hay lugar para ellas en un ámbito donde antes no había mujeres. Tener la oportunidad de ver un circuito eléctrico, por ejemplo, algo que a nosotros no nos pasaba. Que además de un espacio de aprendizaje sea de contención, que vayan a pasarla bien, por eso también la vinculación con el arte. Y promover la empatía, la colaboración entre ellos, todo el tiempo buscamos eso, porque hay mucha disparidad también en los chicos que vienen. Algunos de repente tienen su papá o su mamá que estudiaron ciencias y ya saben algo, o hay hicos que usan la computadora todo el tiempo y otros nunca. Buscamos siempre que compartan lo que saben, que se ayuden.
—M: Y democratizar el acceso al conocimiento, a la tecnología.
El “club de inventores”, por ahora, no tiene objetivos de evaluación, aunque Carmen y Máximo sí planean que en el futuro los chicos puedan al final armar su propio “invento”, un proyecto en el que apliquen todos los conocimientos que adquieren en el taller.
“También estamos pensando en hacer como si fueran ‘niveles’. El primero sería Arquímedes, entonces cuando completen el primer taller que termina a mitad de año van a tener la insignia de Arquímedes. El segundo va a ser de Marie Curie. La idea es que además de los conceptos conozcan a todos estos personajes, que son todos científicos e inventores de la historia”, dice Máximo.
“Además todos los módulos están atados a ciertos lemas que representan a ese nivel. El primero es el del punto de apoyo de Arquímedes. Nuestra idea además es poetizar que el punto de apoyo en este caso es Espacio Maker, para poder mover el mundo y descubrir”, amplía Carmen.
Ambos tienen, además del taller, otras ocupaciones. Máximo renunció al trabajo con el que llegó de Buenos Aires y está armando un estudio de arquitectura en Bariloche con su primo, su cuñado y un amigo y Carmen trabaja como diseñadora en una empresa de desarrollo de productos para medicina. Pero preparar las clases lleva tiempo, como mínimo seis horas semanales por fuera de sus trabajos. Todo es a pulmón y, hasta el momento, poco rentable.
Si bien por ahora no dan abasto para expandirse, desde que empezaron con el proyecto notaron que también existe una alta demanda de adultos que querrían participar en algún espacio que ofrezca conceptos introductorios de ciencia y tecnología.
“Todo el tiempo tenemos amigos y conocidos que nos dicen si vamos a armar algo para grandes y hasta se planteó en un momento”, cuenta Carmen. Máximo aclara que será más lento: “Va a ser un crecimiento más gradual. A partir del piso, que para mí es 7 u 8 años, veremos estirarlo a 13, 14 y adolescentes. A mí me entusiasma el hecho de que sean niños pero a futuro también puede ser. No cerramos la puerta nada”.
Fotos: Clara Aguillon
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