El 27 de mayo, dos días después del ataque al Coventry y al Atlantic Conveyor, los radaristas elaboraron otro ploteo sobre un avión que desaparecía en determinado punto. La información se reportó a Comodoro Rivadavia y de allí bajó al búnker de la base de Río Grande.
El jefe de la escuadrilla de Super Étendard, capitán Colombo, llamó al capitán Alejandro Francisco. Era su turno. Volaría él con su numeral, el teniente Luis Collavino. Colombo pidió que prepararan la operación para el mediodía del día siguiente. El objetivo estaba ubicado a cien millas al este de la isla Soledad. Había un riesgo adicional: existía la posibilidad de que hubiera un buque como “piquete radar” para interceptar los vuelos del continente. Tenían que saltear esa barrera.
Francisco y Collavino prepararon un diseño de vuelo más largo, con doble abastecimiento, en la carta de navegación. Nunca se había realizado en una misión. La última posición para la recarga debería hacerse, como mínimo, a 200 millas del blanco. El radio de acción hasta el lanzamiento sería de 480 millas, el más largo de todos los vuelos.
El diseño suponía despegar, volar a 20 mil pies durante cincuenta minutos, realizar el primer abastecimiento y seguir el vuelo hasta llegar a 200 millas del objetivo. Allí se realizaría la segunda carga. Luego deberían volver a descender, realizar la aproximación rasante, subir, emitir radar, visualizar el blanco, lanzar el misil y regresar en altura hacia la base. Este era el perfil básico, en el supuesto de que la acción no fuera alterada por un buque enemigo. La información que disponían era muy limitada.
En la mañana de 28 de mayo Francisco y Collavino revisaron los detalles finales. Sentían algo en el estómago, pero nada que no fuera controlable. A estas alturas, con las naves británicas en control del aire y el mar, cada vez había menos certeza del regreso de cada misión que despegaba hacia las islas.
En la sala del hangar se vivía con nerviosa expectativa el tiempo de espera entre la partida y el aterrizaje de los aviones. Francisco siguió durmiendo en forma normal. Una misión exigía dormir bien, tener concentración plena, estar con la mente cinco minutos adelante del avión. En un adiestramiento en la Base Espora, si un piloto no había dormido bien, pedía no volar. Podía hacerlo. Pero en una guerra a nadie se le habría ocurrido un pedido semejante por una mala noche.
El primer tramo del vuelo tomaría cuarenta minutos. El segundo contacto con el Hércules para el abastecimiento sería una hora después. Y luego habría treinta minutos más para la aproximación y el lanzamiento. Llegarían al blanco prácticamente con el tanque lleno. Ya estaba todo. Fueron a sus aviones. El último Exocet AM-39 de la escuadrilla de Super Étendard lo cargaba el capitán Francisco; su numeral lo acompañaría para informar cualquier anomalía. Solo dispararía sus cañones si lo interceptaba un Sea Harrier. Ya estaban por rodar cuando les avisaron que el Hércules no estaría disponible. La misión se postergaba para el día siguiente.
Al día siguiente ocurrió lo mismo. La puesta del casco, el ajuste al asiento, la señal para empezar a rodar, el Exocet enganchado bajo el ala derecha, la aproximación a la cabecera de pista y la comunicación desde la torre de control: no habría avión tanque.
Después se enteraron de que cambiaría la planificación.
A las siete de la tarde llegaron cuatro aviones A-4C Skyhawk desde la Base San Julián. El comando de Fuerza Aérea Sur, en Comodoro Rivadavia, había decidido agregar mayor munición sobre el blanco, que —sospechaban— sería un buque de 20 mil toneladas. Los cuatro aviones A-4C llevarían tres bombas de 250 kilogramos cada uno.
Esa misma noche, el jefe de Escuadrón de A-4C Fuerza Aérea con base de San Julián, comodoro Juan José Lupiañez, reunió en el búnker a los pilotos del SUE para conocer el diseño del vuelo; quería saber si sería factible para los pilotos de su fuerza. Nunca habían recibido adiestramiento en ataques con vuelos rasantes sobre unidades de superficie, pese a la audacia y el valor que demostraban en sus misiones sobre el estrecho San Carlos.
Los pilotos le explicaron los detalles de la misión, los puntos de abastecimiento, el amplio arco del radio del vuelo. Lupiañez dijo que podrían hacerlo. Se ordenó el despegue para el 30 de mayo al mediodía.
Ese día, a las diez de la mañana, en la sala del hangar, se reunieron por primera vez los dos pilotos de la Aviación Naval con los cuatro de la Fuerza Aérea. Sería la primera vez que harían una operación conjunta.
Francisco les informó la disciplina a seguir: no se hablaría por radio, tampoco habría comunicación electrónica. Todo debía ser discreto; silencio absoluto incluso para el segundo Hércules que se sumaba para el reabastecimiento. Después de este último contacto en la milla 200 antes del blanco, volarían rasante hasta la milla 55. Desde este punto en adelante, la misión se volvería absolutamente evidente. Todos estarían en riesgo. Los Super Étendard treparían en altura, abrirían radar, se comunicarían entre ellos para compartir la información del visor y luego volverían a bajar. Los A-4C debían posicionarse mil metros detrás y seguirlos.
Ya estaba todo acordado. Dos Super Étendard, cuatro A-4C Skyhawk y otros dos KC-130 Hércules para traspaso de combustible volarían por el sur de las islas Malvinas en busca del objetivo, del punto dato, del ploteo envolvente en el que desaparecían los aviones británicos.
Los dos SUE despegaron primero, diez minutos después lo hicieron los cuatro A-4C. Desde la base de Río Gallegos partieron los Hércules. El abastecimiento se realizó en los dos puntos previstos. La sonda salió por abajo del avión tanque, se mantuvo tiesa, y con su canasta enganchó en el caño que salió por arriba del SUE. Los pilotos fueron viendo la aproximación, con el volante firme, hasta que escucharon el sonido, “clap”. Era la señal de que la canasta enganchaba en el caño y empezaba la descarga. Un Hércules abasteció a los dos SUE en simultáneo, cada avión detrás de cada ala. Lo mismo sucedió con los aviones A-4C, aunque en este caso el abastecimiento se hizo en dos turnos. La misma acción se repitió a 200 millas del blanco.
Las seis aeronaves ya estaban con el tanque lleno. Entonces los SUE bajaron a 15 mil pies, 4500 metros, hasta la milla 120, y desde ahí descendieron a 30 metros del mar, vuelo rasante. El navegador inercial les iba indicando la distancia y la altura. Los cuatro aviones A-4C volaban detrás. Cuando llegaron a la milla 55 cumplieron lo pactado. Los dos Super Étendard ascendieron hasta dos mil pies, a 600 metros, y encendieron el radar. El vuelo se hizo indiscreto. Implicaba dar aviso a los radares enemigos; era como hablar con un megáfono en medio del mar. Fueron apenas uno o dos segundos, dos o tres barridas, pero ya estaban los seis aviones en evidencia. Ya podrían ser detectados.
El capitán Francisco vio en su pantalla un eco grande y otro mediano. Los dos dispuestos en horizontal en el visor. El mayor era como una banana grande. La imagen podía ser compatible con un portaviones. Estaban situados cinco grados más a la derecha de la posición original que había dado el puesto de radar de Malvinas. Corrigió la posición. Collavino vio lo mismo.
Apagaron radar y bajaron. Volaron hasta la milla 40 del blanco. Los A-4C seguían detrás. En ese punto, los SUE volvieron a subir y encendieron radar otra vez. Observaron el eco en el visor; ahora se veía mucho más grande. Francisco ya podía lanzar el misil. Solo debía colocar el cursor sobre el eco mayor, sobre el objetivo, y engancharlo. Comenzó a manejarlo con la mano izquierda, como si fuera el joystick de un videojuego. Mantuvo la mano derecha en el comando. Un ojo en el radar y el otro adelante, para no chocar contra nada, el límite entre el cielo y el mar era una frontera imprecisa. Hasta que la alidada se enganchó al blanco, apretó el gatillo del joystick y lo dejó fijo. Al radar le llegó la orden y en el visor apareció la información de la distancia. Leyó “accroché”. Enganchado. Blanco enganchado con el radar. Faltaba avanzar un poco, unos segundos más. A mayor acercamiento, mayor probabilidad de eficacia de impacto, pero también de mayores riesgos. Avanzaban a 150 metros por encima del mar, con el avión estabilizado. El lanzamiento no admitía movimientos bruscos. El misil tenía una plataforma inercial y el avión debía darle estabilidad para que entrara en acción.
En la milla 17 Francisco gatilló. El radar Agave transmitió al Exocet la dirección y la distancia del blanco. El misil comenzó a bajar de su posición en el ala derecha, 660 kilos que se desprendían. Pero bajó bruscamente, como un peso muerto; parecía que iba a estrellarse contra el agua, aunque enseguida se encendió, estabilizó su posición, se puso en paralelo a las aguas y se dirigió hacia su objetivo.
La misión de los Super Étendard había sido cumplida. Francisco y Collavino giraron e iniciaron el escape.
Los cuatro A-4C debían seguir su vuelo para lanzar sus bombas. Debían sobrevolar al blanco.
El mar estaba encrespado, el viento hacía saltar nubes de espuma. Llovía. Los pilotos fijaron la vista en el misil. Siguieron la estela que producían los gases de combustión. El misil era más veloz que los aviones y pronto lo perdieron de vista en el horizonte, totalmente gris. Al minuto de vuelo, a lo lejos, vieron la silueta de su blanco. Lo encontraron inmenso, majestuoso, una estructura de casi 200 metros desplegada en el mar. Dejaron de ver todo lo que pasaba alrededor. “¡El portaviones!”, le avisó por radio el alférez Jorge Isaac al teniente José Vázquez, jefe de la formación.
Vázquez se había ofrecido como voluntario en esta misión y eligió al teniente Omar Castillo como numeral. El teniente Ernesto Ureta había elegido a Isaac.
A medida que se aproximaban, comenzaron a ver humo negro enrollado desde los dos lados de la torre del barco. Iba aumentando su densidad: el misil lo había impactado. Ahora lo tenían cada vez más cerca. Se juntaron los cuatro, entrarían por la popa. Atacarían dos de cada lado.
A cinco millas del blanco, Isaac sintió una explosión fuerte en su cabina, pero enseguida advirtió que no era su avión. A su izquierda, a 150 metros vio un A-4C que caía contra el mar. Enseguida, más cerca del blanco, a un kilómetro, sintió un cimbronazo mucho más intenso a cinco metros de él. Otro A-4C se convertía en una bola naranja de fuego. El blanco, de la pista para abajo, ya estaba cubierto de humo. Viró a la derecha y comenzó a descargar sus cañones. Tenía 200 proyectiles. Siguió volando por el lateral de la nave y apretó las bombas.
Ureta disparó dos o tres veces sus cañones, pero se trabó, levantó la trompa de su avión, atravesó el blanco enemigo, descargó sus bombas y giró a la izquierda para su huida. Cuando se alejó pegado al agua, la silueta de la nave no se veía más: estaba cubierta de humo. Isaac avisó por radio que había salido sin novedad, pero nadie contestaba. En el horizonte vio un punto que se acercaba, pensó que podría ser un Sea Harrier, pero reconoció a Ureta por el buzo color naranja. Entendió que Vázquez y Castillo habían sido derribados. Isaac relató las dos bajas al comandante del Hércules al momento del enganche. Desde Comodoro Rivadavia le transmitieron si había posibilidad de ir a buscarlos. Isaac afirmó que no había ninguna posibilidad de que se hubieran eyectado.
El capitán Francisco fue escuchando la comunicación por radio de los pilotos de la Fuerza Aérea. Sabía que solo regresarían dos. Decidió con Collavino no reabastecerse e ir directamente a Río Grande. Tenían diez minutos de autonomía y les bastaban para seguir volando. La meteorología era buena.
Cuando aterrizaron, los costados de la pista estaban llenos de gente. El comodoro Lupiañez los esperaba en tierra. “Hay dos que no vuelven”, dijo Francisco. Todavía no se había bajado de la cabina. El comodoro lo sabía. Se lo habían transmitido desde el Hércules. La misión conjunta del último Exocet AM-39 había dejado dos pilotos muertos y una nave averiada.
Francisco se bajó del avión y dio el informe verbal al capitán Colombo. Al día siguiente entregaría el texto escrito. Los dos pilotos de la Fuerza Aérea relataron por separado lo que habían observado. Ambos habían visto al portaviones Invencible con humo en la cubierta. Gran Bretaña nunca lo reconocería.
Después Francisco se duchó, se cambió y esa misma noche voló a la Base Espora junto a Collavino en un avión Electra. Sentía un sabor amargo. Habían caído dos pilotos. Pero a la vez sentía cierta satisfacción por la misión cumplida. El resto de la escuadrilla también abandonó Río Grande. Ya no tenían más misiles. Habían descargado los cinco sobre sus blancos: el Sheffield, el Atlantic Conveyor y, aparentemente, el Invencible, en tres misiones.
Todavía existía la esperanza de que el capitán Corti y el capitán Lavezzo consiguieran misiles de Irán, por intermedio de Libia. Corti también estaba a la expectativa de recuperar el dinero transferido a un intermediario holandés para la compra, y pedía ayuda a Carlos Oliva Campos, gerente de la sucursal París del Banco de la Nación Argentina. Había comprobado que los fondos estaban todavía en el Slavenburg’s Bank de Ámsterdam, Holanda, que era propiedad del Crédit Lyonnais francés. Había 6.300.000 dólares pendientes por los misiles que nunca habían sido entregados y el dinero estaba bloqueado.
La escuadrilla comenzó a adiestrarse en vuelos nocturnos en la costa de Puerto Belgrano, en Punta Alta, localidad próxima a Bahía Blanca. Ya no estaban las fragatas Santísima Trinidad o Hércules para ser utilizadas como blanco, pero el perfil de aproximación lo conocían. Seguían la guerra por radio. Tenían la esperanza de que, con nuevos misiles, podrían volver a Río Grande.
* Marcelo Larraquy es periodista e historiador (UBA) Su último libro publicado es “La Guerra Invisible. El último secreto de Malvinas”. Ed. Sudamericana
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