Fue en 1993 cuando el comandante Ricardo Spadaro, siendo jefe de la agrupación de Gendarmería Formosa, conoció de casualidad al padre del cabo primero Víctor Samuel Guerrero. Le habían dicho que se ganaba la vida vendiendo chipá en un carrito al costado de la ruta y que había perdido un ojo por un ataque de presión cuando se enteró de la muerte de su hijo en Malvinas. Habían pasado más de diez años de la finalización de la guerra y el hombre, ya mayor, quería saber qué había ocurrido con Víctor, uno de los caídos del Escuadrón Alacrán. “Cuénteme cómo murió mi hijo”, le pidió.
El 29 de mayo, en una reunión de mandos del Ejército en Puerto Argentino, se programaron operaciones en conjunto con las compañías comando 601 y 602 y del Escuadrón Alacrán que en Malvinas recibió el nombre de Compañía de Tropas Especiales 601. Los gendarmes recibieron la misión de llegar a un punto en Monte Kent para atacar a los británicos por retaguardia. Comandos de Ejército tomarían tres posiciones en el centro y los gendarmes las dos de los flancos.
El plan original de permanecer en las islas luego del repliegue de las fuerzas que habían recuperado el archipiélago el 2 de abril, desempeñando tareas de seguridad y policial ya había quedado en el olvido. Su comandante era José Ricardo Spadaro, 35 años, casado con tres hijos chicos; la guerra lo sorprendió recién ascendido. Como jefe del Escuadrón Atucha en una formación pidió que dieran un paso al frente los que quisieran ir a Malvinas. Todos lo hicieron. Fueron 65 los designados, de los cuales solo 40 alcanzarían a cruzar. Los otros 25 estuvieron por aterrizar dos días después, pero el Hércules en el que viajaban fue sometido a un intenso fuego enemigo y debió regresar.
Pasarían a la historia como “los alacranes”. Fue en el viaje en micro a Comodoro Rivadavia, desde donde cruzarían a las islas Malvinas en un Hércules. Entre los comentarios que se mezclaban y confundían alguien los describió como “letales como los alacranes”. Nunca pudieron identificar al autor de la definición. Lo cierto que desde ese momento el escuadrón de 65 hombres adoptó la denominación de estos arácnidos.
Para esa misión, serían llevados al lugar en el helicóptero Puma AE 508, al que cargaron con armas y explosivos. Más allá del armamento de cada efectivo, cargaron lanza cohetes, proyectiles y minas.
Sería la primera acción de guerra de Gendarmería.
Era la mañana del domingo 30 de mayo en la base de helicópteros de Moody Brook. En la primera máquina ya habían abordado 15 comandos, al mando del segundo comandante Jorge San Emeterio. Pero serían 16. El primer alférez Ricardo Julio Sánchez, 26 años, oficial de operaciones, uno de los que había ayudado en la organización del escuadrón, estaba en tierra agachado atándose los cordones de los borceguíes. Tenía tiempo porque iría en el segundo viaje, ya que ese helicóptero debía volver para llevar en tandas sucesivas a otras patrullas. Como era el que mejor manejaba la cartografía, subió.
Despegaron a las ocho de la mañana. El entonces sargento primero Miguel Víctor Pepe recordaría que eran conscientes del peligro al que se enfrentarían y que posiblemente no todos saldrían con vida. Sin embargo, primaba la ansiedad por combatir.
El vuelo habrá durado una media hora, volando a baja altura para no ser detectado por los radares ingleses. Algunos iban en silencio, otros comentando del combate que seguro se avecinaba. En un momento tal vez por una reacción instintiva el piloto, el teniente primero Pedro Angel Obregón sorprendió a todos con una maniobra evasiva. No estuvo errado. Un Sea Harrier les había disparado un misil. Su pericia permitió que el proyectil no impactase de lleno en la máquina sino que se estrellase en el rotor de cola.
El que vio desde tierra al misil fue el mayor Oscar Ramón Jaimet, según recuerda el comandante general retirado Spadaro.
El helicóptero comenzó a sacudirse. La maniobra del piloto ayudó a retardar la caída. Antes de impactar sobre el terreno, el sargento ayudante Ramón Gumersindo Acosta se tiró por una de las ventanas. La máquina comenzó a incendiarse y el peligro inmediato era que las llamas afectasen a la gran cantidad de explosivos que transportaban.
Las llamas provocaron un denso humo negro. Pepe recuerda que reaccionó, que fue hacia la cabina, que golpeó los vidrios. Vio un rayo de sol que se colaba por el techo de la cabina. Pudo distinguir a Acosta que desesperadamente le hacía señas. Lo ayudó a salir y se abrazaron.
En el Puma que se incendiaba había más gente atrapada. Tantearon en la humareda y vieron una mano que sobresalía. Así lograron sacar de los pelos al sub alférez Aranda. Pepe alcanzó a ver al sargento primero Justo Rufino Guerrero. “Hermano, sácame de acá”, rogó. Con la ayuda de Aranda, Acosta y San Emeterio -parado sobre el techo de la máquina- lograron salvarlo. Impresionaban sus piernas destrozadas.
El subalférez Guillermo Nasif había muerto junto al primer alférez Ricardo Julio Sánchez, aprisionados por la carga del helicóptero. Tampoco pudieron salir ni el cabo Misael Pereyra, los cabos primeros Marciano Verón y Víctor Samuel Guerrero y el gendarme Juan Carlos Treppo. El 10 de junio, también en cercanías del Monte Kent un proyectil de mortero mataría al gendarme Acosta.
Un helicóptero llevó a algunos sobrevivientes y otros dejaron el lugar caminando. Spadaro le pidió permiso al general Menéndez para volver a recoger los cuerpos de los caídos, pero el gobernador se negó ya que esa zona estaba en poder del enemigo. “No cumplimos con esos valores que nos identifica: la lealtad, la obediencia, la disciplina y con no dejar prisioneros ni cuerpos de compañeros que se pudran en el campo de batalla”.
El Escuadrón Alacrán participó de 11 patrullas en operativos de exploración en búsqueda de presencia enemiga y ejercieron funciones de policía militar en Puerto Argentino para prevenir infiltraciones británicas.
El Escuadrón Alacrán tuvo siete caídos, cada uno con sus historias.
El subalferez Guillermo Nasif, 23 años, de abuelo inmigrante sirio, tuvo una infancia muy feliz según describió su hermano Jacobo. Egresado de la Escuela de Gendarmería con un promedio excelente, había recibido una decena de premios, quizás el más importante era haber sido el mejor compañero de su promoción. Había hecho el curso comando, incluido el de paracaidismo, esquí, buzo y motocicilista. Cuando a fines de mayo pidieron voluntarios para ir a la guerra, se ofreció. A la familia no le dijo nada para no preocuparlos. En Esquel había dejado una novia y la relación iba en serio.
Sánchez, el que había subido a último momento, fue uno de los que decidió hacer testamento. Deseaba que, si algo le pasaba, su esposa y su hija recibiesen el sable de Güemes como el que usan los oficiales de Gendarmería. Su hija Cynthia Lorena, que tenía cinco años cuando su papá fue a la guerra, contó a Infobae que era muy querido por sus compañeros, una persona seria, y se notaba que era un militar desde la cuna.
El cabo primero Marciano Verón era un correntino de Saladas, de una familia muy numerosa, criado en el campo. Se enganchó en Gendarmería cuando cumplió con el servicio militar. Jesús, su hermano, dijo que no le tocaba ir a la guerra, pero que él se ofreció. Hincha de Boca como todos sus hermanos, tenías 25 años y muchos amigos.
Víctor Samuel Guerrero era cabo primero y el primer gendarme en la familia. Había nacido en Pirané, Formosa y le gustaba jugar de arquero en los partidos de fútbol. Dos compañeros se habían ofrecido a ir en su lugar a Malvinas porque tenía una hija chiquita, Noelia Carolina y su esposa estaba embarazada. El se negó. La esposa y la hija fueron a despedirlo al escuadrón en El Calafate.
Guerrero nunca conoció a su hijo Víctor Gastón, actualmente suboficial en Gendarmería. Su hija Noelia Carolina también pertenece a la fuerza y estuvo por no entrar porque pensó que no iba a soportar el curso. “Ahora no podría hacer otra cosa”, confiesa. Su marido es cabo primero y tienen dos hijos. En el 2000 visitó Malvinas. Conocía el cementerio por una fotografía que le habían mandado a su madre junto con un anillo y el reloj de su hijo. Cuando el gobernador de Formosa se enteró de la situación del padre -que por fin supo cómo había muerto su hijo- le concedió una pensión honorífica.
Elsa Beatriz y Carlos Misael Pereyra se casaron muy jóvenes. Entrerrianos, ella de Concepción del Uruguay –”la histórica” aclara- y él de Gobernador Maciá o Macía. Era el que no podía retar a los hijos, el que debajo del birrete llevaba, de regreso del trabajo, chupetines bolita para ellos. La esposa era la que ponía los límites. Alegre y optimista, cuando se enteró que iría a Malvinas, estando en Esquel, bromeaba con las criaturas, diciéndoles que les traería caramelos de pingüino. Pero en su fuero íntimo sabía que no regresaría. Así se lo confesó a su esposa.
Antes de irse a Malvinas, Carlos Misael Pereyra dejó grabado un casete, en el que cantó e imitó sonidos. En la familia lo cuidan como una reliquia, más aún cuando lo quisieron escuchar y la cinta se trabó. Entonces alguien hizo copias en CD y recién el año pasado pudieron volver a escuchar su voz. Todos se sorprendieron al darse cuenta que Carlos Victorino, el hijo que nació en diciembre de 1982, tiene su mismo timbre. Su esposa cumplió lo que le hizo prometer, que si no regresaba que se volviese a Concepción del Uruguay. Sus hijos siguieron sus pasos: Elsa Verónica es suboficial de Gendarmería, Carlos oficial y fue Casco Azul y Marcos oficial de la Policía de Entre Ríos. “Me salieron buena gente, para mi es lo que importa”, destaca.
Los Treppo eran diez hermanos y Juan Carlos era el mayor. Eran todos muy familieros y existía ese respeto especial por el hermano mayor. Eran de La Leonesa, Chaco y Juan Carlos era como un segundo padre. Por la mañana iba a la escuela primaria y al mediodía caminaba cinco o diez kilómetros para llevarle la vianda a su padre, tractorista en un ingenio azucarero. A los 9 ya manejaba el tractor y a los 13 el camión. Llegó hasta tercer año en la Técnica, fue camionero, tuvo un paso por Prefectura antes de ser gendarme. Hizo el curso de comando con excelentes calificaciones y era francotirador. Su familia no sabía que iba a Malvinas ni que se había anotado como voluntario. No les dijo nada para no preocuparlos.
Los Treppo vivían a cuatro cuadras de la sede del Escuadrón. A la mamá, Teresa de Jesús le habían dicho que a Juan Carlos había tenido un accidente con un helicóptero en Mendoza, pero ella enseguida presintió la verdad. Nelson, uno de sus hijos, recuerda que desde entonces sus padres tuvieron una mirada triste. Todas las tardes su mamá se sentaba en la puerta de la casa, como mirando a lo lejos, esperando lo imposible.
Cynthia Sánchez viajó dos veces a las islas. La primera vez con la Cruz Roja y la segunda con el contingente con hijos y hermanos, y se quedaron una semana. Dice que le hubiera encantado ser gendarme como su papá y su abuelo materno, pero en esa época no admitían mujeres.
Los Nasif se enteraron de la muerte de Guillermo al día siguiente. Era hincha de River, se había formado en el Liceo Militar General Paz y hasta había estudiado un año de ingeniería civil, mientras esperaba ingresar a Gendarmería, donde fue escolta de bandera.
Los Verón cuentan que a Marciano no le tocaba ir a la guerra pero que él pidió ir. Ellos se enteraron cuando le notificaron de su muerte. Gente de campo, toda la vida vivieron del fruto de su chacra, muestran orgullosos el libro que cuenta su historia. Se llama “Entre lagunas y mares”.
Spadaro estuvo treinta días prisionero, primero en un galpón donde había dos bombas de 500 libras sin estallar; luego la Cruz Roja los hizo evacuar a otras instalaciones. Retirado desde 1997 por divergencias con el gobierno de entonces, volvió a las islas antes de la pandemia, como parte de una excursión por el sur. Pudo estar diez horas en Malvinas y contrató un tour para ir al cementerio de Darwin, donde visitó la tumba de los caídos de Gendarmería. “Pude estar con ellos”, dijo. En Puerto Argentino no pudo localizar el galpón donde se alojaron, el lugar había cambiado demasiado.
De los 40 gendarmes que cruzaron a Malvinas solo quedan 20, y de los 25 que no pudieron llegar, 18. Cuarenta años después, se siguen reuniendo, visitando y compartiendo recuerdos con familiares de los caídos, siempre con el mismo mandato que los condujo a la guerra, de no dejar a nadie atrás.
Fotografías: Gendarmería Nacional - Comandante Grl. (r) José Ricardo Spadaro
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