Antes de la guerra, existía en la Fuerza Aérea Argentina una feroz rivalidad entre los pilotos de aviones de transporte y los de aviones de caza. Las pullas que mutuamente se dedicaban eran hirientes: “Transportero rima con obrero, portero, panadero, en tanto que cazador rima con profesor, senador, embajador”, se mofaban los Halcones. “El cerebro de los ‘cachos’ es tan estrecho como las cabinas en que vuelan”, retrucaban los transporteros.
“La pica era tremenda”, me dice Luis Litrenta Carracedo, que ostenta ambas especialidades. “Es que el piloto de caza tiene mucho orgullo de lo que es, porque vive en gran riesgo”.
–¿Es prepotente?
–No. Pero tampoco humilde. Orgulloso. Porque sabés que podés romper la barrera del sonido, hacer acrobacias a veinte metros del suelo, maniobras en el aire en que perdés dos o tres kilos de peso en una hora por la tensión y la transpiración, como en la llamada Bomba. Terminás de hacerlas y te sentís un dios del Olimpo. Imaginate. En tanto que en la aviación de transporte, está el remis que te lleva al aeropuerto, el comandante con corbatita, la comidita de a bordo. Es otro estilo.
–¿Cómo es la maniobra Bomba?
–Es en conjunto con los cuatro aviones de la escuadrilla. Levantan formados en rombo. En posición vertical, se separan uno a cada punto cardinal. Realizan un looping individual y se cruzan en un punto en el suelo. Ya está coordinada la altura del cruce para cada numeral. Requiere mucha habilidad y sirve para adquirir adiestramiento de combate aéreo, por la gran cantidad de control distributivo que tenés que aplicar. Es decir, mirar e interpretar varios instrumentos a la vez y el contorno que te rodea. Todo en segundos. Es muy espectacular, pues el público ve que se chocan los cuatro.
–Y no están muy lejos de hacerlo… Pero volviendo a la rivalidad, ¿era para tanto?
–Sí. Era fea. Si a un cazador lo trasladaban a una unidad de transporte lo tomaba como una ofensa. Y viceversa.
En la guerra de Malvinas todo eso sufrió un vuelco de 180 grados. Tras observar el heroico desempeño de las tripulaciones de los Hércules, los cazadores se impregnaron de un profundísimo respeto por sus camaradas de las “Chanchas”. Y los reconocieron como sus pares. Eso ocurrió especialmente después del episodio en que el vicecomodoro Fredy Cano rescató al primer teniente Héctor Sánchez y sobre todo luego de que el vicecomodoro Litrenta salvara, en una acción de gran dramatismo, al alférez Guillermo Dellepiane.
A partir de esos días, para los “cachos”, transportero rima con guerrero.
A propósito, el escritor Jorge Fernández Díaz, en un bello capítulo de su libro “La Hermandad del Honor, relató el rescate del alférez Dellepiane... pero sin mencionar el nombre de quien lo salvó. Algo así como contar el salvamento de San Martín en la batalla de San Lorenzo, pero sin nombrar a Cabral. Aquí va entonces la historia completa, reparando ese olvido.
Después de atacar a los ingleses en Malvinas, el alférez Guillermo Dellepiane emprende el retorno al continente, cuando se da cuenta que está bajando rápidamente el indicador de combustible de su avión Skyhawk A4B. Por fortuna, aparece un ángel de la guarda. El vicecomodoro Luis Litrenta Carracedo, al mando de un Hércules reabastecedor KC-130, “la Chancha” en la jerga de los pilotos, sin pedir permiso a los altos mandos, ha abandonado a toda máquina su zona de protección y se lanza al rescate de “Piano”, quien ya casi no tiene combustible y está a punto de caerse al mar.
En respuesta al dramático llamado de socorro, con voz calma, Cacho Litrenta le espeta al alférez:
–No te hagas problema, pibe, que ya salimos a buscarte.
–¡Tengo solo 300 libras de combustible!, exclama Piano.
–¡Tenés de sobra, quedate tranquilo!, replica el comandante del Hércules.
–¡Me alcanza para diez minutos de vuelo!, se angustia el joven oficial.
–Te sobra, ya estamos llegando, responde Litrenta, con asombrosa sangre fría.
Dellepiane está muy estresado, y descarga su adrenalina, no para de putear:
–¡No los veo! ¡Ya no tengo tiempo! ¡Me voy a caer al mar! ¡¿Dónde están, carajo?!
–¡Aguante, pendejo!, le contesta Litrenta. Y trata de calmarlo, entretenerlo preguntándole cosas.
“¡No me abandonés!”, se desespera el alférez. Y no lo abandona. Cuando a Piano le quedan apenas unas 100 libras de JP1, Litrenta lo avista. Ducho, -fue también piloto de caza durante siete años- da media vuelta al paquidérmico Hércules para ponerlo delante del Skyhawk. “Gracias a Dios, yo había estado de los dos lados de la manguera”, sonríe.
Con el liquidómetro en cero, Dellepiane reduce motor y se arroja en picada. Unos segundos después emboca hábilmente la lanza en la cesta de reabastecimiento. Su liquidómetro empieza a subir… Litrenta lo ha hecho nacer de nuevo.
Pero en ese momento el piloto de Hércules advierte que los están persiguiendo los Harriers. Si se acercan a 26 millas –ese era el alcance de sus misiles– los derribarán. La velocidad estructural de la Chancha es de 330 nudos por hora. Litrenta la excede subiendo a 370, es decir a 800 kilómetros por hora. El avión tiembla cual si tuviera Parkinson, corre serio riesgo de desintegrarse, pero resiste. A 35 millas de distancia de los argentinos, los Harrier pegan la vuelta. El alférez quiere desacoplarse, mas Litrenta lo detiene: “Estás perdiendo combustible. Quedate enganchado”. Y lo lleva abrazado al continente.
Es ángel nodriza y se adelanta
a darle su savia al halcón.
Va a su encuentro y lo amamanta,
salvando piloto y avión.
Tras desprenderse sobre la vertical de San Julián, Dellepiane se apresta a aterrizar a gran velocidad. Los operadores le dicen que clave los frenos, pero Litrenta ve al Skyhawk chorreando combustible y sabe que un chispazo de los frenos convertiría a la máquina en una hoguera.
“¡No frenés, pibe! ¡Cortá motores y espera que se pare solo!”, le grita. Y con ello vuelve a salvarle la vida.
Meses más tarde, en agosto del ´82, en la legendaria base de los Halcones de Villa Reynolds, durante un asado, hubo una suerte de ceremonia. En ella Piano le regaló a su “padre” Litrenta el pañuelo de combate amarillo y la probé, es decir, el caño por donde se entrega el combustible. Posteriormente el piloto de Hércules la donó al Museo de Palomar.