“Por ahora hay buen clima pero acá de la nada un vientito pasa a ser ráfaga”, se ataja Mariela Gigena en caso de que ocurra un problema de conexión. Ella es parte de la comunidad de 62 personas que vive, trabaja y compartirá el resto de la temporada invernal en la Base Esperanza, uno de los 13 enclaves ubicados en el Sector Antártico Argentino. Fue la única censista que tomó nota de los datos estadísticos el miércoles pasado. No hacía falta nadie más, aunque en ese rincón del mundo donde la sensación térmica se promedia en los 16 grados bajo cero cualquier tarea puede convertirse en un desafío de un momento al otro. Cuando la nieve le llega a la cintura, Soledad Otaola tiene que hacer malabares para recorrer los 60 metros que separan su casa de la escuela: “Ya no se como llegar, me tengo que tirar y llegar rodando”. De a poco, ella y su familia se fueron aclimatando a esta nueva normalidad.
Son más de 8050 kilómetros los que separan a San Pedro de Jujuy de la Antártida. Una distancia suficiente para que Soledad cambiara el GPS de su destino de manera definitiva. En marzo de este año, la docente de 41 años decidió embarcarse en la última gran aventura con su marido, Denis Barrios: juntos dirigen la Escuela Provincial 38 “Raúl Ricardo Alfonsín” en medio de este gélido caserío dirigido por el Coronel Edgardo Fernando Morales, donde un cuerpo de científicos pasa la temporada estival. Soledad y Denis se embarcaron con sus tres hijos en una travesía que incluyó dos aviones, dos helicópteros y un rompehielos para llegar al único establecimiento educativo del continente antártico.
Cuando el comandante de abordo anunció a los pasajeros que estaban por aterrizar en Tierra del Fuego, un escalofrío mental la sorprendió a Soledad antes de que el frío le calara en los huesos: “la temperatura es de 10 grados”, escuchó por el parlante que recorría los pasillos del avión que había despegado en la pista de Jujuy. Era el 16 de febrero de 2010. Soledad había dejado la tierra agrietada del noroeste para embarcarse con sus dos hijos, Nicolás y Paula hacia un lugar de oportunidades. En San Pedro había comenzado su carrera como docente primaria de Ciencias Sociales pero su cargo de maestra suplente no le alcanzaba para mantener a su familia. “Arranqué mi carrera docente en 2009 pero ingresar al sistema era muy difícil, empecé como suplente y me pagaban 20 pesos por día”. Su hermana vivía en la ciudad fueguina de Río Grande y la animó a trasladarse con la promesa de conseguir mejores oportunidades de trabajo. Cuando logró compactar la pila de valijas y bolsos que llevaba en el fondo del taxi, pensó: “¿A dónde vine a parar?”. Unos pocos meses después, las cosas comenzaron a acomodarse.
Cuando las clases se iniciaron, Soledad consiguió trabajo como docente en una escuela primaria de Río Grande; Denis Barrios era el profesor de educación física. Él había nacido en Corrientes pero desde chico vivía en Tierra del Fuego. En abril comenzaron a conocerse y para fin de ese año ya estaban de novios. Desde el principio, parecía evidente que tenían mucho en común: los dos eran maestros, ambos tenían hijos de parejas anteriores y compartían el instinto de lanzarse a lo desconocido. “Con Denis tenemos la misma locura de aventura, un día viendo las noticias, estaban llegando los maestros antárticos. Nos miramos y dijimos: ‘Nos vamos a la Antártida’”. Hasta ese momento, Soledad no sabía que existía una escuela en el continente antártico pero ese día una chispa se encendió. “La única manera de conocer era haciendo esto que sabemos hacer, que es enseñar. Siempre estuvo la idea presente, desde el inicio de nuestra relación, sobre todo para afianzar la soberanía nacional”. Pasaron algunos años y ciertos contratiempos hasta que finalmente decidieron inscribirse para enseñar en la escuela “Raúl Ricardo Alfonsín”. Durante aquellos años, Soledad quedó embarazada y tuvo a sus dos hijos más chicos, Danilo y Fausto, así que tuvieron que esperar un poco. “El año pasado dijimos ‘lo tenemos que hacer’ porque uno de los requisitos es la edad y a Denis se le acababa el plazo”.
Para preparar su proyecto pedagógico “Desafío Antártida” comenzaron a investigar sobre el continente menos explorado del mundo: “La Antártida era un contenido que yo siempre enseñé en Ciencias Sociales, cuando empezamos a trabajar el proyecto leímos sobre la vida del general Pujato -fundador del Instituto Antártico Argentino-, todas las expediciones que hubo y el Tratado Antártico”. El reto también incluía pensar en una propuesta para brindar un modelo de educación plurigrado a los 15 chicos de todas las edades que asisten al aula en un lugar donde la escuela es el corazón de la vida social. “Tener niños de distintas edades y niveles educativos en un mismo salón es un desafío. Vienen de distintas provincias con un bagaje de conocimientos y experiencias distintas. Se trataba de llevar adelante la educación de los niños teniendo en cuenta la heterogeneidad”.
Luego de pasar por un proceso de selección con otras 10 parejas que incluyó evaluaciones médicas, psicológicas y la revisión del proyecto, Soledad y Denis estaban listos para emprender el viaje de su vida. “Cuando nos seleccionaron nos abrazamos y lloramos de alegría. Sentimos que estábamos concretando un sueño” . Desde las ventanas redondas del Hércules se asomaban los monumentales témpanos de hielo. A Soledad le palpitaba el pecho. El periplo familiar había sido difícil: tuvieron que cumplir con un aislamiento obligatorio en Buenos Aires para luego tomar un avión hacia Río Gallegos y de ahí partir hacia el continente blanco. Ya había dejado atrás su casa y, por primera vez, se separaban de sus hijos mayores, Nicolás y Dana, quienes decidieron quedarse en Tierra del Fuego. “Sabemos que esto les va a hacer bien a ellos. Dana vive con su pareja y Nicolás se quedó en casa, en un rato rinde un parcial así que ahora voy a llamarlo para ver cómo le fue. Tenemos una comunicación constante”.
Cuando llegaron a la Base Marambio para seguir un trayecto que incluía un helicóptero y tres días de navegación en el Almirante Irizar, la delegación de la base recibió con sorpresa a su hijo, Fausto de tres años. “Me pedían permiso para sacarle fotos, fue famoso en Marambio. Es el más chiquito de toda la Antártida porque es la base que no tiene familias”. El 29 de marzo hicieron pie en la Base Esperanza junto a las otras nueve familias y otros miembros de la delegación que comparten la campaña de invierno 2022.
Una vez que dejaron sus bolsos en la casa 9, lo primero que hicieron Soledad y Denis fue ir a la escuela. Había mucho por hacer: en el inicio de la pandemia la Escuela 38 fue la única abierta en todo el país. Los docentes se habían trasladado a la base antes del estallido del Covid y durante el 2020 no registraron ningún caso. Pero los protocolos sanitarios forzaron el cierre al año siguiente y los viajes de las familias se pusieron en suspenso. “Vinimos a reabrir las puertas de la escuela con todo lo que eso implica, con la carga emocional y una responsabilidad enorme. Tuvimos que poner en orden la escuela, fue el primer desafío”. Con la ayuda de las madres de la delegación lograron restaurar los espacios para organizar su primer acto el 2 de abril y comenzar el ciclo lectivo. Para Soledad y Denis no solo se trataba de administrar toda la escuela sino también de incorporar a 15 chicos con realidades muy diferentes. En la escuela de doble jornada asisten alumnos de entre 3 y 16 años, de Buenos Aires, Córdoba, Corrientes y Tierra del Fuego. Luego de dos años sin presencialidad y en un contexto inédito, la adaptación de los chicos se dio paulatinamente: “En cuanto a los contenidos, vamos complejizando y como nosotros no tenemos feriados, vamos recuperando contenidos. Cuando hago la explicación para los más grandes, los más chicos escuchan, entonces son cosas que se van completando sin querer queriendo. En cuanto a lo social, es como si se conocieran de toda la vida porque ya vienen de la experiencia de compartir en el aislamiento juntos”.
Para los adultos, la vida social transcurre a puertas cerradas. En un radio pequeño coexisten las casas de las familias, la escuela, la capilla San Francisco, un museo, el galpón de víveres y el “casino”, donde duermen los solteros de la Base y todos comparten los sábados de pizza. “Cuando yo me quedo con los chicos Dani da unas clases de entrenamiento en circuito para todos los de la dotación que quieran sumarse. Nosotras hacemos juntadas con las chicas, ahora queremos organizar un ciclo de cine”. En ese rincón del mundo los días son cortos. Ya son las seis de la tarde y el cielo está cerrado. En la comunidad de casas naranjas la familia de Soledad y Denis vive esa tranquilidad como una aventura, tal vez, la mejor de su vida.
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