El almirante Fieldhouse, el comandante de la flota Woodward y el jefe de las fuerzas terrestres, el brigadier Julian Thompson, habían analizado a mediados de abril en la isla Ascensión las alternativas para el desembarco.
En un primer momento se pensó en un posible asalto anfibio directo sobre Puerto Argentino y después en la alternativa de concentrar las tropas en bahía Stevelly, al oeste de la isla Gran Malvina, aunque parecía un sitio demasiado lejano. Finalmente, no sin reparos logísticos, se decidió por bahía San Carlos, en la isla Soledad, a 105 kilómetros de Puerto Argentino. La distancia no era el único obstáculo; también lo era el apretado margen de las aguas del estrecho: daba poco espacio de maniobra a las naves frente a los ataques aéreos enemigos.
A fines de abril, el gabinete de guerra había aceptado la proposición: bahía San Carlos. Faltaba saber si el área estaba minada. Una patrulla del Special Boat Service (SBS) no había descubierto indicios. Woodward ordenó al capitán de la fragata Alacrity que atravesara el estrecho de sur a norte para corroborarlo y verificara también la existencia de baterías de artillería pesada en las costas.
El 10 de mayo, en su incursión nocturna, Alacrity impactó sobre el ARA Isla de los Estados, un buque de la marina mercante que distribuía armamento y víveres a las tropas. Lo hundió. Murieron veinticinco tripulantes. Un capitán y un marinero fueron los únicos dos sobrevivientes al naufragio. El submarino ARA San Luis lanzó sus torpedos sobre el Alacrity a la salida del estrecho, pero se cortaron los cables de transmisión de datos y el disparo falló. El San Luis era el último submarino argentino en la zona de exclusión. Luego navegó hacia la base de Mar del Plata y no volvió a salir. El Santa Fe había quedado semihundido en Grytviken, en las islas Georgias, luego de que fuera impactado por misiles desde dos helicópteros.
Las aguas de la bahía San Carlos estaban despejadas. La superioridad británica sobre el mar en torno a Malvinas ya estaba establecida.
Woodward decidió la maniobra para las primeras horas del 21 de mayo. El comandante naval se mantenía en el Hermes, alejado de las islas, en contacto con los capitanes de cada barco, que le reclamaban que acercara al portaviones a por lo menos 45 millas náuticas de la costa. De este modo, los Harrier necesitarían menos combustible para ir y volver del estrecho y serían más eficaces para patrullar en el aire. Pero Woodward se aferraba a su propia pesadilla: si se perdía el Hermes, la guerra terminaría. Había previsto la construcción de una pista de aterrizaje en San Carlos para el uso de las patrullas de combate.
El 20 de mayo, día anterior al desembarco, una densa niebla gris cubrió la costa. Se llegaba a la fase más crítica, el momento de mayor vulnerabilidad: la aproximación a tierra. La Fuerza de Tareas realizó distintas maniobras de distracción. Tres Sea Harrier atacaron depósitos de combustible en la guarnición militar de la bahía Fox, también se intentó una infiltración de comandos al oeste de Puerto Argentino y se cañoneó sobre Puerto Darwin. Por la tarde, un Hércules C-130, que no pudo aterrizar sobre Puerto Argentino por las ráfagas de viento, lanzó dieciocho bultos con ropa para los soldados en la bahía Fox.
Ese día se desplazó una formación de destructores, fragatas, buques de asalto, y cerca de dos mil soldados británicos fueron trasladándose desde el transporte Canberra hacia otras naves. Se preparaban para acceder al estrecho. Las tripulaciones estaban en sus puestos de combate, esperando el fuego enemigo, que no llegaba. Los capitanes desconfiaban: ¿Por qué no disparan? ¿Esperan que avancemos para emboscarnos? Crecía la tensión. La posibilidad de perder las tropas en los barcos los traumaba.
A las cuatro de la madrugada del 21 de mayo de 1982, entre la niebla y la llovizna, descendió a tierra el Regimiento 2 de Paracaidistas e inició una marcha de 15 kilómetros hasta la cima del monte Sussex. No encontraron enemigos. La costa parecía asegurada. Otros barcos de asalto fueron llegando a la bahía. San Carlos era un pueblo de pocas familias. Al amanecer, algunos soldados fueron recibidos con café.
Una patrulla del Special Air Service (SAS), apoyada por helicópteros Sea King, atacó con morteros la guarnición militar de Puerto Darwin en la madrugada del desembarco. Fue un plan conjunto. Las patrullas adelantadas golpearon sobre distintas posiciones argentinas para cubrir el desplazamiento logístico. Y los cañones de un Harrier destruyeron un helicóptero Chinook del Ejército situado en tierra, cerca de monte Kent, a fin de impedir que transportara soldados para combatir en la zona de San Carlos. Un contrataque, apoyado con fuego aéreo, sobre tropas todavía desorganizadas —cuando recogían pertrechos, municiones, y se instalaban en la cabecera de playa—, podría haber provocado un daño inestimable. Pero no hubo contrataque.
La alerta a Puerto Argentino del desembarco la daría el teniente Carlos Esteban, a cargo de un pelotón de sesenta y seis hombres del Regimiento 25. Habían llegado el día anterior a Fanning Head, un peñón de 234 metros, a nueve kilómetros de San Carlos. Desde ese puesto de observación, entre la niebla, un subteniente adelantado vio las naves y se logró dar aviso temprano, pese a que las baterías de la radio ya estaban casi congeladas.
El pelotón, que tenía dos cañones y dos morteros, mantuvo el fuego desde las ocho de la mañana, cuidando las municiones, frente al fuego de los comandos de SAS y SBS. También los bombardeaban desde una fragata y tenían el ruido de los helicópteros sobre sus cabezas. En el combate, los británicos perdieron tres helicópteros de reconocimiento Gazelle, que carecían de protección blindada. Uno se incendió, otro aterrizó averiado y el tercero se hundió en la bahía.
Un capitán británico les pidió la rendición por altavoz en español a las tropas argentinas, pero estas sostuvieron el ataque durante todo el día y luego se replegaron en una caminata de cuatro días hacia Puerto Argentino. Otra sección de soldados del regimiento fue cercada en un galpón y la madrugada siguiente fue rodeada por las tropas enemigas, con el agua a sus espaldas. Se rindieron. Los encerraron en un esquiladero de ovejas.
A las diez de la mañana del 21 de mayo un aviador, el teniente Owen Crippa, con la información del desembarco británico, despegó de Puerto Argentino con un Aermacchi rumbo al oeste. Era una misión solitaria. No pudo acompañarlo otro Aermacchi, tenía la cubierta desinflada. Cuando superó un cerro del sector norte de San Carlos, Crippa vio debajo acciones de combate, un helicóptero argentino, derribado por dos Harrier, incendiándose, y a tropas de infantería corriendo por el campo.
Siguió volando y se encontró con al menos doce buques, decenas de helicópteros y lanchones. Quedó estremecido por la magnitud de la maniobra militar en la playa. Observó la descarga de tropas y de material logístico, y también un helicóptero Sea Linx vigilando desde 300 metros de altura. Crippa llegó a verle la cara al piloto. A punto de gatillar sobre su aeronave, divisó una fragata tipo 22, el HMS Argonaut. Repentinamente, pasó a cuatro metros del Sea Linx y avanzó en picada hacia su nuevo objetivo. Pensó que con los cañones y cohetes no lograría hundirlo, pero podría anular su sistema de comunicación y dejarlo indefenso, fuera de combate. Ese fue su objetivo. Disparó sobre las antenas y el puente de comando. Tuvo que recobrar su avión para no estrellarse contra la nave y luego escapó a baja altura, entre otros buques, para salir de la península.
Se había metido en la boca del lobo para protegerse y que nadie pudiera dispararle. Esperaba los proyectiles cuando atravesara el último barco y, mientras aceleraba, puso la mano en el anillo del asiento eyectable, en previsión del impacto. Todavía no había dado aviso a Puerto Argentino de lo que había visto. Desde la plataforma de desembarco HMS Fearless le dispararon un misil. Vio la estela que se aproximaba y giró para esquivarlo. Casi impacta contra un helicóptero en la huida. Luego se planchó al piso en una zona de valles para salir del área crítica y a las 10:45 aterrizó en Puerto Argentino. Comunicó la novedad. Las había contado: eran catorce naves.
El Comando de Defensa ya estaba advertido desde el día anterior de los movimientos navales británicos; supusieron que sería una maniobra de distracción, el preludio de un ataque por mar sobre la capital de las islas. En ese momento se dio aviso a las bases aeronavales del continente. (…)
* Marcelo Larraquy es periodista e historiador (UBA). Es autor del libro “La Guerra Invisible. El último secreto de Malvinas”. Ed. Sudamericana.
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