Era inconfundible la figura corpulenta y su cara regordeta, que daba la sensación de que explotaría en cualquier momento. Ese sábado 19 de mayo de 1945 descendió del avión que venía de Chile Spruille Braden, el nuevo embajador de Estados Unidos, y los pocos meses que permaneció en el país le bastó para destacarse por su frontalidad y por su espíritu peleador y desafiante.
Había nacido el 13 de marzo de 1894 en Elkhorn, un pequeño pueblo de Montana. Su familia había fundado en Chile la Braden Copper Company. En ese país vivió de pequeño, aprendió el español y conocería a su esposa.
Estudió ingeniería en minas en Yale y regresó a Chile, hasta que tuvo la idea de dedicarse a la política. Su primer trabajo fue como delegado en la VII Conferencia Panamericana de Montevideo, donde acompañó al Secretario de Estado Cordel Hull.
Conocía muy bien Buenos Aires de la época en que había participado de las conversaciones de la Conferencia de Paz por la guerra del Chaco a mediados de la década del 30. De esos años recordaba su antipatía hacia Carlos Saavedra Lamas, el canciller argentino que obtuvo el Nobel de la Paz. Luego fue embajador en Colombia y en 1941 en Cuba.
Braden llegó en un momento muy especial. El 9 de abril de 1945 se anunció el reinicio de las relaciones diplomáticas entre Argentina y los Estados Unidos a pesar de que Washington estaba convencido de las simpatías nazis del presidente Edelmiro J. Farrell y de su vice Juan Domingo Perón.
A fines de abril el gobierno de facto había arrestado a civiles y a militares acusados de conspirar, lo que había provocado fuertes críticas en Estados Unidos, que seguía las alternativas de la política local con especial interés. En mayo, cuando se conoció la capitulación de Alemania, hubo tres días de festejos que se transformaron en manifestaciones callejeras contra el gobierno que no tuvo más remedio que autorizar la organización de los partidos políticos y los juzgados electorales.
Braden llegó a Buenos Aires con el dato de que en el país había entre 1000 y 1500 detenidos políticos. Uno de ellos era Enrique Gil, un viejo amigo suyo que había conocido por 1917 o 1918.
Cuando aterrizó en Buenos Aires, preguntó a todos dónde estaba, ya que no lo veía. Edward Reed, encargado de negocios, que encabezaba la delegación de bienvenida, lo hizo callar, y le advirtió que estaba preso. Braden lo sabía y por eso lo preguntaba a propósito en voz alta.
Mientras arreglaban la residencia de la embajada, se alojó en el Hotel Alvear. Recibió la visita de Drina, la esposa de Enrique Gil, que le dijo que su marido había sido liberado.
El 21 de mayo de 1945 presentó sus cartas credenciales vestido en traje de etiqueta y llegó a la casa de gobierno en un carruaje escoltado por los Granaderos. Su nombramiento había sido uno de los últimos actos de gobierno del presidente Franklin D. Roosvelt, y su nuevo destino fue confirmado por su sucesor Harry Truman.
Desde que Norman Armour dejó el país el 27 de junio de 1944 en medio de un duro tira y afloje por la postura argentina frente al Eje, la representación de ese país estaba a cargo de Reed.
Braden convenció a Nelson Rockefeller, subsecretario de Estado, de detener un envío de armas a Buenos Aires. Semanas atrás la misión de Avra Warren, realizada sin el conocimiento del embajador, habría llegado a un acuerdo de palabra para la compra de equipos militares. Pero Braden fue inflexible: “Les daremos todas las armas que quieran si ratifican y cumplen con el Acta de Chapultepec”, advirtió.
El 1 de junio una guardia de honor lo recibió en Casa Rosada. El vicepresidente Juan D. Perón lo recibió con un cordial abrazo, según consigna Braden en sus memorias. Ya había rumores en la calle que decían que el militar sería candidato a presidente, cuestión que insistía a desmentir, aunque sus respuestas no resultaban de todo creíbles.
“Ustedes tienen una prensa y una opinión pública extremadamente mala en el exterior y van a tener que hacer algo en ese sentido primero”, aconsejó a Perón el flamante embajador.
El diplomático le repitió lo que informalmente había dicho días antes: que Argentina entregue a Estados Unidos y a sus aliados los activos nazis del país, y que el gobierno envíe a su país a los agentes alemanes que permanecían en Argentina.
Perón se mostró conforme y adelantó que designaría a un representante que hablase con alguien designado por Braden. Este prefirió contar con distintos interlocutores con quienes discutir cuestiones económicas, políticas, de espionaje y terrorismo. El vicepresidente se mostró proclive a iniciar relaciones cordiales con Estados Unidos y el norteamericano percibió que todo quedaría en la nada.
Braden remarcó que en el país había 1203 detenidos políticos y que, mientras estuvieran encerrados, los norteamericanos no aceptarían mantener relaciones amistosas con Argentina. Según el norteamericano, Perón prometió liberarlos en el acto.
Perón dijo que debía pedirle algo importante, que acallase a los periodistas norteamericanos que estaban en el país y que se hacían eco de las mentiras que les contaban. Precisamente esa mañana en el New York Times Arnaldo Cortesi había escrito que lo que había visto en Argentina en un par de años era mucho peor que lo que había vivido en 17 años de la Italia fascista. El embajador le respondió que ni el presidente de su país podía hacer algo al respecto. Sin embargo, agregó que si algún medio de su país publicaba algo falso, él como embajador exigiría una retractación y corrección de la información.
“Nuestra despedida pareció tan amistosa como lo había sido nuestro saludo”, escribió Braden.
El embajador describió que un par de días después cuatro o cinco políticos fueron liberados. Deliberadamente telegrafió al Departamento de Estado un cable sin codificar, consciente de que sería interceptado. En el mismo anunció esta liberación y agregó los nombres de otros detenidos y dónde estaban alojados, procedimiento que repitió en varias oportunidades logrando la liberación de estas personas. El corresponsal del New York Herald Tribune le dio el crédito a Braden por esta medida.
El 11 de junio ambos personajes coincidieron en un banquete de la Cámara de Comercio Argentino-Norteamericana. Dos días después Oscar Lomuto, funcionario de la Secretaría de Informaciones y Prensa del gobierno se entrevistó con Braden para protestar por la campaña de difamación de la prensa norteamericana contra el gobierno.
En un acto en la Cámara Argentina Británica, Braden advirtió que “debemos estar constantemente alertas para revelar y destruir la propaganda de falsedades y mentiras que aquí, allí y en todas partes difunden como la cosa más natural nuestros enemigos comunes…”
El 29 Perón le envió un emisario con el mensaje que deseaba verlo al día siguiente. Se sorprendió cuando vio que en Casa de Gobierno nadie lo esperaba, no había guardia de honor ni nadie que lo guiase hasta la oficina de Perón, pero sabía el camino. La única cara amigable que encontró fue la del ascensorista, a quien conocía de sus visitas durante la conferencia de paz de la guerra del Chaco.
El personal de seguridad se mostró hosco, pero lo anunciaron. Cuando estuvo frente a Perón, no hubo abrazo, apretón de manos o saludo. Solo la palabra “siéntese”.
“Hay un movimiento para derrocarme a mi y a este gobierno, y no lo vamos a tolerar”, le dijo a Braden. Cuando éste le preguntó qué tenían que ver con las relaciones entre Argentina y Estados Unidos, el vicepresidente le respondió que periodistas de ese país formaba parte de ese movimiento.
Braden le dijo que estaba equivocado. Qué si, que no, qué si, qué no. Perón le advirtió que había miles de fanáticos que lo adoraban y cualquiera de ellos que crea la participación de periodistas en estos movimientos corría el riesgo de ser asesinado.
El embajador protestó por lo que consideraba una amenaza contra ciudadanos norteamericanos. Perón insistió en lo que dijo y que no garantizaba su protección, porque se trataban de fanáticos y había miles de ellos.
“Debe saber señor embajador” -continuó Perón- “que usted ha sido visto con Gainza Paz, Méndez del Fino y monseñor D’Andrea, que se cree que pertenecen a este movimiento”, remarcó Perón, dándole a entender que era vigilado.
Braden se preocupó de la seguridad de los periodistas norteamericanos que vivían en Buenos Aires, así como en la propia. El corresponsal del New York Herald Tribune debió alojarse en la embajada luego de que fuera amenazado, mientras el gobierno prohibió a los diarios reproducir noticias publicadas en el extranjero.
El diplomático temió incidentes en la multitudinaria celebración del 4 de julio en la embajada, pero nada ocurrió. Recibió una invitación de Perón de visitar juntos un estudio de cine. Con la sospecha de que serían fotografiados juntos mostrando que nada había pasado entre ellos, decidió no ir.
La siguiente vez que se encontraron fue en una recepción en el Círculo Militar en honor del agregado militar general Arthur R. Harris. El vicepresidente se mostró amable y lo recibió con un abrazo.
La última reunión, en la que no hubo testigos, fue el 5 de julio. En la versión de Braden, éste se mostró preocupado por los corresponsales extranjeros y Perón por el deterioro de las relaciones entre ambos países y le echó en cara que los discursos del norteamericano eran una intromisión a las cuestiones locales. Braden habría respondido que el pueblo argentino lo quería y el vicepresidente le respondió que a él también. “El pueblo tiene dos caras”, le dijo en tono de advertencia.
Según la versión de Perón, el embajador fue a hablar sobre las liquidaciones de las propiedades del Eje y de las concesiones a empresas aéreas norteamericanas. Y que si él accedía a estas peticiones, Estados Unidos no pondría obstáculos en su camino a la presidencia.
El propio Perón contó que lo miró fijo a los ojos y le dijo que lo entendía pero que había un solo inconveniente: “En mi país el que hace eso, se lo llama hijo de puta”. Sin mediar palabra, Braden abandonó la oficina y se olvidó el sombrero. El propio Perón se dio cuenta cuando vio a empleados de Casa Rosada jugando al fútbol con él y se lo envió al día siguiente con un ordenanza.
El 20 de julio Braden fue invitado por la Universidad del Litoral a dar una charla. En la estación del tren fue recibido con una lluvia de panfletos donde estaba caricaturizado como un cowboy matón.
Cuando se conoció que un incendio en la Braden Copper Company, en Chile, habían muerto 400 operarios, un ignoto Comité Gremial Americano organizó un mitin en el Teatro Casino. “El nombre Braden significa muerte y destrucción en Chile”, señalaban los carteles. Félix Luna describió que por las características del acto, “todo el episodio olía desde lejos a Trabajo y Previsión”, en alusión a la Secretaría que ocupaba Perón desde 1943.
A mediados de agosto, el gobierno de EEUU le indicó regresar al país para ocupar el cargo asistente del Secretario de Estado para asuntos americanos. Insistió en permanecer en la embajada, pero no hubo vuelta atrás.
El 28 de agosto, en un almuerzo en el Plaza Hotel, dio su discurso de despedida y le dejó un mensaje a los que se alegraban de su partida. “Que nadie imagine, pues, que mi traslado a Washington significará el abandono de la tarea que estoy empeñando”. El 1 de octubre estaba de regreso en Estados Unidos, desde donde no perdería la vista las alternativas de ese convulsionado año 1945.
Fue reemplazado por George Messermith, quien congenió enseguida con Perón. Era un veterano diplomático que siempre se opuso a la política llevada adelante por su antecesor. Su nombramiento fue leído como un gesto de acercamiento de Estados Unidos a Argentina.
Cuando el 19 de febrero de 1946 Estados Unidos dio a conocer el Libro Azul, en el que se mostraba a Perón como promotor del nazismo en el país, éste contraatacó el 22 con el libro Azul y Blanco. El propio Perón se encargó de instalar al ya ex embajador como referente de la oposición. El lema “Braden o Perón”, el principal slogan de la campaña electoral, fue el más efectivo para mostrarse como blanco de un ataque de un gobierno extranjero.
Braden falleció en Los Angeles el 10 de enero de 1978. El historiador Félix Luna lo entrevistó dos años antes. Lo primero que mencionó sobre Perón es que “podía ser extraordinariamente simpático, pero también tenía momentos en que se ponía terco y desagradable”. Se limitó a sonreír cuando Luna le remarcó que era una leyenda, aunque para Perón, este diplomático fue su mejor oportunidad. Años después admitiría que “si no hubiera existido, habría debido inventarlo”.
Fuentes: Diplomats and demagogues. The memoirs of Spruille Braden; Perón, de Joseph Page; El 45, de Félix Luna; Historia del Peronismo, de Hugo Gambini; Diario La Opinión; Revista Caras y Caretas
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