Don Segundo no recuerda cuántos años tiene. “Debo estar cerca de los 70″, duda con una sonrisa avergonzada. Las palabras hacen eco bajo la sombra de los árboles de la selva. Quedan tapadas por los nogales, naranjos, máticos, cafetos y cedros altísimos. Y se escurren hasta ser absorbidas por el ruido blanco del Bermejo, río correntoso que no sólo es un recurso esencial para la supervivencia de Don Segundo, sino que también divide formalmente los territorios de Argentina y de Bolivia.
Sin embargo aquí todo parece una misma cultura, una misma tierra partida en dos. Eso explica que para llegar al rancho de Don Segundo, el equipo de censistas del Parque Nacional Baritú, hayan tenido que cruzar a pie el cauce de este afluente, en una aventura extrema y patriótica, con el agua por la cintura, a ciegas, sobre cantos rodados gigantes, aferrados a un bastón improvisado, desde la orilla del país vecino: un cruce de frontera ilegal y a la vez legítimo.
Estamos en Las Pavas, una zona dentro del Baritú, a una hora del pase internacional de Aguas Blancas/Bermejo. Por la complejidad de la selva de las yungas, no hay manera de llegar hasta la casa de Don Segundo por rutas argentinas terrestres. Solo es posible a través de la ruta Panamericana del Estado Plurinacional de Bolivia, un camino de paisajes de belleza paralizante, donde los tucanes y las urracas son como las palomas.
Cruzamos al país vecino a bordo de una camioneta de Parques Nacionales desde la ciudad de Orán, en Salta. Pasamos el límite con un permiso excepcional, dado que el cruce está cerrado. El destino final es el pueblo de Los Toldos y el paraje El Lipeo, a donde los censistas terminarán su trabajo.
Pero antes, a mitad de camino, nos vamos a encontrar con Elio Romero, intendente del Parque Nacional Baritú, y con Clemente Espinoza, empleado del Parque, baqueano de la zona, hombre de 48 años que conoce la selva como lo que es: el patio en el que creció toda su vida.
Desde la ruta hay que adivinar, o mejor dicho identificar por algún monte o algún árbol la altura de la casa de Don Segundo. También por dónde andan Romero y Espinoza. Nadie tiene teléfonos con línea boliviana, por lo tanto hay que ir despacio hasta encontrar huellas de los compañeros. No existe otra forma de comunicarse.
Desde la orilla boliviana no se ve la vivienda de Segundo. La única señal es un bote desvencijado que el hombre usa para cruzar a Bolivia cuando el río está tranquilo (en invierno), hacia el paraje El Salado, en el departamento de Tarija. Lo hace apenas cuando necesita algo que no puede resolver en la pequeña porción de tierra donde vive su vida austera, bucólica. Puede ser comida, la atención de un médico, una cerveza o una charla con otro ser humano. El hombre vive completamente solo el 90% de su vida.
“Hay que censar a todos. Y acá sabemos que hay tres viviendas, vamos a ver cuánta gente encontramos”, advierte Romero antes de cruzar. Los guardaparques suelen patrullar toda la superficie del Parque, especialmente la zona de frontera. Vadean el río como una práctica cotidiana de protección del territorio nacional. Pero hace rato que no pasan por la zona donde reina, solitario, Don Segundo, entre arañas y serpientes venenosas, insectos de todo tipo y la presencia suprema del yaguareté, símbolo cultural de las yungas.
No hay lancha, ni balsa para pasar de orilla a orilla. “Hay que cruzar a pata”, anuncia Clemente, que se vino preparado con unos shorts de playa, lo que genera bromas y risas entre sus compañeros. “Te falta la sombrilla, Clemen”, le gritan. Él se divierte. Sabe, además, que sin él no sería tan sencillo ni tan seguro atravesar el cauce.
Hay un rato largo de debate entre los guardaparques sobre el camino para agarrar. Clemente sugiere atravesar en diagonal, para que la corriente del río acompañe los cuerpos, en un tramo de aproximadamente 100 metros. Otro sugiere un camino que parece más corto. Romero rechaza la idea: “Es muy profundo ahí”.
Elio aprueba la idea de Clemente. Está callado. Cuando estemos de nuevo arriba de la camioneta, camino a Los Toldos, confesará que su tensión. “Porque el río te lleva. Acá se llevó a muchos, incluido a mi hermano”.
El cruce es lento. Hay que tantear primero con el bastón. Y después dar un paso seguro atrás del otro. La correntada del río es fuerte. La temperatura del agua, muy baja. Se siente el frío en los pies. El Bermejo exhibe su fuerza. El ser humano es débil bajo las montañas, los árboles milenarios, entre las rocas de todos los colores.
El cruce dura unos 10 minutos. Del otro lado se sorprende Don Segundo al ver llegar al equipo de censistas, empapados desde los zapatos hasta el cinturón. Se saca la gorra para recibir, como gesto de cortesía. Se presenta con un apretón de manos suave. Sus manos están como corteza de nogal. Invita a pasar y sentarse en una mesa de madera, sobre lo que alguna vez, cuando esta tierra era productiva, un comedero, un techo de chapa sin paredes, un sobrepiso de cemento y un horno de barro.
El guardaparque Juan Cuhna, 32 años, misionero, es el encargado de explicarle el cuestionario y hacerle las preguntas. Una nube de jejenes ataca a los visitantes. Espinoza advierte estar atento a las picaduras de garrapatas sobre el pasto y a las arañas en los postes y los bancos. El ataque de una viuda negra podría letal.
Don Segundo responde las preguntas que pronuncia Juan. Vive solo. Sobre piso de cemento. Bajo techo de chapa. Que no tiene agua. Que usa el agua del río. No tiene baño. Cocina a leña. Nunca fue a la escuela. No tiene cobertura social. No cobra jubilación. No se reconoce indígena. Se alimenta de la agricultura: come papas, naranjas, mandarinas.
El cuestionario toma unos 15 minutos en los que Don Segundo responde en voz bajita. Después me cuenta que llegó hasta aquí desde Bolivia, su país natal, en 1980. Y nunca se movió. “Antes venía de peón y después me quedé de sereno”, dice, tímido. El terreno que ocupa fue una finca donde se cultivaban verduras, frutas, hortalizas y hasta café. Ya no. Cada tanto, dice, vienen los dueños del lugar a ver que esté todo bien. Y, se sospecha, también a pagarle algunos pesos.
“Me siento argentino”, aclara cuando le dice a los censistas que nació en Bolivia. “No sabía que llegaban aquí”, admite sorprendido. “Recuerdo algún otro censo pero no sé cuándo fue. Hace rato que no viene nadie. La última vez pasaron de Sanidad para revisarme”, cuenta.
Don Segundo vive en lo que hasta 1940 fue territorio boliviano. Actualmente es el límite sur del Parque Nacional Baritú, cuya cabecera está en Los Toldos, pueblito de 1.300 habitantes al que se llega por la ruta boliviana hasta el pueblo La Mamora.
Allí, donde no hay paso de Migraciones, se vuelve a cruzar el Bermejo, justo en su naciente, por un puente torcido por la última crecida del Bermejo, el verano pasado. A 500 metros el esqueleto de un puente muerto que unía ambos países da un poco de vergüenza. Se levantó a fines de los 90 y se inauguró en 2001. Los ingenieros que lo proyectaron no calcularon los movimientos sísmicos de esta tierra y el puente hoy parece un bandoneón apretado. Recuerdo eterno de la inutilidad.
“Esta es La Nueva Argentina”, explica con naturalidad docente Jorge López, director de la Escuela Primaria 4560 San Pedro Apóstol de Los Toldos. Nacido en Molinos, en los Valles Calchaquíes, del otro lado de las sierras que rodean un costado del pueblo, donde el verde hijo de la nuboselva le da lugar a los tonos rojizos del desierto en la antesala de la Puna.
Además, López (59) es el jefe de sección del censo. “El Municipio consta de seis radios y registramos 1.160 viviendas. En el mapa que nos llegó del Indec había 48 viviendas que ya sabemos que ahora son ruinas”, calcula Jorge.
Explica que fueron tambos de la época floreciente para la economía del lugar pero no para el ambiente: de cuando se explotaba la madera riquísima de la yunga, entre los 60 y los 80 del siglo XX: “Pero las empresas se fueron. Y la mayoría de la gente está a orillas del Bermejo, en la frontera con Bolivia, en diferentes parajes. Hay muy pocos ranchos”.
“Esta es la Argentina nueva, así la llamaban antes”, insiste el maestro. Los Toldos perteneció a Bolivia hasta 1941, cuando se puso en vigencia el tratado de límites firmado en 1925. Las casas, mayormente de estilo colonial español, están sobre un valle a 1.800 metros sobre el nivel del mar. Se calcula que en el ejido urbano viven unas 1.300 personas pero en toda la zona, en total, unas 2.200. Es una cifra a rechequear con el Censo 2022. Elio Romero, nacido acá, apuesta que el número será bastante mayor.
“Y las personas se arraigaron y se identifican como argentinos. Les hicieron el DNI y ya hay dos generaciones nacidos en el Argentina. De Las Pavas para abajo es la Argentina vieja. Del río Lipeo para acá es la Argentina nueva. Es un asentamiento sentimental muy fuerte que los mantuvo unido como pueblo. Hasta 1940 era bajo administración de Tarija. Y mucho antes, un paraje de españoles, indios y mestizos.
Muchos de los “nuevos pobladores” fueron soldados, argentinos o bolivianos, que sobrevivieron y se refugiaron en estas yungas después de la Guerra del Chaco. Los padres de Pedro Bonilla y Nieves Grimaldo, vecinos de El Lipeo, por ejemplo. “Tengo un recibo del año 20. Se venían a vivir acá del otro lado del río que era Bolivia. Venían disparando y salían caminando hasta Orán o a caballo. Tardaban cinco días en llegar”, cuenta Nieves.
“A mi bisabuela la documentaron a los 60. Su esposo peleó en la Guerra del Chaco y murió a los 33 años, en la posguerra. Cuando esto era Bolivia, mi bisabuela tenía una pensión y una casa en Tarija que le daba el Estado, pero ella tenía que cumplir su parte, serle fiel al marido muerto”, recuerda Elio Romero, atrapado por la curiosidad que le genera el sincretismo cultural de la zona.
“Muchos dicen que este fue uno de los primeros pueblos del Virreinato. Dicen que vinieron los franciscanos, que ya vivían los pueblos originarios”, agrega.
Más allá de fronteras y divisiones territoriales políticas, el pueblo de la zona de las yungas conserva su hermetismo natural. No es fácil llegar. No es fácil salir desapercibido. Jorge y Elio repasaan las áreas que les tocan.
El intendente del Parque le cuenta que el lunes deberá ir a censar al paraje La Misión, donde las casas están alejadas unas de las otras, sobre la ladera, bajo la selva. Una puesta a prueba para su físico de espíritu juvenil, como ya demostró en el cruce del Bermejo hacia la casa de Don Segundo.
“Tengo toda una franja larga, no entran ni motos. La casa de la tía Lidia y de Sofía”, le cuenta Elio a Jorge, que responde: “A vos te tocaría de la quebrada para allá, de la casa de Pato Flores para allá. La casa de la mamá de Eleodoro. Ah, a vos te toca Alvarado, la tía Edith, Guerrero, Rosa S., la viejita, Marcos Sueldo más abajo. Y Lucía, cuál será la Lucía. Y Cayetano Iriarte”.
La comunidad se sostiene en su propia red de contención. Una conciencia de unidad ante la inaccesibilidad que los define como pueblo. “Este pueblo sobrevivió años sin escuela, sin policías, con sus remedios de las plantas medicinales. Tenemos como 35 especies, la tusca, que es antinflamatorio; la carqueja, para el estómago. La planta con la que se produce el Sertal”, enumera el director de la escuela.
También están los solitarios como Don Segundo. “Podría ser un cuento de Quiroga, ¿no?”, comenta alguien mientras probamos las mandarinas dulces y metemos en la mochila algunas paltas y buscamos brotes de cafeto, con el grano todavía verde.
Casi una hora después de llegar, Don Segundo agradece la visita de los censistas. Acompaña hasta la barranca que da al Bermejo, y finalmente suelta, tímido pero seguro, la esencia de las últimas cuatro décadas de su vida, solo, en la selva, abrazado por la bruma del Bermejo.
“Me gusta estar solo”, susurra el viejo. “Me acostumbré. Me encanta vivir acá, cuando está crecido el Bermejo, el ruido que hace. Por los años que estoy ya no extraño el contacto con la gente”, se despide. Y ve salir a las visitas otra vez hacia el río, que parece más sereno que en el viaje de ida.
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