“¡Titi!”, grita Asunción. Todos suponen que no ve pero nadie está del todo seguro de que no detecte, aunque sea, la sombra de las cosas. No se conoce con exactitud su edad. Creen que tiene unos 55 años. Es chiquito, lleva un gorro de lana en su cabeza y además la campera azul, gastada, le queda grande. Tiene una sonrisa con agujeros que le dibuja la cara de manera permanente.
“¡Titiiiii!”, aúlla y ríe como un niño el hombre, ahora rodeado por unas 20 ovejas que pasan mientras tres chiquitos juegan al fútbol en la ladera, contra la gravedad como rival, lo que hace que siempre estén corriendo el balón barranca abajo, para desgracia de las gallinas, que esquivan patadas y pelotazos.
“Titiii”, repite Asunción en el plano inclinado sobre el que se estableció hace cientos o quizás miles de años la comunidad indígena de El Lipeo. Apoyado en una pirca, con un perro amarillo que le da vueltas y mueve la cola, Titi se emociona y se pone ansioso porque siente -o de alguna manera “ve”- que el que sube desde el río es Clemente Espinoza, su sobrino, nacido hace 48 años también aquí, dentro del imponente Parque Nacional Baritú, en la provincia de Salta.
Conocedor de cada luz y penumbra de esta selva obscena, desmesuradamente verde, con un techo bajo de nubes permanentes que dan la sensación de estar en otro plano cósmico, Clemente advierte ante la mirada citadina que el que reina aquí es el yaguareté y no el homo sapiens. Entrado el siglo XXI, las cada vez más pequeñas comunidades humanas apenas sobreviven.
Los más jóvenes se van en busca de trabajo y oportunidades y los más viejos guardan la costumbre ancestral de autosostenerse con cultivos hogareños de papa, maní, ajíes y cítricos, o el intercambio de carne o arroz con otros pueblos, sin gas, sin cloacas, sin almacenes, sin señal de celular y con energía solar, en el mejor de los casos, que alcanza para un rato de luz artificial cada noche. Pero asistidos y contenidos por los guardparques, especie de protectores sociales del ambiente.
Todos en este pequeño paraje esperaban a los censistas este sábado, unos días antes del feriado del 18. En todas las zonas rurales del país el Censo 2022 arrancó diez días antes del día oficial, por razones obvias de accesibilidad. En el territorio comprendido dentro del departamento de Santa Victoria se repartieron la zona en seis radios donde trabajan 50 voluntarios, entre guardaparques, docentes y referentes de la comunidad.
“El operativo del Censo 2022 se anticipó en las áreas rurales y en algunos Parques comenzamos el domingo 8 de mayo. Es un hecho de vital importancia, ya que contaremos con una mayor información estadística sobre las poblaciones establecidas en las áreas protegidas y sus zonas de amortiguamiento”, detalla desde Buenos Aires el presidente de la Administración de Parques Nacionales, Lautaro Erratchú.
Los equipos territoriales de la Administración de Parques Nacionales comenzaron los trabajos de relevamiento del Censo Nacional de población, hogares y viviendas como parte de un convenio firmado con el INDEC de cooperación, asistencia técnica e intercambio de información para elaborar estadísticas entre ambos organismos. Entre las áreas protegidas que prestan colaboración en el Censo están los parques nacionales Los Alerces, Lanín, Nahuel Huapi, Calilegua, Los Cardones, Iberá, Pre Delta, Baritú y la Reserva Nacional El Nogalar de Los Toldos.
Clemente llega a El Lipeo con el uniforme oliva de Parques Nacionales puesto. Sobre la campera luce una pechera blanca del Indec y una credencial que lo identifica como emisario del Estado en el censo. “Titiiiiiii”, se gritan mutuamente. Y se abrazan en la ceremonia del reencuentro. Asunción mira hacia arriba y ríe.
Ya sabe, porque los escuchó, que alrededor también están Elio Romero, el intendente del Parque Baritú, Roberto Aleman, guardaparque y Mariana Figueroa, ama de casa nacida aquí pero vecina de Los Toldos, de donde venimos, el pueblo cabecera, 26 kilómetros y dos horas de viaje en camioneta al norte, por senderos de barro y cornisa, montaña arriba.
El equipo al que acompaña Infobae llega con el objetivo de dejar constancia de la población local y de sus condiciones de vida. Estamos en probablemente el único territorio continental de Argentina al que se accede exclusivamente desde otro país.
No hay manera de entrar por tierra argentina a las poblaciones de Los Toldos, El Lipeo, El Condado o Baritú si no es después de bordear el río Bermejo dentro del territorio del Estado Plurinacional de Bolivia, sobre su imponente ruta Panamericana, durante más de 100 kilómetros de caminos de altura, selva y túneles.
En El Lipeo, cinco horas de vehículo después de atravesar el paso fronterizo de Aguas Blancas/Bermejo (cerrado todavía por la pandemia), Clemente, Elio, Mariana y Roberto vienen a censar unas diez viviendas habitadas, espaciadas en la serranía, bajo el monte.
Se estima que viven menos de 100 personas en todo El Lipeo. Son en su mayoría hombres y mujeres de más de 60, hay nueve niños y un docente permanente, el director de la escuela rural 4156, Eliseo Chambi, entregado desde 2003 a la educación pública con la voluntad de un monje, a pesar de que cada año tiene menos alumnos y que su esposa, enfermera, vive en Orán.
Clemente atraviesa el puente peatonal colgante sobre el Lipeo, el río correntoso que le da nombre al pueblo. Salvo en julio o agosto, cuando bajan las lluvias y cede la virulencia del cauce, hamacarse y avanzar por la pasarela, a unos 15 metros del agua, es la única forma de llegar a esta comunidad dentro del Parque Nacional. Solo se puede salir o entrar a pie o en moto. Las camionetas hay que dejarlas del otro lado del río, en lo que hasta 1938 fue territorio de Bolivia.
Arriba del puente peatonal, que se balancea como un bote, Espinoza señala el monte Ukumar, fuente de mitos de duendes y osos humanoides, una montaña de paredes verticales, forradas por la yunga intimidante, y asegura: “Vi cuatro veces al tigre acá”. A pesar de que el yaguarté es un animal en peligro de extinción, se cree que en esta zona de las yungas del Baritú conviven unos 100 felinos de esta especie, además del puma.
Es un cálculo basado sobre todo en la evidencia audiovisual de las cámaras trampa instaladas dentro del Parque, más que en los avistajes en vivo, solo reservados para seres muy afortunados o conectados en lo atávico con este lugar, como Clemente.
La presencia del yaguareté, símbolo máximo de la vida silvestre de las yungas, el mayor felino de América, es un hecho en las huellas que deja al pasar (los machos suelen caminar hasta 100 kilómetros en un día) o se experimenta por ausencia. No la propia, sino la del ganado que él se devora, como el buen superpredador que es. “Una vez me encontré con uno cruzando el río. Frenó a unos 30 metros mío. Se quedó mirándome un rato, yo a él, y se dio vuelta y se fue”, relata Clemente.
“Sabía que iban a venir pero no qué día”, admite Pedro Bonilla, de 64 años, nacido y criado en El Lipeo, prácticamente toda la vida en este paraje, testigo del abrazo entre Asunción y Clemente. “Es una vida tranquila”, comenta y recuerda que sólo por una corta temporada trabajó en Mendoza en un cultivo. Más allá de eso, jamás salió de El Lipeo.
“La ciudad es mejor porque hay más trabajo, las cosas para comprar están más cerca. Acá hay que ir a Los Toldos en moto o camioneta. A veces vamos a Orán. Trabajo en mi casa, siembro maíz, papá, maní, para mi consumo. Carne compramos a veces. En Los Toldos o a los vecinos. Tenemos gallinas y chanchos”, enumera, tímido, con una gorra del Parque Nacional.
La casa de Bonilla es, como todas las de El Lipeo, de ladrillos de adobe. Los pisos son de tierra o de cemento. Filomena, su esposa, murió de cáncer hace unos años. Cinco de sus ocho hijos abandonaron el pueblo y se fueron a trabajar: algunos a Los Toldos, otros a Salta capital, uno a un campo de cebollas en Río Negro.
Para llegar a la casa de Pedro hay que subir por un sendero pedregoso y empinado. Con él viven otros tres hijos y un hermano, de unos 40 años, postrado por una enfermedad neurodegenerativa. No tiene silla de ruedas, por lo tanto, jamás se mueve de su casa.
Elio Romano es el intendente del Parque Nacional Baritú. Nacido y criado en Los Toldos, descendiente como muchos del mestizaje de una familia española que llegó a Tarija, Bolivia, hace decenas de años y otra indígena local. Lo conoce a Pedro de toda la vida. Podría llenar el cuestionario del censo sin necesidad de preguntarle.
“No tengo teléfono. Sabía escuchar radio pero ya no tengo”, nos cuenta, sentado en una silla sobre el piso de tierra, mientras caminan a nuestro alrededor algunos perros y gallinas.
Una mesita de madera bajo un árbol es el centro de reunión de la comunidad de El Lipeo, en una placita del tamaño de un patio ubicada entre la escuela, la casa de los guardaparques y una pequeña iglesia. Allí espera a los censistas Nieves Grimaldo, 64 años, elegido en 2009 como presidente de la comunidad. El y Pedro crecieron juntos. Recuerdan que cuando eran niños jugaban poco al fútbol. No había pelota. Usaban trapos.
“Era diferente. Las casas eran más precarias, los techos eran de palos o de corteza de nogal o de barro. Azúcar no había. Fideo era una golosina”, ríe Don Nieves y explica más: “Antes en burro y llama traían carne, llama, ovejas, trigo, desde Los Toldos”.
Nieves sostiene el recuerdo de la vida del siglo pasado en un lugar que de por sí parece de otro tiempo. “Acá nos conocemos todos, muchos somos familia. Había que salir a buscar a las chicas a los bailes, las coplas y por carta”, ríe. Se casó con su esposa en los 80. Ella vive, pero es víctima de una epilepsia que no le permite comunicarse con los demás.
Pedro recuerda que antes de que construyeran la pasarela peatonal, hace unos 30 años, había que cruzar a caballo el río Lipeo. “Si crecía, había que aguantársela”, comenta. Después pusieron una roldana, y pasaban colgados de un cable. “Luego vino una empresa maderera que hizo un puente precario para pasar los carros”, recuerda. La explotación de madera duró unos años. Lastimó el monte, pero se cortó. Hoy el área es protegida ciento por ciento. La selva es tan poderosa y resiliente que no se notan las cicatrices, y los cedros y los nogales, también los helechos, toman el territorio ostentosamente.
Nieves dice que le gusta vivir acá. “El paisaje, el monte, la tranquilidad. La ciudad es para estar un rato, acá tenés plantas, libertad. Alguna gente murió por salir de acá, de tristeza. Mi cuñado en cambio se enfermó y decidió morir acá ni a la salita de Los Toldos quiso ir. Está allá arriba”, señala Nieves hacia la montaña y explica que el cementerio está por esa zona. La llama “la ciudad de los muertos”.
Chambi observa las particularidades del pueblo de El Lipeo. “Casi no hay dinero, prácticamente todo es truque. Le dicen ‘tornavuelta’. La electricidad depende de los paneles fotovoltaicos. Es solo para luz. Pero no tenés luz todo el tiempo”, explica. Tanto en la casa de Parques como en la escuela hay conexión a internet vía el satélite Arsat. “Por una emergencia prendo la Internet”, cuenta.
A la escuela van apenas nueve alumnos. “Son prácticamente de la misma familia. Una abuela tiene seis nietos y dos hijas que vienen a la escuela. Más la nena de la guardaparque y una más. Es un plurigrado. Hay una docente de nivel inicial, otra de educación física, y de lengua extranjera y educación artística. Itineran hasta tres escuelas de la zona”, detalla. El único que se queda fijo aquí es él. Este es su último año. En febrero cumple 60 y se jubila. Vivirá en Los Toldos o en Orán. Pero se va de El Lipeo, probablemente para siempre.
“Si bien es cierto que la docencia es pasiva, los fines de semana voy a visitar a alguna familia de aquí para conversar, insertarme de necesidades, ayudar a resolver problemas. El tiempo de ocio me dedico a la comunidad. Los fines de semana hacés de enfermero, de sociólogo, siempre hay que dar una respuesta a la comunidad”, admite Chambi, que llegó a Los Toldos en 1991 para vivir con su esposa, originaria de esta ciudad de 1.300 habitantes ubicada en un bellísimo valle en altura, muy cerca de la naciente del río Bermejo.
El censo marcará probablemente un descenso de la población de El Lipeo pero un crecimiento en Los Toldos. El aspecto social evidencia una merma de habitantes como consecuencia de la falta de trabajo. La cantidad de alumnos que tiene Chambi es contundente: cuando llegó, en 2003, los alumnos eran 52.
“Pero los jóvenes no se quedan porque no hay trabajo y emigran. O se van por estudios. Hay muchos profesionales que ya no vuelven. Hay enfermeros, docentes, gendarmes, policías”, explica el director de la escuela. Los fines de semana el director de la escuela incluso puede hacer de enfermero. De lunes a viernes un profesional de la salud atiende a los habitantes de El Lipeo, pero sábado y domingo sube hasta Los Toldos.
“Yo me fui a estudiar la secundaria. Acá no hay trabajo ni posibilidades”, comenta Mariana Figueroa. Pedro recuerda el último censo. “Fue hace mucho”, dice, no sabe precisar qué año. Nieves, directamente, no tiene registro de lo que pasó en 2010. El tiempo pasa de formas misteriosas en este pueblo metido en las yungas.
Chambi se pregunta qué será de El Lipeo para el próximo censo. Cuántos de los adultos vivos quedarán. Y qué pasará con los jóvenes de hoy. ¿Quedará población estable en 10 años? ¿O sólo encontraremos el registro de lo que fue una civilización ancestral en medio del Parque Nacional Baritú?
“Claramente no hay jóvenes. Las facilidades de tener una moto hace unos años hicieron que la gente tenga independencia para moverse. En fin de año se duplica la población de toda esta zona porque vienen todos los que viven afuera. Hay pibes en Córdoba, en Salta. Pero esos chicos no van a volver porque no hay oportunidades. No hay escuela de oficio”, explica Elio Romero, 44 años, casado con Gladys, también nacida en Los Toldos, tres hijos.
“Lo que veo es que la comunidad tiende a desaparecer. Los jóvenes no tienen expectativas acá”, augura Chambi, mientras los censistas encaran hacia el puente peatonal con el trabajo realizado: 10 viviendas y mucha información. El viaje de vuelta hacia Los Toldos será largo. La llovizna que irradia la nuboselva le dará trabajo a la 4x4 de Parques Nacionales.
Mariana se despide de su papá, nos sacamos una foto todos juntos. Alguien celebra el sabor del guiso que cocinó una de las guardaparques. Clemente pide silencio con el dedo índice sobre su boca y, con una sonrisa pícara, camina sigiloso hacia la espalda de Asunción. Apenas el sobrino frena a centímetros de su nuca, el tío gira, atento, y ríe: “¡Titi!”, le grita con sorpresa y se le cuelga en un abrazo que durará hasta la próxima visita.
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