Estaba congelado en el pasado. En cada palabra se percibía que se seguía asumiendo como el comandante en jefe de una “guerra victoriosa contra la subversión”. Pero el Jorge Rafael Videla que recuerdo, a nueve años de su muerte, era un anciano muy delgado, levemente encorvado, que rezaba el rosario todas las tardes y comulgaba todos los domingos, y que afirmaba que dormía muy tranquilo, sin ningún tipo de remordimientos por las miles de personas que habían sido asesinadas y desaparecidas durante su dictadura.
“Pongamos que eran siete mil y ocho mil las personas que debían morir para ganar la guerra contra la subversión; no podíamos fusilarlas. Tampoco podíamos llevarlas ante la justicia”. Es una de las frases que lanzó, entre las muchas que me impactaron durante las nueve entrevistas que le realice entre octubre de 2011 y marzo de 2012.
Esas entrevistas, junto con reportajes a militares, guerrilleros, políticos, sindicalistas y empresarios, dieron origen al libro Disposición Final, publicado el 13 de abril de 2012.
Las entrevistas ocurrieron en su celda en el penal de Campo de Mayo. Jorge Rafael Videla había sido condenado varias veces a prisión perpetua; muy lúcido, parecía detenido en el tiempo en el que fue la persona más poderosa del país y contaba los hechos que había protagonizado como si hubieran sido realizados por otra persona, con una precisión y una frialdad llamativas.
El dictador estaba deteriorado físicamente pero consciente de lo que había hecho. Era una persona que tenía la necesidad de hablar, de asumir una responsabilidad como “comandante en jefe” porque veía que estaba cerca de morir. Pero aun cerca del final decía que no está arrepentido pero que tenía un peso en el alma, que era explicar a la sociedad qué ocurrió con los desaparecidos.
De acuerdo con Videla, los generales llegaron al 24 de marzo de 1976 con un consenso básico: tenían que matar a todas las personas que ellos consideraban “irrecuperables”. Fue el golpe de Estado más organizado y previsible de la historia; en los cafés y los bares se hacían apuestas sobre cuándo los militares se levantarían contra el gobierno constitucional de Isabel Perón.
“No era una situación aguantable: los políticos incitaban, los empresarios también; los diarios predecían el golpe. La Presidente no estaba en condiciones de gobernar, había un enjambre de intereses privados y corporativos que no la dejaban. El gobierno estaba muerto”, dijo.
Y sumó: “Para no generar protestas dentro y fuera del país, sobre la marcha se llegó a la decisión de que esa gente desapareciera; cada desaparición puede ser entendida ciertamente como el enmascaramiento, el disimulo, de una muerte”.
La admisión de Videla de que la dictadura apeló a las desapariciones para evitar que la gente supiera qué estaba sucediendo y “no provocar protestas”, liberaba a los ciudadanos de la culpa que muchos podían todavía sentir por no haber reaccionado a tiempo frente a tanto salvajismo.
“Nuestro objetivo era disciplinar una sociedad anarquizada; volverla a sus principios, a sus cauces naturales. Con respecto al peronismo, salir de una visión populista, demagógica, que impregnaba a vastos sectores; con relación a la economía, ir a una economía de mercado, liberal”, lanzó como toda explicación al plan sistemático llevado adelante por la dictadura.
“No era que esa decisión sobre el destino de una persona la tomaba un cabo. No: había responsables en cada zona, subzona, área y subárea. Pero, por encima de ello, existía la responsabilidad del comandante en jefe del Ejército, tomada en la más absoluta soledad del mando”, intentó deslindar responsabilidades de los subalternos.
“Promediando 1978, con sus matices en más o en menos, el objetivo fundamental del Proceso de Reorganización Nacional estaba logrado. El orden había sido recuperado en todos los niveles: militar, político, gremial, económico y social”, dijo casi con orgullo.
Para ese momento, Videla y otros once militares presos por crímenes de lesa humanidad habían sido trasladados a Marcos Paz, a una cárcel común, de máxima seguridad, y más alejada de la Capital Federal. La señal para los represores y sus familiares era muy clara: no tenían que hablar con periodistas.
En octubre de 2011, señaló que, junto con otros militares presos, estaba pensando en elaborar un documento para reunir toda la información que tenían sobre ese tema, pero unos meses después había desistido, en especial por la negativa de algunos de sus camaradas, como Luciano Benjamín Menéndez.
Acepto que yo esperaba que el gobierno de la entonces presidenta Cristina Kirchner aprovechara ese quiebre entre los represores y encontrara la forma de acceder a esa información para satisfacer las necesidades de tantos parientes y amigos de los desaparecidos, que seguían —siguen— buscando los restos de sus seres queridos.
Pero, el kirchnerismo había construido una visión tan binaria, tan maniquea, de la violencia política en los 70 que no soportaba un mínimo corrimiento a su “teoría de ángeles y demonios”.
Por ejemplo, Videla afirmó que los jefes militares llegaron al golpe de 1976 convencidos de que “siete mil u ocho mil personas debían morir”. Una matanza de criminales, una violación masiva a los derechos humanos. Sin embargo, Cristina Kirchner, sus partidarios y las organizaciones de derechos humanos no podían admitir un número inferior a la cifra de los 30 mil detenidos desaparecidos.
Al dictador preso el libro no le gustó. Cuarenta días después de su publicación, envió una carta a La Nación desmintiendo dos de los dichos que yo le atribuía: que los militares habían llegado a la conclusión de que debían matar a 7 mil u 8 mil personas, y que no estuviera arrepentido por su responsabilidad en ese plan de exterminio. Le contesté mostrando las notas con sus declaraciones, que en un exceso de formalismo que me favoreció habían sido firmadas por él con sus iniciales.
Había admitido por primera vez que la dictadura que él encabezaba había elaborado y ejecutado un plan sistemático para “eliminar a un conjunto grande de personas”, que estaban detenidas, a merced de los militares, tal como los familiares y amigos de las víctimas y los organismos de derechos humanos siempre denunciaron. Y era previsible su enojo al leer el libro: una cosa es hablar sobre todos estos hechos bárbaros con una frialdad marcial, como si hubieran sido ideados y ejecutados por otra persona, y otra cosa muy distinta es verlos impresos como un documento histórico, que resistirá el paso del tiempo y seguirá al alcance de todos sus descendientes.
El dictador también habló del juego político de la dictadura: “No supimos aprovechar esa oportunidad. Los políticos no demostraban mayor prisa por recuperar el poder porque persistía el temor a la guerrilla. Nosotros sabíamos que estaba derrotada y que, en términos militares, había sido aniquilada, pero los políticos no lo sabían con certeza”.
El 17 de mayo de 2013 Videla fue encontrado muerto sentado en el inodoro de su celda. Había tenido un accidente en la prisión y no había recibido ningún tipo de asistencia médica. Tenía 87 años.
*Una versión de esta nota se publicó en Infobae en 2017
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