Es abril, acaba de empezar a caer una lluvia de gotas finitas, y Andrea está tirada boca arriba en el medio de una avenida. Desde ahí ve el cielo gris, la niebla la envuelve. Alguien la mira desde arriba, no es una sola persona, son varias: sombras en el contraluz que se agachan, la observan más de cerca, hablan entre ellas, gritan, piden un médico, por favor, alguien que llame a un médico. Nadie se anima a tocarla, los autos no frenan, no la ven, le pisan las puntas del pelo: el semáforo, piensa Andrea, debe haberse puesto en verde otra vez.
“Levanto una mano, lo único que puedo mover. Los dedos están manchados de sangre. No quiero ver más. Lo sabré luego, pero estoy tirada en medio de un charco de sangre enorme, con múltiples fracturas después de que un colectivo de la línea 84 cruzara el semáforo en rojo justo cuando yo atravesaba la avenida Gaona, pasara por encima de mis dos piernas y las dejara enroscadas entre sí en una postura imposible, como de muñeca rota”.
Andy Clar tiene 49 años y es conocida, especialmente, por “Chicas de viaje”, un programa de televisión en el que recorrió New York -divina, con tacos- y compartió sus experiencias por la ciudad. La escena, arriba, es un recuerdo de los primeros segundos del accidente que Andy tuvo a los 23 años y que ahora contó en un libro llamado “Bailar acostada”.
Un colectivo que la pasó por encima cuando salía del supermercado en el que trabajaba de promotora y que, no sólo la dejó cara a cara con la muerte sino que la la paseó, durante el año que siguió, por los sótanos de la dignidad. En el libro, esa misma mujer de los viajes top por New York, habla de sus meses con pañales, con chata, de las escaras en el cuerpo joven, de la amiga que, amorosamente, le sacaba los piojos, del bebé que no sabía que esperaba.
“Ese accidente fue lo mejor que me pasó en la vida”, dice, sin embargo, cuando se enciende la cámara y empieza a contar la historia a Infobae.
Crónica de una fuga
Es fácil, muy fácil, mirar sus fotos en Instagram o los videos de sus viajes por New York y Europa y caer en la tentación de imaginar la típica historia de una “chica bien” nacida en cuna de oro. Pero la vida de Andy Clar no arranca así, sino con una mamá de 19 años, un papá de 20 -changarín- y un escape.
“Cuando miro las fotos de ese día en el registro civil y veo esas caras serias pienso que nací en medio de un quilombo”, escribió ella en el libro. Sucede que esos padres -de familia muy católica ella, de familia muy judía él- habían sentido la obligación de huir y esconderse durante varios meses cuando se enteraron del embarazo: tenían claro que sus familias se iban a oponer.
Andrea se crio en un departamento mínimo en Floresta, un dos ambientes en el que llegaron a vivir cinco personas. “Una infancia muy simple, con algunas carencias económicas pero con mucho aprendizaje. Si bien no tenía herramientas materiales, porque a veces apenas llegábamos a comer, fue el momento donde más aprendí a ser creativa”, cuenta ahora.
Se vivía de la changa que funcionara, y en sus recuerdos es una nena sentada a la mesa de fórmica, todavía con el uniforme del colegio, quemando las puntas de un cordón en la hornalla para ayudar a su mamá a armar unas pulseras verdes, amarillas y rosa fosforescentes que fueron furor en los 90. Su papá, mientras, hacía lo suyo: obras infantiles, reparto de quesos, viajes en taxi, venta de esas pulseras por la calle.
El recuerdo de aquellos años no tiene tristeza, al contrario: tiene el canto de su abuela, una española a la que le había pasado de todo -había perdido a su papá de chiquita, se había quedado completamente pelada- pero que igual pasaba el día cocinando, revolviendo y cantando.
Andy creció, se puso de novia, pasó lo que pasó. “Tres días después de cortar con Diego me di cuenta de que tenía un atraso”, contó en el texto. “Todavía recuerdo las dos rayitas rosas poniéndose cada vez más oscuras. Estaba embarazada a los 19 años, la misma edad en que mi mamá había quedado embarazada de mí. Un escalofrío y un fuego al mismo tiempo me recorrían el cuerpo. Miedo, angustia, inexperiencia... y, lo peor, era que no sabía si era de Diego o de Marcelo”.
“Es que pasó justo cuando estaba dejando al que había sido mi primer amor y estaba empezando la relación con otro”, cuenta ahora. Pocos días después de haberse enterado tomó la decisión de hacerse un aborto, una práctica que, por entonces, era ilegal.
“Sentía que no estaba preparada para tener un hijo. No tenía plata, no tenía casa, vivía con mi mamá y mis hermanos en dos ambientes, nosotros tres dormíamos en la pieza, ella en el comedor. Además, había muchas cosas que quería hacer antes”, cuenta ahora. “Recuerdo el abrazo con mi mamá cuando salí, como que las dos nos entendimos. Ella vio que yo había hecho lo que ella no había tenido el valor de hacer, o no había querido, no sé. Yo vi lo valiente que ella había sido por haberse animado a tenerme a los 19 años. Fue como un pase de postas”.
Andy se independizó y empezó a trabajar de lo que fuera: en una fábrica de pastas, en un call center, vendiendo cortacorrientes para autos. Tenía 23 años cuando pasó el accidente que le partió la vida, tal como la conocía, al medio.
Un colectivo de frente
“Yo no perdí el conocimiento en ningún momento, pocas cosas en la vida me las acuerdo con tanto detalle”, jura. Volvía caminando del trabajo por la Avenida Gaona, en Caballito, a la altura de Plaza Irlanda: era 24 de abril de 1996. Andy acababa de despedir a una amiga, estaba cansada pero esa noche iban a salir.
El colectivo pasó el semáforo en rojo, le tocó la pierna con la rueda delantera, “me chupó y caí abajo. Ahí me pasó por encima de las piernas y me enroscó el cuerpo. Me quedé dura tirada en la avenida con la mochila puesta, los autos avanzaban como si nada y me esquivaban, yo no me atrevía a mirarme pero me daba cuenta de que no sentía las piernas”.
Andy estaba boca arriba con las piernas enroscadas. Tenía siete fracturas de cadera, seis de pelvis, tenía fracturada la rodilla, el tobillo, el fémur partido al medio, fracturada una costilla, una vértebra y todos los dedos del pie rotos.
Nadie sabía si se había abierto el bazo o si había una hemorragia interna “pero el charco de sangre era enorme, como de un metro para cada lado de mi cuerpo. Desde el hospital llamaron a mi casa, me lo contó mi hermana después. Le dijeron: ‘Apúrense porque no sabemos si la vamos a poder salvar’”.
Andrea, que no tenía obra social, pasó una semana acostada en una camilla del Hospital Álvarez, con el cuerpo como un rompecabezas en la caja. “Yo gritaba ‘¡quiero saber qué tengo, no siento las piernas, quiero saber si voy a volver a caminar!’”. Estaba desesperada: tenía una hemorragia interna, pero igual entró al quirófano cantando, como cantaba su abuela, su forma de calmarse.
Después le dijo al médico algo que ahora le da risa: “Doctor, si creen que no voy a volver a caminar, no me despierten’. En mi fantasía creía que ellos podían no despertarte si no querías”.
Las malas noticias se apilaban, porque fue en ese mismo contexto que un médico le tomó la mano y le dijo: “Lo lamento mucho, pero el bebé no sobrevivió”. Dice ella ahora: “Fue terrible porque yo no tenía ni idea, fueron muchas cosas juntas. Lo primero que pensé fue: ‘Se equivocaron, ¿qué bebé? Pero sí, estaba embarazada y lo perdí. Recuerdo que hasta me sentí culpable. Pensé: ‘Esto fue por el aborto de antes’”, cuenta: una idea de “castigo divino” con el que se suele aleccionar a las mujeres y que, luego, eliminó.
Andy estuvo siete meses internada y postrada. “Difícil, pero digo que fue lo mejor que me pasó en la vida porque fue una etapa de grandes aprendizajes. Estuve 11 meses sin poder pararme para ir al baño, los primeros con sonda, después con pañales, después con chata. Yo ahí aprendí a valorar cosas muy simples de la vida cotidiana, como poder ir al baño”.
“Con el hematoma en el riñón confirmado, la perspectiva era bastante mala: si no se reabsorbía, habría que hacer un trasplante. La pelvis y la cadera debían soldar solas, por eso era tan importante que no me moviera”, escribió. De esos meses en una misma posición aparecieron las escaras.
“Tengo una cicatriz en la cola muy grande, durante muchos años tuve mucha vergüenza, no iba a la playa en traje de baño, era un agujero, sentía que la gente se iba a impresionar. Hasta que un día, muchos años después del accidente, pude decir ‘basta, esto que hago es una boludez. Este agujero es como una herida de guerra, yo pasé por esto, ésta es mi historia, no la quiero ocultar más”.
Fueron meses atravesados por el dolor, pero en su recuerdo hay también alegría: por ejemplo, las 7 veces que entró al quirófano cantando la canción de Annie (El sol brillará mañana/ Puedes apostar a que mañana sale el sol/ Si piensas que igual mañana el camino duro ya se allana, es mejor).
Y una “doble vida” que se inventó para divertirse, porque tenía un novio nuevo cuando tuvo el accidente y un ex que viajó de Córdoba para estar con ella cuando se enteró de lo que le había pasado.
“Salía con los dos a la vez. Salía, bueno, es una forma de decir, porque no podía hacer nada, me agarraban de la mano nada más”, se ríe. “Uno venía de visita a la mañana y el otro a la tarde y yo me ocupaba de que mi familia me comprara facturas o bombones para darles a las enfermeras para que el otro no se enterara”.
La mujer en la que me convertí
Andrea no sólo logró volver a caminar sino que hizo una carrera, precisamente, caminando por New York. Creó una comunidad de viajeras con más de 3 millones de seguidoras en su web, hizo el programa por Telefé, escribió un libro que fue bestseller (”Chicas en NY”), y en 2017 fue elegida por la revista Forbes como una de las “30 promesas” del mundo de las y los emprendedores argentinos. En el camino, se casó, ejerció primero la maternidad con los tres hijos de su marido, perdió otro embarazo, tuvo un hijo, Eliseo.
“Ese accidente, te decía, marcó la persona que soy. Es muy difícil que yo me ponga de mal humor o me altere por alguna situación cotidiana. Yo puedo perder el pasaporte o el teléfono y mi reacción es ‘y bueno...mala suerte’. A mí la vida me mostró que todo es muy finito, muy frágil, y que nada es imposible, ni que te pase todo lo bueno, ni que te pase todo lo malo. Entonces cuando veo que la gente se preocupa por cosas menores siempre les digo: ‘Pará, ¿estás seguro de que eso es un problema?”, cuenta.
Después dice que aprendió a valorar el amor en hechos, no en palabras, el de todos, pero en especial el de sus amigas, de las que se declara enamorada. “Esas relaciones humanas son las que me salvaron la vida”, dice después, toma un último trago de Prosecco y se despide.
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