Argentina cuenta con una frondosa lista de asesinos seriales. Estos días, según las acusaciones, Pablo Damian Grottini, un chofer de coches fúnebres de 42 años con domicilio en Ramallo, podría ser un nuevo integrante de esa cofradía de criminales. Pero a diferencia de los antecesores (todos casos debidamente probados, algunos confesos), no buscaba a sus víctimas en ámbitos sórdidos: eran su familia. Con un año de diferencia, su madre Teresita, su hija adoptiva Aylén y su hermano menor Germán murieron y lo habrían hecho+ de forma similar: con el suero envenenado en el hospital, adonde recalaban tras un fuerte malestar.
Los investigadores encabezados por la fiscal María Belén Baños, de la UFI N°12 de San Nicolás, hallaron que buscaba información de cómo asesinar en Internet. Cambian los métodos, pero no la pulsión homicida. Y Grottini podría ser el último, pero otros lo antecedieron.
El infanticida
Al arriero Cayetano Domingo Grossi lo ejecutaron el 6 de abril de 1900 el parque interno de la Penitenciaría Nacional de la avenida Las Heras. Es considerado el primer asesino serial de la historia por asesinar a tres de sus hijos, nacidos de las violaciones a las que sometía a sus dos hijastras.
Grossi fue acusado de violar a su propia esposa, Rosa de Nicola, y también a sus dos hijastras, Clara y Catalina. Él acusaba a las mujeres de la casas: decía que ellas eran las infanticidas y que los padres de los niños eran los amantes ocasionales que ellas tenían. Nadie le creyó.
Lo insólito y escandaloso del caso -y de la época que se vivía- es que las tres mujeres fueron condenadas a tres años de prisión
El Petiso Orejudo
Sobre la leyenda de Cayetano Santos Godino, el Petiso Orejudo, matador de niños y piromaníaco, se han escrito libros, obras de teatro, filmado películas y hasta pintado cuadros. Pero pocos como el periodista Juan José de Soiza Reilly pudieron definir en pocas palabras lo que significaron los cuatro crímenes. El siguiente es un extracto de una nota que Reilly publicó en 1933 en la revista Caras y Caretas:
“En 1912, Buenos Aires se estremeció de espanto. Las madres escondían a sus hijos, gritando:
— ¡Un monstruo!
En efecto. Había aparecido un monstruo que robaba niños. Elegía como los ogros de los cuentos fantásticos, los niños más hermosos y más tiernos: de cuatro a seis años. Para atraérselos utilizaba en vez de la varita mágica de los encantadores, algunos caramelos. Los pobres inocentes, sugestionados por la golosina, iban detrás de aquel imán con los brazos tendidos. El bárbaro se los llevaba a rincones obscuros. Allí los mataba, lentamente, para darse el gusto de ver cómo morían. Era un marqués de Sade. Utilizaba, a falta de colmillos de antropófago, un enorme clavo de hierro.”
Godino fue responsable de la muerte de cuatro niños, siete intentos de homicidio y el incendio de siete edificios.
El loco del martillo
Enero de 1963. Madrugada. Un misterioso hombre entra por la ventana de una casa y mata a martillazos a Emilia Ortiz, una mujer que descansaba en camisón. Huye con joyas y algo de dinero. En dos meses, el asesino ataca a otras dos mujeres.
Los periodistas de policiales recrean en sus afiebradas mentes los momentos del ataque. Y en lugar de imaginarse a un hombre sediento de sangre que se asoma por la ventana, prefieren poetizar el acto homicida y pensar que antes de cometer el atroz crimen, el sátiro hizo sombras chinescas con una cortina como telón. El barrio Lomas del Mirador entra en pánico. Las fábricas autorizan a las mujeres a salir antes de que anochezca. No vaya a ser que tengan la desgracia de cruzarse con el asesino. Los diarios lo llaman el Vampiro del Martillo.
La preocupación ha llegado hasta el mismísimo presidente Arturo Illia. La Policía difundió un identikit: el matador es un joven con bigote, pelo ondulado y un rostro digno de la galería tremebunda de Lombroso.
Los vecinos se arman con garrotes y cuchillos. En la furiosa cacería golpearon a dos inocentes cuyo único delito era tener bigote y pelo ondulado.
La psicosis colectiva terminó el lunes 26 de marzo de 1963. La leyenda dice que ese día, dos policías novatos se cruzaron con Aníbal González Higonet, un carterista que tenía bigote, pelo ondulado y una bolsa de arpillera en la que llevaba una sevillana.
En su momento, el diario La Nación llamó al “Loco del martillo” un imbécil amoral con las facciones de un animal hambriento. Le imputaron los crímenes de Rosa Risso de Grosso, de 65 años, Virginia Riquel, de 80, y Nelly Mabel Fernández, de 55. El hijo de Grosso fue hasta la comisaría y descubrió que Higonet tenía puesto un saco suyo, que había sido robado durante el crimen. El martillo con manchas de sangre apareció en un baldío de Lomas de Mirador. Horas después, el homicida confesó con lujo de detalles. “Sólo quería robar. Las maté para no dejar testigos”, dijo.
“Cayó en su trampa el hombre del martillo”, tituló la revista Así en una edición especial que le dedicó a la caída del salvaje criminal. La caída de un canalla. En la tapa el título era: “Crímenes y amores del Loco del Martillo”. La teoría era que odiaba a las mujeres porque había sido abandonado por su novia, pero él desmintió esa versión con una frase: “Nunca tuve novia”. En las fotos, el Loco aparece acurrucado, vestido con harapos, con los ojos cerrados y una mueca de desilusión.
Esas imágenes no eran las de un vampiro humano que no hacía otra cosa que matar, sino la de un tipo con el aspecto de un personaje de Cantinflas. Un paria de pies a cabeza. Así le hizo escribir en un papel: “No sé por qué hice todo esto”, dijo.
En marzo de 2006, Aníbal González Higonet logró su libertad después de pasar 43 años en la cárcel.
Murió dos años después. Decían que quería volver a la cárcel porque afuera se aburría.
El ángel negro
Cuando a Carlos Eduardo Robledo Puch le preguntaron por qué mató a un hombre mientras dormía, miró al interrogador y le respondió:
–¡Qué quería, que lo despertara!
El joven de ojos celestes, cabello rubio ensortijado, hijo de una familia acomodada y capaz de hablar en tres idiomas, ya había matado a once personas. Esposado daba el aspecto de un mártir. Su belleza impactó hasta a uno de los rudos detectives, que lo comparó con Marilyn Monroe. La prensa y la Policía lo llamó el Ángel Negro. Tenía 19 años.
El asesino más famoso de la Argentina mataba a sus víctimas por la espalda o cuando dormían.
Entre el 15 de marzo de 1971 y el 3 de febrero de 1972, Robledo mató a balazos a once personas: nueve serenos y dos mujeres. No solía dejar testigos de los robos que cometía con dos cómplices. Uno de ellos era Jorge Ibáñez, a quien conoció en la escuela secundaria. El otro, Héctor Somoza. Después de robar y matar solían ir juntos al cine. Dos de sus películas preferidas fueron La pandilla salvaje y Easy Rider (Buscando mi destino).
“Que conste que siempre maté por la espalda”, le pidió al juez de la causa, Víctor Sasson. En ese joven irrefrenable todo parecía una compulsión: robar y matar porque sí. Llegó incluso a estrellar su auto contra una oveja, por puro placer. Como si hubiese actuado sin saber lo que hacía, bajo la idea de que todo era un cuento de hadas. “Durante los veinticinco encuentros que tuve con el psicópata asesino sentí que yo era el cura y él el diablo de la película El exorcista, aunque era bello y angelical”, dice el perito forense Osvaldo Raffo, autor de las pruebas psiquiátricas que mandaron a Robledo a la cárcel casi de por vida.
Los diarios y las revistas de 1972 lo llamaron monstruo, bestezuela humana, sádico asesino, hiena perversa, tuerca maldito, niño-muerte, asesino unisex, Belcebú, gato rojo, demonio bien parecido, diablo con cara de niño y chacal. Pero los apodos que perduraron fueron el Ángel de la muerte y el Ángel negro.
Uno de los policías que participó de su detención, el 3 de febrero de 1972, reveló que tenían la orden de fusilarlo y plantarle un arma para simular un enfrentamiento; no lo hicieron porque, cuando lo encontraron, estaba con su madre y el plan debía ejecutarse sin testigos. Pocos días después, cuando lo trasladaban para hacer la reconstrucción de los crímenes, un grupo de personas intentó lincharlo. “La sombra del paredón de fusilamiento para el monstruo con cara de niño”, tituló la revista Así, que ese día agotó la tirada.
Robledo gastaba el dinero que robaba en autos, motos y alcohol. Después de cada crimen iba a festejar a los boliches de moda. A veces brindaba cerca de los cadáveres, mientras el dinero le sobresalía de los bolsillos o la bragueta de su pantalón. En uno de los atracos llegó a dispararle a un bebé que lloraba: la bala rozó el barrote de la cuna.
Los dos últimos amigos que tuvo en su vida —Jorge Ibáñez y Héctor Somoza, que además eran sus cómplices— murieron en 1972. A Somoza lo mató de dos balazos (“para que no sufriera porque era mi amigo”, declaró) y le desfiguró la cara con un soplete. Ibáñez murió en un misterioso accidente cuando iba sentado en el asiento de acompañante en un Siam Di Tella. Manejaba Robledo. Siempre s sospechó que lo había matado él. Él jura que no los mató.
El asesino puntual
Francisco Laureana, artesano, era alto, tenía físico de atleta y atacaba a sus víctimas los miércoles y jueves a las seis de la tarde. San Isidro era su coto de caza.
Laureana mató, en 1975, a once mujeres y niñas y atacó a otras tantas. El criminal, que había sido seminarista en Corrientes, comenzó su cacería en un colegio religioso, donde violó y ahorcó con una soga desde la escalera a una religiosa.
El asesino elegía víctimas que tomaban sol en los chalés. “El predador acechaba desde afuera y daba el zarpazo ante el menor descuido. Atacaba los miércoles y jueves a las 18. Como todo serial, vivía una etapa de enfriamiento entre cada crimen”, afirmó Raffo, que investigó a Laureana.
Antes de salir de su casa, el asesino le decía a su esposa que cuidara a sus tres hijos: “No saqués a los nenes a la calle porque andan muchos degenerados dando vueltas”, le decía.
Mataba estrangulando, ahorcando, disparando. De cada víctima se llevaba un objeto, que guardaba en una bota. No dejaba rastros y a veces volvía al lugar del hecho para rememorarlo. En uno de los ataques, al salir de una casa, un hombre lo vio. El le disparó. El testimonio del sobreviviente sirvió para confeccionar un identikit.
Cuando la Policía le preguntó al testigo si podía identificar al asesino, contestó: “De esa cara no me olvidaré nunca en mi vida”.
Para atraparlo le pusieron varios anzuelos: policías con peluca rubia y mujeres tomando sol en piletas. Nunca lo mordió. Su último ataque no llegó a consumarse: una nena lo vio parecido al identikit que estaba pegado en la heladera y le contó a su madre. La mujer simuló llamar a su marido y el asesino, sonriente, se retiró a paso lento. Murió abatido por la Policía, cuando se escondía en un gallinero antes de ser descubierto por un perro. En el lugar, hallaron dos gallinas estranguladas.
El prestigioso perfilador criminal Luis Alberto Disanto agrega nombres a esta lista oscura del crimen argentino. “No hay que olvidarse de Grossiel primero. Lo de Marcelo Antello es discutible, aunque la serialidad tiene varias caras. Me resulta llamativo unos casos ocurridos en 1910, que figuran en un par de libros y en la revista Caras y Caretas y sucedieron en La Patagonia. Entre indígenas y gauchos chilenos mataban a comerciantes sirio libaneses y luego se los comían. Es un extraño caso de serialidad colectiva. Otro caso, pero mucho más resiente, es el de Claudio Gil, que odiaba a los homosexuales”.
El serial killer que dejaba su marca
Mar del Plata. Marzo de 1988. Los escenarios, descampados, rutas o cerca del mar, y el fetichismo del criminal recuerdan las historias de los asesinos de The Fall y The Killing. El matador buscaba a sus víctimas cerca del mar, en los hoteles alojamientos y en cabarets.
La primera víctima fue encontrada el 18 de octubre de 1987. Se llamaba Ana María Palomino, era santiagueña, tenía 16 años y trabajaba como empleada doméstica. El cuerpo apareció en la Barranca de los Lobos, una playa ubicada en Chapadmalal, al sur de Mar del Plata. Los peritos confirmaron que fue violada y que la estrangularon con su bombacha. Ese día, en un campo de golf, encontraron herido al novio de la chica.
A la Policía le dijo que los había secuestrado un hombre que se hizo pasar por policía. Les pidió los documentos y cómo tenían menos de 18 años dijo que los iba a detener. “Nos paró a la altura del Torreón del Monje. Nos apuntó con un arma y nos hizo subir a un Peugeot 504 verde claro. Nos ató. A mí me hizo bajar en el Golf Club lo Acantilados. Me disparó y me dio por muerto. A ella se la llevó”, declaró el joven. La bala le entró en el pómulo y lo desmayó.
El serial killer volvió a atacar en mayo de 1988, cuando estranguló en un hotel de la Terminal a Nélida Mabel Quintana, de 53 años. Días después, Margarita Inés López, una prostituta de 29 años, fue asesinada en un albergue transitorio de Santa Fe y Falucho, cerca del centro. Otra víctima fue Mónica Susana Petit de Murat, nieta del escritor Ulises Petit de Murat, asesinada en agosto de 1987. Hubo una quinta asesinada, encontrada muerta en un hotel de La Perla.
“Entre 1987 y 1988, la ciudad de Mar del Plata se vio conmovida por una seguidilla de crímenes sexuales”, publicó el diario marplatense La Capital. Hasta se difundió el identikit del sospechoso.
El misterio llegó a su fin en septiembre de 1988: una mujer denunció a su pareja, Celso Luis Arrastía, de 35 años, por esos crímenes. Lo detuvieron después de que le encontraran prendas de algunas de las víctimas. Se supo que el sospechoso captaba víctimas en el cabaret de su novia. Un año después, la Cámara Federal lo condenó a 25 años de prisión. Pero sólo pudieron probar dos de los cinco femicidios.
Arrastía fue el único asesino serial de la historia criminal de Mar del Plata. Porque el llamado “Loco de la ruta”, al que le adjudicaban los asesinatos de seis prostitutas, resultó una farsa. Los asesinatos fueron cometidos por bandas mixtas integradas por ex policías y narcos.
En Batán tuvo conducta ejemplar 10. En su celda recibía cartas de admiradoras. El criminólogo Raúl Torre estudió el caso y llegó a esta conclusión: “Tal como ocurrió con asesinos seriales de la talla de Ted Bundy, que tenía un club de fans, Arrastía tuvo seguidoras, pese a que mató a cinco mujeres. Su mujer era dueña de un prostíbulo y él se llevaba a las alternadoras, las violaba y después las mataba. Cumplía un ritual perverso: a cada víctima le dejaba un mordisco en el pezón”.
Arrastía recuperó la libertad hace diez años y nunca se supo nada más de él.
El asesino de taxistas
Ricardo Luis Melogno, el asesino serial de taxistas, fue retratrado magistralmente por Carlos Busqued -el gran escritor fallecido el de 29 de marzo- en el libro Magnetizado. Los mataba en Mataderos. Tenía 20 años.
“Por esos días de septiembre de 1982 se hablaba todavía más fuerte y con cierta exasperación, casi con violencia, sobre un tema excluyente que se vivía como una amenaza. En la zona actuaba un asesino en serie que mataba por las noches, dentro de los autos, pegándoles un balazo en la cabeza a sus víctimas. Y las víctimas eran taxistas. Los mataba por ahí cerca, en Mataderos, en un radio de pocas cuadras del bar. Por eso en las charlas de “Los dos hermanos” se hablaba de conseguir armas para defenderse, e incluso algunos de los parroquianos mostraban cuerdas con las que, decían, iban a atar al matador”, refiere un artículo escrito por Daniel Cecchini y Eduardo Anguita para Infobae.
Los crímenes ocurrieron en cinco días, siempre con el mismo desenlace: un taxista muerto con una bala calibre 22 en la cabeza en una calle oscura del barrio de Mataderos.
Las víctimas fueron Ángel Redondo, Carlos Alberto Cauderano y Juan de la Santísima Trinidad Gálvez.
El asesino fue detenido por la denuncia de su hermano y desde entonces está preso en el psiquiátrico de la cárcel de Ezeiza.
Crímenes de odio
Los psicólogos lo definieron a Claudio Gil como un psicópata “camaleónico” que finge y busca adaptarse para sacar provecho o establecer “relaciones parasitarias” con sus semejantes. “Posee una ambigüedad sexual y odia a los homosexuales”.
En 1992 lo detuvieron por robo de auto, pero cinco años después -cuando salió de prisión- mató a cuchillazos en La Rioja al comerciante Alberto Herrera, a quien además quemó adentro de su auto.
En San Juan atacó a golpes y quemó con agua a su propia madre, quien fue herida de gravedad. Sus dos últimos crímenes de odio fueron sufridos por el chef Carlos Echegaray y el jubilado Luis Espínola, ambos asesinados a puntazos. Las tres víctimas eran homosexuales.
En prisión violó y torturó, física y psicológicamente, a un compañero.
“Soy inocente de todo, el chivo expiatorio, esto es un circo”, se defendió en una entrevista.
El comisario retirado y criminalista Raúl Torre, expresa: “La distinción fundamental que encontramos en los criminales de comportamiento sistemático autóctonos es la motivación, siempre hablando de la mayoría y no de todo el universo. En nuestro medio han tenido siempre una carga o bien sexual o bien económica. En otras latitudes estas variedades de móviles se enriquecen con fines altruistas, seudo políticos o religiosos. En la Argentina una excepción a aquel concepto es Marcelo Antelo, quien subsidiariamente a lo económico (robaba) tenemos una importante carga religiosa, pagana, pero religiosa al fin”.
El “Concheto” Alvarez
El primer asesinado de la banda fue Bernardo Loitegui (h), hijo de Bernardo Loitegui, ex ministro de Obras Públicas de la Nación durante el gobierno de facto de Alejandro Agustín Lanusse. Según refieren los hechos, Guillermo “El Concheto” Álvarez y un compinche le robó a la víctima su Mercedes Benz. Aunque el hombre no se resistió, El Concheto lo liquidó dos dos balazos delante de su hija.
EL 28 de julio de 1996 mató a otras dos víctimas en un pub: el subinspector de la Policía Federal, Fernando Aguirre, que estaba de franco. Y la estudiante Andrea Carballido, que festejaba un cumpleaños.
Por entonces, hacía apología de sus propios delitos. “Robo porque me gusta, no por necesidad. El delito me atrae, me seduce, es como enamorarse. O tener la mujer más linda”, dijo cuando lo detuvieron.
Un investigador lo comparó como Clark Kent: “Usaba lentes, traje, parecía torpe y bueno, pero cuando robaba le salía el lado salvaje, monstruoso, hasta parecía cambiar de forma”, dijo el pesquisa.
Lo detuvieron un mes después en la casa donde vivía con su familia. En su cuarto, los policías hallaron recortes del diario La Nación de 1972, donde aparecían los crímenes y las reconstrucciones ante la policía de Carlos Eduardo Robledo Puch, el llamado Ángel Negro, que vivía muy cerca del barrio donde se crío Álvarez.
“Pensaba superar el récord de Robledo y hasta pidió una visita con él, pero Robledo no le respondió”, dijo una fuente penitenciaria bonaerense.
El cuarto asesinato de El Concheto ocurrió en un pabellón de la vieja cárcel de Caseros, donde mató a facazos a Elvio Aranda.
En nombre de San La Muerte
Marcelo Antelo, 26 años, fue condenado a cadena perpetua por cuatro asesinatos ocurridos entre febrero y agosto de 2010 en la villa 1-11-14. En Wikipedia dice: “Ocupación: asesino serial”. Sus víctimas fueron Jorge Mansilla, Rodrigo Ezcurra, Pablo Zaniuk y Marcelo Cabrera, a quien mató de nueve balazos. Sólo se los había cruzado por la calle. En esta historia hay drogas, delitos y un culto a San La Muerte. Se cree que cometió otro asesinato más, pero no pudo ser probado.
El asesino nunca habló con la prensa. Quizá no lo haga nunca. “Ojalá te pudras en la cárcel, lacra”; le gritó uno de los familiares de una de las víctimas.
Una versión de esta nota fue publicada en abril de 2021.
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