La última vez que Juan Vilca Condorí vio a su hermano menor descansaba en la litera del sollado de suboficiales del crucero General Belgrano. Mario tenía apenas 16 años, era marinero de 1era y trabajaba en la panadería del buque. Se acercó en la penumbra y lo invitó a subir a la cubierta para charlar. Pero el mayor, había estado de guardia varias horas y prefirió dormir un poco más: “No, andá, estoy cansado hoy”, le dijo. “Bueno, si te levantás, estoy arriba”, le respondió su hermano. Era el 2 de mayo de 1982, la guerra de Malvinas se había sentido con todo su rigor el día anterior, cuando los británicos atacaron por primera vez. El buque navegaba en línea recta a Ushuaia, a 160 kilómetros de la Isla de los Estados y 337 kilómetros al sur de la isla Gran Malvina con 1093 tripulantes a bordo, en medio de un mar embravecido. Casi cuarenta años después, Juan -que entonces tenía 24 años entonces, era cabo 1ero y mecánico del sistema de armas- recuerda ante Infobae: “Dos horas más tarde me levanté y pensé en ir a buscarlo. Pero primero fui a despertar a un compañero. Él me había hecho una joda un rato antes y se la iba a devolver… No quiso salir de la litera. Si me hacía caso se salvaba. Arranqué para la cubierta y antes pasé por el baño. Ahí sentí el impacto del primer torpedo. Pensé que nos habían atacado aviones. Enseguida impactó el segundo torpedo y el barco se escoró. Llegó la desesperación de todos queriendo salir a la cubierta…”
La primera explosión que sintió Juan Vilca fue a las 16.02 minutos y la produjo un torpedo MK-813 lanzado por el submarino nuclear Conqueror de la Royal Navy británica desde 5 km de distancia. Dos minutos antes, su capitán, Chris Wreford-Brown, había recibido la orden de atacar al Belgrano directamente desde Londres, en una reunión presidida por Margaret Thatcher. El proyectil dio de lleno en la sala de máquinas. Sólo en ese instante murieron 274 tripulantes del crucero. El segundo impacto arrancó 12 metros de la proa. Un tercer lanzamiento no dio en el blanco. El comandante del Belgrano, capitán de navío Héctor Elías Bonzo, ordenó abandonar el barco a las 16.23. A las 17.00, se fue a pique.
El recuerdo de Juan se hace preciso, como si la tragedia hubiera sucedido ayer: “Lo primero que pensé fue cubrir el puesto de combate. Creí que nos habían atacado aviones. Con el segundo torpedo todo buscamos la cubierta. Si el combate era naval mi puesto era la torre del cañón de seis pulgadas, si era contra un avión era en el montaje del cañón de 5 pulgadas. Fui a este último, pero apenas llegué vi que todos corrían a sus balsas. Ahí pasé a cubrir el rol de abandono del buque. Encontré a un compañero, tiramos la balsa y reaccionó bien -porque otras no se inflaban- y la dejamos atada”.
Cuenta Juan que recién ahí, cuando cumplió con sus obligaciones, pensó en su hermano. Y corrió a buscarlo: “Su rol en el zafarrancho de combate era el de bombero, tenía su mochila, todo… Bajé, subí, pasé por los lugares donde podía estar. Y no lo encontré. A la zona del alojamiento no pude ingresar porque se estaba prendiendo fuego. Salía humo, pero yo quería encontrar y salvar a mi hermano. Alguien me agarró y me gritó. Me dijo que no entrara, porque el cantinero y los que habían bajado no habían vuelto más. No me acuerdo quién fue, pero me salvó la vida, fue mi ángel de la guarda. Si hoy lo viera le daría las gracias. Se que si entraba, no salía más... En ese trayecto me crucé con gente quemada, con heridos. Pude ayudar a algunos y a otros no… Pregunté a todos por mi hermano, pero nadie sabía nada. En la zona cercana al comedor alguien me dijo ‘dejá ya de buscar a tu hermano, no podés entrar, yo también me voy…’. Había un derrame de petróleo, te resbalabas, era impresionante como se oían los gritos desesperados…”.
Su búsqueda le demandó media hora, dice. Juan regresó a la cubierta principal, que ya estaba al ras del agua. “Algunas balsas ya estaban lejos -cuenta-. Vi gente que no quería morir en el barco y se tiraba al agua, donde más de cinco minutos no sobrevivías. Eran pocas las que quedaban. La mía se había ido. Encontré a uno que no podía saltar. Me pidió ayuda, porque había olas muy altas. Él tenía mucho miedo y cayó al mar. Entonces salté y corté la soga de la balsa, porque era el último. Ahí los vi al capitán Bonzo y al suboficial Ramón Barrionuevo, los que se quedaron hasta el final en el buque. Al que estaba conmigo lo pude rescatar y lo subí a la balsa. José Colaneri se llama, hace poco me vino a agradecer a Salta. Había que remar rápido, prepararse para la supervivencia, porque la temperatura era de 17 grados bajo cero. La balsa se pinchó, entró agua, hubo que sacarla. Pasó un avión, fue un momento muy emocionante. Pero llegó la noche y nada. Ahí la gente se enloqueció, hubo ataques de desesperación, llantos…”
A unos cien kilómetros de allí, un hermano de Juan y Mario navegaba en el buque hospital Bahía Paraíso. Anastacio Vilca Condorí era cabo 1° enfermero y cubría su puesto de Sanidad cuando fueron llamados en auxilio del Belgrano. El avión que divisó Juan era un Neptune de la Armada Argentina, que fijó el área de rescate, porque las balsas, en su deriva, se habían dispersado a unos 80 kilómetros del lugar del hundimiento. “Fue una tarea intensa cuando llegamos a la zona del naufragio -señala Anastacio-. No había un mar con olas de 7 u 8 metros como el 2 de mayo, pero igual no teníamos buena visibilidad. A una balsa la veías 30 segundos y se perdía 10 o 15 minutos. Si o si tenías que auxiliarte por la aviación. Cada 3, 4 o 5 horas rescatabamos una balsa, porque no estaban en un mismo lugar. Otras habían sido rescatadas por otros buques, en una de ellas estaba Juan. Pero en las comunicaciones no aparecían los nombres de ninguno de mis hermanos. Nosotros encontramos balsas con 11 personas vivas, pero también algunas con 20 personas muertas. Estuvimos rescatando hasta que recibimos la orden de navegar a todo ritmo hacia Ushuaia. Hace unos años confirmaron que el Conqueror también perseguía al Bahía Paraíso”.
El 4 de mayo, el Bahía Paraíso recogió a los últimos 18 tripulantes del General Belgrano con vida. Lo hizo 43 horas después del hundimiento y a 100 kilómetros del lugar del ataque del submarino. Continuó la búsqueda hasta el 8 de mayo, pero en el resto de las balsas que halló había solo muertos. En total, el buque hospital recogió a 88 náufragos, 70 sobrevivieron y 18 murieron. Por su parte, el aviso Gurruchaga rescató a 363 marinos y 2 fallecidos; el destructor Bouchard a 64 sobrevivientes y el destructor Piedrabuena a 273. El pesquero ruso Belokamensk entregó tres cadáveres. Y el buque chileno Piloto Pardo, acercó dos cuerpos hallados en una balsa.
Los ojos entrecerrados de Anastacio vieron mucho horror esa jornada. “Los que estaban en las lanchas, si se quedaban quietos, se congelaban. Y eso es como un sueño del que no volvés más. No podían desaprovechar ningún desecho del cuerpo para sobrevivir y mantener la temperatura. Recuerdo uno que llegó quemado enteramente, pero por el efecto del frío estaba como anestesiado. Después de casi dos días en medio del océano no lo dejaron morir. Pero en el buque, cuando recuperó la temperatura normal, perdió la vida. Las quemaduras estaban muy avanzadas. Allí no sólo tratamos heridas, sino que también teníamos que levantarles el ánimo. Jamás les contamos de los muertos que íbamos rescatando”. En total, las víctimas del crucero General Belgrano fueron 323, aproximadamente la mitad del total de fallecidos en la guerra de Malvinas.
Luego de llevar a los muertos y heridos a Ushuaia, el Bahía Paraíso navegó rumbo a Malvinas con el temor de ser perseguido por el Conqueror. “Salimos una noche para la isla de los Estados y de ahí a la zona de mar profundo. Cayó un temporal fuertísimo. Aprovechamos para ir a Malvinas, era el mejor momento para que no nos captara el submarino. Era entre el 15 y el 20 de mayo. A las cinco horas el comandante nos habló, nos dijo que íbamos en misión de salvar vidas, nos advirtió lo que podía pasar y que ofrendáramos nuestras vidas al altísimo. Algunos compañeros se pusieron mal, nos empezamos a palmear unos a otros, a dormir con ropa de frío y a saber qué balsa nos tocaría en una evacuación. Al otro día arribamos y las fuerzas británicas nos inspeccionaron. Ellos ya rodeaban Malvinas con algunos buques”, recuerda Anastacio.
En las islas se dedicaron a cumplir con su labor de sanidad. Como no podían atracar, dieron cinco vueltas a las Malvinas recibiendo heridos en helicópteros y lanchas. “Lo que más tratábamos eran heridas de esquirlas e infartos de miocardio”, cuenta Vilca Condorí. En Punta Quilla -un puerto santacruceño en desuso que fue puesto en condiciones para la guerra- dejaban a los heridos más graves, recargaban víveres y medicamentos y regresaban a Malvinas. Cerca del final de la guerra hicieron un intercambio con el buque hospital británico Uganda, que les traspasó heridos argentinos que habían atendido. Como los ingleses tenían un déficit de plasma para las transfusiones, desde el Bahía Paraíso se lo proveyeron.
Un mes después de la guerra, Juan y Anastacio se reencontraron. “Por los comentarios que recibimos en el edificio Libertad, siempre estaba la esperanza que algún buque chileno o ruso, o de pesca, podría haber rescatado a Mario. Pero no fue así”, cuentan. En agosto de 1982 recibieron el certificado de defunción del menor: “Nos dijeron que era una cuestión de formas”, se resigna Anastacio.
Una comisión fue a avisarles a sus padres, la artesana Elena Ireña Condorí y Miguel Angel Vilca, carpintero, talabartero, herrero y curtidor que también hacía changas como caballerizo y empaquetador en la cosecha de caña de azúcar. Los Vilca Condorí vivían en la comunidad kolla Los Naranjos, cerca de Orán, en Salta. “Los caminos estaban intransitables, así que llegaron en un Unimog. Stella Maris, una mujer que era asistente social de Gendarmería, les dio la noticia…”, dice Anastacio, el más locuaz de los hermanos. Su relato habla mucho del desdén con que fueron tratados los veteranos de guerra al regresar al continente. “A Juan, cuando volvió del Belgrano, lo autorizaron tres días para que fuera a Orán. Pero como era una época de ríos crecidos, no pudo llegar a ver a mi mamá. Y volvió con esa desilusión. Tenía que reincorporarse a la Marina. Y mi caso fue parecido. Tuve una licencia corta, pero pude estar uno o dos días con ella. Llegué a la escuela y mamá me esperaba con una de las maestras. Ella me acompañó a la vuelta, caminamos durante cinco horas. Fue terrible. No quería que me vaya. ‘Vos te vas a volver a la guerra’, me decía. Y la guerra ya había terminado. Pero mi papá tenía una radio de onda corta y ellos escuchaban una emisora de Uruguay, que transmitía la versión inglesa de la guerra. Ella me decía que no podía creer que me estuviera viendo, porque había escuchado que la mitad de los tripulantes del Bahía Paraíso habían perdido la vida”.
El 14 de agosto de 1982, su madre falleció. “Estaba mal y tenía mucha tristeza -continúa Anastacio-. Lloraba, pensaba en nosotros tres, y eso la afectó mucho. No la vimos a mi madre cuando murió. No pudimos llevarla al cementerio ni a ella ni a Mario. Ahí empezamos a cuidar a mi papá, todo esto lo afectó mucho. El venía resistiendo, pero después que murió mamá se desubicó, se afectó su parte mental. Por cualquier cosa disparaba su arma, hasta que lo detuvo la policía. Uno de nosotros tuvo que volver a nuestra provincia. Así que pedí la baja, volví a trabajar al hospital de Salta, me especialicé en terapia en adultos y niños. Y empecé a trabajar con agentes sanitarios en zonas rurales”. Hoy está casado, tiene cinco hijos y se recibió, además, de abogado. También, como un homenaje a las tradiciones familiares, es coplero. Juan, por su parte, continuó en la Marina. A bordo de la corbeta Rosales participó en la misión argentina en la Guerra del Golfo, en 1991. Hoy vive en Salta capital, está divorciado y tiene dos hijos. Y junto a su hermano prepara una suerte de museo para recordar a Mario.
Anastacio tiene un dolor adicional: durante años escribió notas para que invitaran a su padre a un acto como homenaje a los veteranos de Malvinas. “Tuvo tres hijos en la guerra, perdió a uno y luego a su esposa. Le escribí a Alfonsín, a Menem, a De la Rúa, a Duhalde y a Kirchner. Ninguno respondió. Papá murió en 2010 y no conseguí un reconocimiento”.
Los Vilca Condorí fueron uno de los dos casos de tres hermanos que estuvieron en la guerra de Malvinas. Nacidos en la espesura del chaco salteño, abrazaron el mismo amor por el mar. Y su historia es singular. En la infancia, dice Anastacio, fueron felices sin que sobrara nada. Eran, antes de la guerra, 12 hermanos. Y luego nacieron tres más. “Nos criamos y crecimos en la naturaleza. Nuestros juguetes eran ponernos en contacto con lo que hacía mi mamá. Ella nos enseñaba las artesanías y la ayudábamos. También cuidábamos el ganado, que eran algunas ovejas, corderos y vacas. Andábamos a caballo y en burro. De Orán a Los Naranjos tardábamos dos días. Todas cosas de campo, de una economía de supervivencia…”
El paso de las estaciones marcaba la residencia de los Vilca Condorí. En verano, de diciembre a marzo, se iban de la selva a las alturas, a Humahuaca. “Teníamos un rancho de adobe, con una galería, un corral, un aseguramiento y un pircado. Llegaba el calor y aparecían alimañas como las sabandijas, que perjudicaban el ganado, así que caminábamos dos días para llegar a la altura, donde había pastizales para el engorde. Era un paraíso. El amanecer nuestro era al lado del fuego, de la leña que juntábamos, no teníamos cocina ni a gas ni solar”.
Pero hacia el final de la década del ‘60, la situación cambió. Dice Anastacio que “tuvimos que empezar a pagar un arrendamiento muy alto por la tierra, cuando nosotros somos parte de los pueblos originarios de ese lugar. Ya mis papás no podían sembrar. Las familias que tenían muchos hijos tuvieron que enviarlos a la ciudad. Era algo que propiciaban instituciones como la escuela y la policía. La maestra decía ‘pobrecito, ¿lo vas a tener a tu hijo acá? Mandalo a la ciudad…’. Así, nosotros fuimos a una especie de colonia de verano y donde veían quién podía recoger a cada chico, como una especie de adoptado. Así pasó con Juan, que creció parte de su vida lejos de la familia”.
Juan asiente: “Me fui a unos 20 kilómetros de la ciudad de Salta, a un pueblo que se llama La Silleta. Al principio trabajaba en la cosecha de papa en una huerta chica junto a los abuelos de adopción que me criaron a mi”. Anastacio, en cambio, cuenta que no aceptó ese intercambio de trabajo infantil por comida y regresó a Los Naranjos. “Pero el alimento empezó a faltar, no alcanzaba. Nosotros comíamos, pero quizás nuestros padres no. Entonces pensé en salir y estudiar, pero era muy caro. En esos casos, la Armada o el Ejército daban posibilidades, como una especie de beca. Te daban de comer, vestimenta para la escuela y salías los fines de semana. Pude hacer hasta tercer año del secundario en Orán y a los 16 años ya estaba en la Escuela de Sanidad Naval. Me fui a Punta Alta, donde ya estaba Juan, que había ingresado a la Marina”.
“Yo soñaba con los barcos, pero no había conocido ninguno todavía. Venimos de una provincia sin mar -suma Juan-. Un tío que había hecho la conscripción en la marina me alentó. ‘Mirá que es lindo’, me dijo. A los 16 me fui a la Escuela de Mecánica, la ESMA en Buenos Aires. De ahí egresé, me embarcaron en distintos barcos, destructores y corbetas. Y al estar ahí él me siguió y después el más chico, Mario, que era un chico travieso, colaborador y valiente, hizo lo mismo. Y estando los tres en la Marina, nos tocó la guerra”.
Juan estuvo en el conflicto con Chile, en 1978, a bordo del destructor Seguí. En el 81 lo designaron en el crucero General Belgrano. El 16 de abril de 1982 partieron desde la Base Naval Puerto Belgrano rumbo a Ushuaia. El 26 de ese mes, marcharon por última vez a mar abierto. El primer destino de Anastacio fue en la Escuela Naval de Río Santiago. En Malvinas fue destacado en el buque antártico Bahía Paraíso, transformado en hospital. El 27 de abril salieron de Puerto Belgrano. El 2 de mayo, los tres hermanos confluyeron en la peor tragedia de la marina argentina.
Pasaron 40 años y los últimos momentos de su hermano Mario todavía son un misterio para Juan y Anastacio. “Nunca supimos. Alguno nos dijo ‘yo lo vi a tu hermano, estaba en una balsa pero sangraba de una herida’. Creemos que en esa desesperación, muchas personas pudieron confundirlo con otro. No hay un relato cierto. Elegimos creer que Mario se fue con el buque”.
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