Siempre me causó curiosidad el saber por qué a la mayor de mis tías maternas la apodaban “Lily”, siendo que su nombre de pila bautismal era María. No alcanzaba a imaginar la razón de aquel sobrenombre que me sonaba inequívocamente extranjero y algo infantil para una señora adulta.
No hace mucho, mi madre me reveló que aquel apodo rendía tributo de cariño y admiración a la artista lírica Lily Pons. Tal había sido su celebridad y su popularidad, construida no sólo en los escenarios, sino también en la radio, en el cine y en la industria discográfica. El público argentino también la adoró, con ese culto laico e irreductible a la pura racionalidad con que se adora a las estrellas del espectáculo.
Pero seguramente hoy muy pocos recuerdan quién fue Lily Pons, aquella cantante y actriz de figura pequeña y delgada, que brilló entre los años de 1931 y hasta el inicio de la década de 1960, y cuyo nombre real era Alice Joséphine Pons Naso. Como la Alicia de la novela de Lewis Carroll, su vida -o el relato de su vida que nos contaron- transcurrió en un país de maravillas. Y como la Joséphine de la historia napoleónica, fue una mujer culta, coleccionista de objetos y que no dio a luz un vástago en quien la posteridad reconociera a su heredero.
Visitó la Argentina en cuatro oportunidades, cantó en el Teatro Colón y en Radio Municipal, se alojó en el City Hotel primero y en el Plaza después, y hechizó a la audiencia local.
Además de mi tía Lily, tuvo un sinfín de admiradores y, en especial, de admiradoras de su misma generación. Una de ellas fue la escritora y titiritera infantil Sarah Bianchi, fundadora, junto a la artista plástica Mane Bernardo, del Museo Argentino del Títere. Desde su infancia, reunió cientos de recortes de diarios y revistas, programas de actuaciones y fotografías de la diva, compilando de este modo un formidable archivo de información editada. Gracias a la cortesía de mi amigo Julio Cacciatore, me he valido de ellos en buena medida para escribir esta semblanza.
De los pocos memoriosos que tal vez lleguen a recordarla en estos días, quizá aun menos conocen el gusto atribuido a Lily Pons por los objetos criollos argentinos que coleccionó y de los cuales hablaremos enseguida. Pero, antes, hablemos de ella.
En su tiempo, fue un lugar común relacionarla “cabalísticamente” con el número trece: se dijo que había nacido en vísperas de un día 13 (nació el 12 de abril de 1898), que cantó 13 melodías en la parisina Sala Pleyel también en vísperas de un día 13, que vivió en Francia en el departamento número 13 de un palacio vecino a la Plaza de la Concordia, que debutó en el Metropolitan Ópera House de Nueva York un 13 de enero (lo cual es inexacto porque fue un día 3) y que, cuando viajaba, el mismo número reaparecía en la puerta de su camarote o en la reserva de su mesa. Y ya trasponiendo el límite de lo creíble, que su segundo marido debió pedirle que se casara con él… trece veces…
Se dijo, también, que esta recurrencia era obra del azar y que venía a romper, de un modo más que misterioso, el maleficio representado por la cifra que ella desafiaba a porfía. En cualquier caso, el tópico dibujaba, por si hiciera falta, un halo de magia sobre su figura. Y si a ello le sumamos el dato menos reiterado de que una de sus mentoras primerizas se apellidaba Morgana, como la hechicera de la saga artúrica, en fin, ahí tienen, quienes gusten de las teorías esotéricas, materia prima para las conjeturas del caso.
Nació en Draguignan, cerca de Cannes, y allí pasó su niñez. Pero su carrera la cimentó en Paris. Comenzó por el piano que estudiaba durante el día (llegó a decir se que se aplicaba durante “seis horas y media diarias…la mitad de trece…”) y, al caer la tarde, en lugar de jugar con muñecas como las otras niñas de su edad, se entretenía en representar obras teatrales haciendo de los muebles de la casa su escenografía, junto un puñado de amigas tan poco convencionales como ella: eran las mismas escenas que había visto el domingo anterior en una pequeña sala de espectáculos de Cannes.
En Paris tomó clases de conservatorio con un maestro de apellido Frankenberg y obtuvo un premio que estimuló su vocación musical, aunque no pensaba por entonces en dedicar su vida al canto, sino al piano.
Un primer tropiezo fue un cuadro de debilidad general que, por orden médica, la alejó de la exigente disciplina de las lecciones. Tras una temporada en el campo, volvió a Cannes en vísperas de la Primera Guerra.
SU LLEGADA AL CANTO Y UN PRIMER MATRIMONIO FUNCIONAL A SU AGENDA DE ASPIRACIONES ARTÍSTICAS
Se han ofrecido dos versiones acerca de su acercamiento al canto: unos dicen que fue un amigo de la familia quien la escuchó entonar un aria popular y la recomendó con el exigente maestro vasco Alberto de Gorostiaga. Otros señalan que fue su primer marido el descubridor de su talento. Quizá esta segunda versión sea la más verosímil, aunque el posterior divorcio y la consecuente operación de invisibilización de aquel cónyuge hayan pesado, quizá, en un intento de borrar este antecedente.
Una nota publicada en Buenos Aires en 1931 con la firma de Octavio Ramírez bajo el título de “El milagro de Lily Pons” ponía en boca del primer marido el relato edulcorado de esta vocación: “Ya hacía un tiempo que nos habíamos casado y en la tibia soledad de nuestras veladas, ella, que era un gran pianista, tocaba para mí… Cuando una noche se puso a cantar al mismo tiempo que tocaba, yo inmediatamente quedé sorprendido ante aquella voz que no había oído nunca…” ¿Cómo? ¿Nunca antes la había oído cantar? Harto dudoso. Pero sigamos.
A lo cual ella habría respondido en el colmo de la modestia femenina burguesa de la época: “Pero si yo no he cantado nunca, yo nunca he tenido voz. Tú la ves extraordinaria porque el cariño te ciega, pero te aseguro que mi voz es una cosa vulgar”.
La situación en su conjunto suena categóricamente inverosímil, y la supuesta respuesta de ella peor aún. Tanto podría decirse que aquel cronista subestimaba la inteligencia de sus lectores y lectoras, como que había un público sensiblero ávido de cursilerías. Con esta suerte de parasitosis recíproca operaba (y sigue operando) ese tipo de prensa banal.
Acerca del consorte sorprendido por el talento de su esposa (con quien estuvo brevemente casada, entre 1930 y 1933) y el rol que jugó en la carrera latente de Lily Pons, el periodista Juan José de Soiza Reilly reveló en Caras y Caretas algunos datos que obtuvo directamente de ella en una entrevista durante su primer viaje a nuestro país.
En un momento del reportaje se abrió una puerta y entró en la sala un caballero, “elegante y cordial”, a quien ella presentó lacónicamente como “mon mari”. Era el doctor Augusto Mesritz, abogado del foro holandés y periodista según unos, o editor según otros, bastante mayor que ella y más bien poco agraciado en sus facciones. Su presencia dio motivo a Soiza Reilly para recapitular la historia de la pareja en clave “rosa”: Mesritz acababa de llegar desde Holanda con un hijo pequeño de un anterior matrimonio (era viudo) y se alojó en el Hotel Carlton de Cannes donde la joven Lily cantaba a beneficio de las tropas del frente de guerra. ¿Pero acaso no dijo el marido al otro periodista que la oyó cantar casi por casualidad, una noche, en su hogar conyugal? Además es bastante improbable este encuentro azaroso, porque el hotel se había convertido en hospital para soldados. Otras fuentes indican que se conocieron en la playa. En fin, en cualquier caso, la versión de Soiza Reilly se da de patadas con la de Octavio Ramírez, siendo ambas muy poco fiables. Esta clase de inconsistencias se va a reiterar en numerosos aspectos de la vida privada de Lily Pons, tamizada por unos relatos hagiográficos para consumo masivo.
Según dijo a Caras y Caretas, Mesritz pidió que la joven artista le fuera presentada y le ofreció costearle los estudios canoros y… casarse con ella. Lo cierto es que el abogado ya no volvió a Holanda. “Dejó todo por mi”, sentenció ella con un dejo de romanticismo irrefutable. “Dejé todo por ti”, repitió él, como si fuera el eco melifluo del “ruiseñor francés”.
La diferencia de edades de ambos ponía de relieve un desiderátum acariciado por la joven Alice Joséphine (todavía no se llamaba Lily): al morir su padre, de una enfermedad contraída en la guerra, buscaría un hombre mayor que le proveyera sustento y carrera, y Mesritz cumplió ese papel durante un tiempo. A simple vista y dado lo efímero del matrimonio, podría aseverarse que una vez que la manutención se la pudo proveer ella misma, ya no hubo necesidad de continuar en ese estado o, al menos, con ese mismo caballero. Dejó, pues, ese incómodo papel que los norteamericanos designan como “trophy wife”.
Por su parte, en la revista El Hogar del 14 de octubre de 1932, anotaba Josué Quesada que en su segunda visita a nuestro país Lily Pons había llegado sola, y afirmaba que se había casado “por gratitud” hacia “ese amigo (Mesritz) que con tanta bondad le tendía su mano; sabía, por intuición, que nadie más que ese extranjero recién llegado era capaz de darle el impulso que necesitaba para conquistar la gloria…”
El comentario no luce para nada halagador para la mujer-pájaro (como se la llamó también), metamorfoseada de pronto en una especie de resignada sanguijuela: “Ávida de nubes, se prendió del brazo de aquel hombre, dispuesta a todo, con tal de buscar el camino hacia la victoria…El casamiento fue el precio del sacrificio…”
Toda esta narrativa al estilo de la “Cenicienta” de Perrault, pero menos idealista, vuelve a afrontar la incongruencia del propio discurso de la diva ante Octavio Ramírez, cuando construye una imagen de sí misma, más alejada del papel mendicante que la habría conducido a una unión virtualmente morganática: “Entonces era yo una niña de familia rica, que pasaba una temporada en Cannes…”
¿Cuál es, pues, la versión fidedigna? ¿La de la niña pobre en busca de sponsor o la de la niña rica que se topa en la playa con un señor mayor y termina conquistada por el galán pudiente? Cada cual saque sus conclusiones.
Pero regresando a la entrevista de Soiza Reilly, el final trajo una nota singular, cuando ella confesó su deseo de vestirse de gaucho y “vivir un día en la pampa, tomar mate, montar a caballo, retratarme con traje de criollo…” (sic). Veremos de qué modo, años más tarde, pudo realizar su deseo. Porque, según la leyenda dorada y aureolada de su biografía, ningún deseo le fue inalcanzable.
LOS COMIENZOS Y LAS CONTRADICCIONES NARRATIVAS DE SU PRIMER MATRIMONIO
Volvamos atrás el reloj de la historia. Lo cierto es que mucho después de su encuentro con quien sería su esposo, un tal M. Farber la oyó cantar el aria de las campanas de “Lakmé” de Delibes. La composición ofrecía varias dificultades, especialmente en la entonación de la nota “La” mayor, que sorteó con destreza inusitada, lo cual le permitió debutar en el teatro de Mulhouse en 1928, con el anuncio algo mentiroso que aseguraba, junto a su nombre, que venía “de la Ópera de Paris”.
Pese al triunfo en el teatro provinciano, su primera entrevista en la gran capital no fue halagadora. Y aunque sus examinadores le ratificaron que no cantaba mal, la invitaron a regresar…en dos o tres años, con mejor entrenamiento.
Por fortuna no debió esperar tanto: unos cantantes (Giovanni Zenatello y María Gay) que reclutaban talentos para una temporada lírica en Nueva York repararon en ella de inmediato y la presentaron con su primer manager, Bruno Zirato y su esposa Nina Morgana, también cantante lírica. Ellos la condujeron al Metropolitan Ópera de Nueva York, donde debía reemplazarse a la retirada Amelita Galli-Curci, en el tipo de soprano “de coloratura”, vale decir, una voz multicolor de gran agilidad, capaz de ejecutar una sucesión de notas rápidas con un toque de ornamentación, saltos y trinos.
VIDEO: LILY PONS ENTONANDO EL ARIA DE LAS CAMPANAS DE LAKMÉ DE DELIBES
Aquella revista “El Hogar” del 14 de octubre de 1932, al narrar estos episodios, vuelve a poner en foco la patética figura del marido holandés que, al permitir que Lily firmara contrato para trabajar en los Estados Unidos, “sin pensar que firmaba su propia sentencia, alentó las esperanzas de la muchachita cuyas alas se agitaban cada vez con mayores ansias… desde ese instante el doctor Mesritz fue un estorbo en la vida de la gran artista. Ya había llegado a la cúspide, ya no era necesario su apoyo para que pudiera marchar sola. Además era joven y en torno suyo zumbaron los halagos de los poderosos y hasta su camarín llegan los magníficos presentes de los magnates…”
La salida de escena del abatido abogado fue tan rápida como su percepción de la inutilidad de su presencia, según la revista: “Por primera vez, a pretexto de la atención de sus intereses personales, realizó un rápido viaje a su patria. Sin duda, quiso borrar la pesadilla (...) ...cuando los periodistas lo asaltaban era para interrogarlo sobre los triunfos de su esposa; él ya había dejado de ser el Dr. Augusto Mesritz para convertirse en ‘el marido de Lily Pons’. Y esa tragedia lo fue aniquilando hora por hora”.
La penúltima vez que se los vio juntos fue, tal vez, en el muelle de partida, cuando la diva se embarcó en el “Cap Ancona” rumbo a Buenos Aires por segunda vez, y él se quedó en tierra. La última habrá sido en la audiencia de divorcio.
Ella, por su parte, no tardaría en dar motivos de comentario en suelo porteño, a raíz de su probable romance con el laudista Paco Aguilar, más fugaz aún que su primer matrimonio.
EL NACIMIENTO DE UNA ESTRELLA
Sigamos retrocediendo en el tiempo. Llegó a América del Norte con varios kilos menos, a causa del malestar que le ocasionó el vaivén de las aguas del Atlántico, sobre las cuales nunca había navegado. El primer ensayo, satisfactorio, ocurrió en noviembre de 1930, en el papel de Lucía de “Lucía de Lamermour” de Donizetti.
Con ayuda de maestros idóneos en suelo estadounidense, logró adquirir rápidamente la técnica del “bel canto” que no había estudiado antes, ya que solo había frecuentado el estilo operístico francés. Este punto impone una precisión que, justamente en estos últimos días, he leído en un artículo escrito para El Imparcial de Madrid por Roberto Alifano. Allí recuerda el erudito poeta que la perfecta uniformidad vocal del registro superior, pretendida por este estilo italiano, quedaba probada por un ejercicio que consistía en que el practicante sostuviera una vela encendida cerca de su boca mientras elevaba la voz, sin que la llama se agitara trémula.
Lo demás fue vertiginoso, por no decir prodigioso: entre la tarde de su primera aparición en la escena del Metropolitan, el 3 de enero de 1931, y la mañana siguiente, había nacido una nueva y fulgurante estrella en el firmamento de la ópera. Aquella cantante novata que los neoyorquinos escucharon y aplaudieron a rabiar, amaneció consagrada como “la nueva Patti”. Debió salir al escenario a saludar 16 veces.
Octavio Ramírez lo dijo bien: “[Ninguna] ha repetido el asombro de la carrera de Lily Pons, la rapidez vertiginosa con que escaló, de un salto, la cima, la ascensión instantánea y definitiva, el paso sin transición del anonimato absoluto a la plena, ruidosa, deslumbrante fama, el milagro portentoso de su revelación”.
Todavía hoy sigue siendo motivo de interrogación aquel estrellato súbito. Una astuta estrategia pudo ayudar a este éxito, ya que no se hizo propaganda previa de la artista ignota, para lograr un efecto de sugestión ante lo novedoso, un resorte de asombro ante lo imprevisto. Y funcionó.
La crítica y el público la aclamaron unánimemente. Y ese triunfo repercutió bien pronto en su Francia natal, donde era una completa desconocida. Luego vino el éxito en Sudamérica y su residencia definitiva en los Estados Unidos, donde siguió tomando lecciones de canto y donde el Metropolitan Ópera la encumbró definitivamente con un cetro que retuvo durante más de treinta años. Fue una apoteosis artística en esa modernidad “yanqui” que imponía su sello a la cultura de consumo masivo.
PERFIL MULTIMEDIÁTICO, POPULARIDAD INMENSA Y CARRERA LUCRATIVA
Apalancada en un perfil que hoy llamaríamos multimediático, irradió su figura de “primma donna” absoluta e indiscutible desde el escenario hacia las emisiones radiales, el cine y los discos, en un momento crucial, cuando la industria del espectáculo musical se aliaba con la tecnología y buscaba artistas que fueran no sólo “fonogénicos” (que cantaran bien) sino, además, “fotogénicos” (que fotografiaran de modo atractivo y hasta sexy). Nuestro Carlos Gardel es un buen ejemplo de esta combinación irresistible. Pero, a diferencia del cantor argentino (nacido, como ella, en Francia), la Pons no tuvo que luchar contra la gordura para exhibir un cuerpo siempre en línea.
Su popularidad fue algo nunca antes visto. En 1932, en el estado de Maryland, se propuso cambiar el nombre de la pequeña ciudad de Adamson por el de Lily Pons. Y por si no alcanzara, también se pensó en el bautismo epónimo del río que lo atraviesa. Luego se impuso su nombre a una locomotora en Boston. El compositor George Gershwin trabajada en una obra dedicada a ella al momento de morir, en 1937. Ese mismo año fue caricaturizada como “Lily Swan” en un episodio de una serie de dibujos animados.
Quizá fue la primera cantante lírica que alcanzó semejante grado de triunfo en tres medios simultáneos, a los cuales se añadirían, después, la televisión y las revistas. De ahí que haya batido récords de honorarios, llegando a cobrar U$ 50.000 por un solo concierto en 1950. Otro récord lo batió antes en Chicago, en 1939, llegando a reunir 300.000 espectadores en un recital al aire libre.
En enero de 1935 conoció al director de la Orquesta de la Columbia Broadcasting System, el ruso André Kostelanetz, quien no tardó en visitarla en su set de Hollywood y, pronto, los norteamericanos supieron de una historia de amor. Se dijo que Kostelanetz volaba todos los sábados “coast to coast” para mantener la llama del romance, coronado felizmente con una boda en Francia y parte de la luna de miel en Buenos Aires.
¿CÓMO ERA LILY PONS?
En este punto, como ocurre con los grandes artistas amados por el público, la crítica y la prensa, debe avanzarse con cuidado por el sendero de una biografía que, frecuentemente, se inclina desmesuradamente hacia la hagiografía, el relato áureo donde todo reluce con impecable santidad y donde la heroína transita la épica de un cuento de hadas.
Los periodistas se complacían en remarcar que, aún habiendo alcanzado la cumbre del estrellato y la riqueza, no perdió su sencillez ni su simpatía ni su tremenda puntualidad en sus lecciones de canto. Octavio Ramírez la describió en 1931 como “sencilla, amable, grata, una diva sin conflictos, sin vanidad ni envidias”.
También destacaban con fruición que su conversación era agradable y que evitaba entrar en el terreno de su vida privada, quizá por el pudor de su inesperado divorcio y su rápido casamiento (con el interludio del anuncio de matrimonio con el Dr. Fritz von der Becke y el mentado affaire con el ejecutante de laúd español Paco Aguilar). O quizá por pura discreción. Lo cierto es que Lily Pons no hablaba de sÍ misma ni de su familia, lo cual era juzgado como un rasgo elegante y chic de su identidad francesa, recalcando que era “muy” francesa (aunque su madre fuera italiana de Calabria).
Las revistas aseguraban que durante sus estadías en Paris era atendida por tres sirvientas y que un chofer conducía su Buick, porque ella no manejaba automóviles. Su mascota era un perro y hasta en algún momento llegó a criar un cachorro de ocelote que le enviaron desde Brasil creyendo que era un jaguar y que fue a parar al Zoo de Nueva York por obvias razones de seguridad. Este último detalle de excentricidad, sumado a su adoración por las pieles autenticas y las joyas caras, vendría a poner en crisis aquello de la “sencillez” remanente. Pero no nos olvidemos que era una gran diva y todo exceso le era perdonado.
También se comentaba que era frugal en las comidas y que no consumía alcohol, pero que le gustaba el café. Coleccionaba autógrafos de Adelina Patti y otras cosas más.
En cuanto a su cabello, era negro a punto tal que el periodista argentino Emilio Dupuy llegó a decir que parecía “una morocha de nuestros teatros nacionales”.
Aquella figura de talla menuda (solía pasar como una teenager aún cerca de los treinta años, y las notas de prensa la mencionaban frecuentemente como “diminuta”) que sobre el escenario desplegaba un carisma electrizante y un talento vocal por momentos sobrehumano, escondía -al menos al comienzo de su carrera- una fragilidad muy humana: se afirmó que la víspera de cada función era invadida por los nervios, que no dormía ni comía, que al salir a escena le temblaban las piernas y, sólo cuando la música envolvía la sala, reaccionaba con un estado de trance tal, que llegó a decir “soy otra y canto como si ni fuera yo la que cantara”. Se añadía que, inmediatamente luego de cada actuación, aunque intentaba dormir no lo conseguía y rechazaba cualquier plato de comida. Pero también estos datos deberían ser sometidos a la criba de la duda, por cuanto contradicen afirmaciones de ella misma cuando, ante la propuesta del entrevistador Ramírez en el sentido de posponer el reportaje para distanciarlo de la última función, respondió: “De ningún modo. Si a mí no me cansa nada cantar. Estoy perfectamente”.
Se le endilgó que era proclive a los arrebatos histéricos propios de su investidura de “primma donna”, que en más de una oportunidad canceló funciones por malestares físicos, que era implacable respecto de sus regalías y que tenía una tendencia al pleito con abogados de por medio. En este último aspecto, cabe mencionar que su primera representante y virtual descubridora en Francia, Mary Gay Zenatello, llegó a demandarla por una suma superior a los U$ 400.000 por supuesto incumpliendo del pago de comisiones.
EN BUENOS AIRES
Su primera visita a Buenos Aires en 1931 fue consagratoria: ella misma confesó a Caras y Caretas que vino a buscar aquí esa consagración que ningún otro paìs de América del Sur podía concederle. Ofreció ocho funciones de “Lucía de Lammermoor”, dos de “Lakmé”, nueve de “El barbero de Sevilla” y tres de “Rigoletto” ¿Qué más se le podía pedir para una primera gira?
La Nación del 13 de junio de ese año, resumía la resonancia de su éxito en la primera presentación en Buenos Aires, como una revelación para el público porteño: “Se trata de uno de esos fenómenos vocales que de tanto en tanto aparecen en la escena lírica subyugando los auditorios por la prodigiosa virtuosidad de su garganta…Anoche arrebató de entusiasmo al auditorio del Colón…”
El célebre rondó de “Lucía de Lammermoor” había arrancado del público “una ovación cerrada y unánime como pocas veces ha ocurrido en la misma sala…”
El crítico de La Nación sugería que algún compositor contemporáneo debía escribir una obra especialmente para ella, a los efectos de renovar un repertorio al cual, fatalmente, parecía condenada. Pero quizá no fuera una idea seductora para Lily Pons, quien desconfiaba de la música moderna por su exceso de instrumentación en detrimento de las voces humanas.
Regresó en 1932 para representar cinco funciones de “Lucía de Lammermoor”, que repitió dos años después, sumando “El barbero de Sevilla” y “La sonámbula”.
La presentación de 1934 suscitó alguna crítica local, que advirtió una merma en su patrimonio vocal, de modo tal que su registro sobreagudo habría perdido pureza en su timbre y hasta cierta espontaneidad en su emisión. Una explicación pudo ser la distracción de su entrenamiento estrictamente lírico que implicó el rodaje de sus películas, donde podía volver a cantar la pieza tantas veces como se equivocara o el director dispusiera una nueva toma. Quizá ello la familiarizó con la rutina del error, inadmisible sobre el escenario en vivo. En cualquier caso fue muy puntillosa consigo misma, porque en la última visita a nuestra Capital contrató los servicios de la empresa “Acort” para la grabación íntegra de sus actuaciones, con el objeto de escucharse a sí misma y corregir potenciales defectos. No querría, de seguro, repetir los yerros de 1934.
En una de aquellas visitas participó como invitada especial en la inauguración del salón de actos de la Casa del Teatro, convidada por la ex cantante y ex primera dama Regina Pacini.
Un episodio policial empañó una de sus estadías: ya a punto de partir, las autoridades le reclamaron los montos del impuesto a los réditos que ascendían a $3.802. Hasta se mencionó el decomiso de sus joyas como garantía del tributo impago. Dolida, prometió no regresar jamás a nuestro país, aunque no lo cumplió. Pero, en el ínterin, no se privó de entablar un juicio contra el Estado para la devolución de la suma tributada.
En 1938 reiteró aquellos mismos papeles que tanto habían gustado. Además de sus funciones en el Teatro Colón, cantó en cuatro conciertos en Radio Municipal, acompañada de la orquesta dirigida por su marido Kostelanetz. La gira por nuestra capital ocurrió dos meses después de la boda, de modo que fue, virtualmente, prolongación de la luna de miel. A diferencia de sus primeros arribos en barco, y como marca de una modernidad coetánea, aquella vez llegó a la Argentina en un avión de la empresa Panagra que aterrizó en el aeródromo de Seis de Setiembre (Morón), donde la esperaba bastante gente. Alguien de la prensa le recordó su arrebato de anunciar que no volvería a pisar la Argentina. Ella se excusó elegantemente, echando un manto de olvido al asunto: “Tout passe…Tout lasse..”, respondió. Y agregó que “Ustedes los argentinos son tan gentiles…”
Aquella última presencia fue aprovechada por el régimen conservador para ganar prensa y, tal vez, borrar el manchón del episodio policial. En efecto, las revistas dieron cobertura al agasajo que le ofreció una parte de la sociedad principal de Buenos Aires, en la residencia de Braseras Haedo. Asistió, entre otras figuras de la política, el vicepresidente Ramón Castillo.
En cuanto a sus actuaciones en el Colón, aunque siempre exitosas en los tramos más lucidos, sin embargo volvieron a provocar las mismas crÍticas de cuatro años antes, recalcando que las ovaciones no eran garantía suficiente de perfeccionismo: “en su labor no todo fue oro de ley”, dijo un diario. Agregó que “en diversos pasajes la voz surgió pequeña y velada, y más de un agudo colocó a la diva al borde de la catástrofe…” Y aunque finalmente prevaleció, decía el cronista, fue una “victoria pírrica”.
Sus presentaciones en nuestro medio no estuvieron exentas de otros contratiempos, ya que se enfermó dos veces y hubo que reprogramar las funciones. Además, se la tildó de “caprichosa” y “propensa al pleito” cuando forzó la suspensión de la transmisión de sus conciertos irradiados desde Buenos Aires hacia otros países, en los cuales, a su vez, eran retransmitidos por emisoras locales. Lily Pons alegaba que sólo había cedido a Radio Municipal el derecho de emisión local en territorio argentino. Pero como la emisora había, a su vez, vendido a un tercero la exclusividad por la difusión en el exterior, hubo un litigio y la radio debió cargar con un costo extra de $5.000, que era bastante dinero.
SOBERANA DE LA ESCENA LÍRICA GRACIAS A SUS CUALIDADES VOCALES Y TÉCNICAS
Desde 1940 su carrera se centró más bien los Estados Unidos (donde era catalogada por el fisco como “gran contribuyente”) con giras por diversos países del mundo. Aunque alejada de los escenarios sudamericanos, la seguían sosteniendo sus discos, las películas y las emisiones de radio que tantas mujeres argentinas de entonces (como mi tía Lily o Sarah Bianchi) se complacían en consumir.
Como dije antes, dominó sin rivales la escena lírica de Nueva York, donde hizo trescientas apariciones, hasta su retiro. Había llenado con su voz el vacío que dejó en el Metropolitan Ópera, a principios del siglo XX, Amelita Galli Curci. Y ni Toti del Monte, ni Marion Talley, ni Elvira de Hidalgo le arrebataron esa soberanía formidable.
¿Cuáles eran las cualidades de su voz? Los críticos sostuvieron que un factor decisivo de su éxito fue su capacidad de encarnar ese momento de transición de la ópera, donde las cualidades vocales del canto de finales del siglo XIX se encontraron con aquellas otras de comienzos del siglo XX. El diario “La Prensa” señaló en su nota necrológica de 1976 que, “como prototipo de la soprano ligero eminentemente virtuoso, Lily Pons pareciera ser el último eslabón de una cadena que parte de Adelina Patti. La infalibilidad de una técnica junto a una afinación y seguridad musical intachables, constituyen, en la misma medida que sus cualidades estrictamente vocales, su precioso bagaje”.
Su voz no era en exceso voluminosa pero su timbre se estimó como “excepcionalmente parejo y de notable extensión en el registro agudo”. Fueron esos famosos agudos una nota de identidad carismática como soprano “de coloratura”. Solía cantar siempre un tono por encima del señalado por el compositor de la partitura, como muestra de acrobacia vocal personalísima. Además, se afirmó que en medio siglo fue la primera cantante que llegó a dar el “La” mayor en el aria de las campanas de “Lakmé”. Para ello, habría ensayado durante cuatro meses esa sola pieza durante una hora diaria. De hecho, muchas óperas que habían sido eliminadas del programa del Metropolitan neoyorquino, por su tremenda dificultad, fueron repuestas tras su llegada.
Ella era consciente de sus ventajas, eligiendo óperas adecuadas a su registro y, en cambio, desistiendo de aquellas otras que no favorecían su tipo de soprano. Por ejemplo, aunque aprendió el papel de Melisande en la ópera de Debussy “Peleas y Melisande”, nunca lo interpretó, porque, según explicó, además de que el papel correspondía a una colega, la “tesitura” del tema residía en el registro medio de la voz de la soprano, en lugar del registro alto, que era el suyo.
El crítico de La Nación había escrito sobre su primera presentación en el Colón: “Poseedora de una sólida cultura musical adquirida en el Conservatorio de Paris, poco frecuente entre las cantantes, Lily Pons, además de una técnica maravillosa que le permite afrontar con una naturalidad perfecta las más grandes dificultades, tiene una voz deliciosamente timbrada, fresca, pura, que cuando el momento lo requiere, sabe impregnarse de una emoción justa o sabe traducir un acento dramático con la medida exacta de su importancia”.
De otra parte, hubo quienes criticaron su actuación como deficiente en el plano expresivo, vale decir, una limitación por el lado del matiz. Sus dotes actorales también se juzgaron inferiores a su desborde de magnetismo escénico.
Justamente, en cuanto a sus películas, si bien obviamente facilitaban su lucimiento como “cantatrice”, los personajes pecaban de una frivolidad que ella misma llegó a deplorar. Había firmado aquellos primeros tres contratos con la RKO Radio Pictures, según confesó, sin conocer siquiera los argumentos. Pero, aun con aquellos reparos, los filmes habían catapultado bien lejos su imagen.
Dos datos curiosos que ella misma reveló fueron sus ansias enormes de actuar en Hollywood y la extrañeza que le causaba el tener que grabar sus escenas cantorales sin público.
LA COLECCIONISTA DE ARTESANÍAS CRIOLLAS ANTIGUAS
La prensa argentina sostuvo que Lily Pons había adquirido admiración por la estética de nuestro campo durante su permanencia en el país. Al decorar una de sus residencias, hizo del bar de la casa una especie de rincón típicamente criollo: paredes de madera rústica, techo de paja, ponchos a la vista, mates, moledoras, estribos, aperos y cuadros de Florencio Molina Campos.
¿Era sincero aquel gusto criollista o se trataba de una operación de marketing para halagar al público argentino? Fue Lila Sáenz, de la revista Sintonía, quien presentó como un hallazgo periodístico aquel hobby como coleccionista de objetos gauchescos del “lirio francés”. Durante un reportaje en el Plaza Hotel, la cantante le exhibió unas fotos de su casa de campo en Connecticut y allí pudo advertir la cronista, sobre un mueble, unos mates de plata con sus bombillas, un par de estribos también de plata, boleadoras y un rebenque, entre otros objetos camperos.
Lily le reveló a la periodista su intención de amueblar un pequeño saloncito “exclusivamente con antigüedades criollas” (sic) porque decía que aquella propiedad era para ella algo así como una “pequeña estancia”. Dos personas habían sido comisionadas por la cantante para la búsqueda y la compra de objetos criollos en los comercios anticuarios de Buenos Aires.
Reflexionaba, no sin razón, de este modo: “No crea que resulta tan fácil…los argentinos no se preocupan mucho de su tradición, y cosas que fueron de uso corriente hace cincuenta años, resultan hoy tan difíciles de hallar como antigüedades…”
Y remataba con satisfacción: “Acabo de adquirir una parrilla... Me va a ser necesaria porque en setiembre, cuando llegue a mi casa en Connecticut, voy a ofrecer a mis amigos un party en el que invitaré con asado y mate”. En un rapto de higiene sanitaria adelantado a las actuales prevenciones anti-virales advirtió: “-Pero un mate con su bombilla para cada uno!”
La cronista sugirió darle a la fiesta el nombre bastante obvio de “party criollo”, lo cual agradó a la entrevistada. Y ante la pregunta de cómo había adquirido ese gusto por lo nativo, respondió que no había podido viajar al interior del país a causa de su apretada agenda artística, y que sólo había llegado a Vicente Casares donde se había fotografiado con “¡tres gauchos completamente auténticos!” (sic).
Cabe presumir, entonces, que fue en aquel paraje rural del sur de la Capital dónde conoció la belleza de la pampa ondulada, donde comenzó a apreciar sus artesanías y donde adquirió el hábito de coleccionarlas. Todo esto, por supuesto, en la hipótesis de que aquella preferencia fuera una inclinación sincera y no una pose mediática.
VIDEO: LILY PONS CANTA “THE LAST ROSE OF SUMMER”
LA GLORIA DE UN TRIUNFO SIN FRONTERAS Y EL FINAL
Todo lo que alguna vez pudieron haber soñado las cantantes de su época, ella lo consiguió. En 1944 cantó “La Marsellesa” en la Plaza de la Ópera de Paris, con motivo de la liberación de Francia, su patria de nacimiento y la matriz de su idioma y su cultura. Ese mismo año y también en 1945 realizó giras musicales por diversas bases militares, para entretenimiento de las tropas aliadas, acompañada por la orquesta que su marido había formado con soldados norteamericanos.
Fue condecorada en su país natal con la Cruz de Lorena y con la Legión de Honor.
Retirada desde comienzos de los años 60, regresó al ruedo con un concierto en Nueva York en 1972, dirigida por su ex marido Kostelanetz. Pero en esa ocasión, prudentemente, no incluyó ninguna de las arias “de coloratura” que le habían dado fama, prefiriendo otras más adecuadas a una voz ya añejada por el paso de 74 años.
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Su influencia como ícono del marketing cultural popular se extendió más allá de la música, al aparecer en publicidades de productos comerciales tales como una salsa de tomates o una gelatina o una fábrica de aviones. Además, su inclinación por la arquitectura doméstica (fue famosa su casa construida en Palms Springs en 1950), la decoración de interiores y la moda en el vestido y el calzado la mostraron en varias ocasiones ofreciendo consejos a las mujeres desde las páginas de las revistas femeninas. Se afirmó hace pocos años en cuanto al modo en que explotó comercialmente su imagen en los “mass media”, con tal habilidad y buen criterio, como ningún cantante lo había hecho antes, que sólo Luciano Pavarotti podía ofrecer un ejemplo análogo.
Falleció en el Hospital St. Paul´s de Dallas a los 77 años, el 13 de febrero de 1976. Y quizá algún aficionado a la numerología haya afirmado que su partida de este mundo ocurrió, como era de esperarse, en su último día trece. Aunque en algún otro registro se consignó el día 14.
Sus restos descansan en una tumba simple, en el cementerio de Cannes, donde únicamente la epigrafía de su monumento de granito pulido permite saber que allí fue sepultada una artista extraordinaria cuya biografía sigue poblada de contradicciones.
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