En algún momento de aquellos tenebrosos últimos días de su vida, aquellos dos seres desquiciados tienen que haber pensado y decidido asesinar a sus seis hijos, de entre doce y cuatro años.
Y deben haber pensado cómo matarlos, y dónde. Los dos, un matrimonio siempre asomado a la desdicha, ya habían acordado suicidarse juntos en un teatral acto de ópera wagneriana: saldrían a los jardines de la Cancillería del Reich, ya bajo las bombas y los disparos de las tropas soviéticas, quebrarían con los dientes una cápsula de cristal con cianuro, que entonces se conocía como ácido prúsico, y enseguida un militar les pegaría un tiro en la cabeza.
El mundo de Joseph Goebbels el poderoso y temido ministro de propaganda del nazismo, y de su mujer, Magda, se había derrumbado. Ahora, ambos iban a derrumbar su mundo íntimo, tan ligado al delirio irracional y fanático del Tercer Reich. Pero antes de sucumbir, iban a arrasar con la vida de sus seis hijos, cinco mujeres y un varón, para no dejar un solo gen Goebbels que sobreviviese a la tragedia.
Los hijos de Goebbels ya estaban rozados por el estigma: sus nombres empezaban todos con H, en honor a Hitler: Helga, Hildegard “Hilde”, Helmut, Holdine “Holdi”, Hedwig “Hedga” y Heidrum “Heide”. Aun con esa pesada carga, eran inocentes. Todos, con excepción de Heidrum, habían nacido antes de la guerra, cuando el nazismo soñaba con el Reich de los mil años y que duró sólo doce en los que desató una hecatombe que le costaría al mundo más de sesenta millones de muertos, entre las que se iban a contar también esas seis criaturas.
Ya con los rusos en Berlín, aquella orgía de sangre, veneno y muerte se iba a reducir a un escenario espectral: el bunker de Adolf Hitler en los sótanos de la Cancillería. El 15 de enero de 1945, Hitler se había encerrado en las entrañas de aquellas profundidades a prueba de bombas para no salir vivo de allí. Anduvo por los jardines sólo para saludar a una veintena de chicos de las Juventudes Hitlerianas, ninguna era mayor de diecisiete años, a quienes saludó, pasó su mano como una garra por las mejillas rosadas de aquellos jóvenes soldados, y los mandó a morir frente a los tanques soviéticos.
A falta de debate sobre la guerra perdida, ya que Hitler se negó a la rendición y ordenó varios contraataques imposibles, en la intimidad del bunker se intercambiaban opiniones sobre cuál era la mejor manera de suicidarse: si bala en la cabeza, o cianuro. El 20 de abril, día del cumpleaños cincuenta y seis del Führer, se repartieron cápsulas de cianuro como golosinas, para que a nadie le faltara el medio con el que quitarse de este mundo, mientras se brindaba con champán y se escuchaba mil veces el único disco que podía animar la fiesta.
El 22 de abril, los Goebbels, con sus seis hijos, llegaron a ese festival de vencidos. Se instalaron en el Vorvunker, que estaba conectado con el Führerbunker. Los chicos estaban un poco sorprendidos porque no llovía, pese a la enorme cantidad de truenos que se escuchaban a lo largo del día. No eran truenos, eran los cañones soviéticos; pero les habían explicado que se avecinaba mal tiempo sobre Berlín. No era una mentira total, sino una verdad muy a medias: Goebbels sabía de eso como nadie.
El matrimonio ya tenía resuelto compartir el destino de muerte de Hitler y arrastrar a sus hijos con ellos. No se trató de una decisión intempestiva, repentina o impensada. Hitler eligió a unos pocos para dirigir desde las entrañas de la Cancillería la batalla de Berlín, que ya estaba perdida, y dio alas a quien quisiera y pudiera marcharse. O suicidarse. Uno de quienes tenía salvoconducto para circular por Berlín era Karl Gebhardt, presidente de la Cruz Roja. Decidió marcharse del bunker y fuera de Berlín. Entonces le ofreció a los Goebbels llevarse a los seis chicos con él. Y los Goebbels dijeron no.
Magda Goebbels había pensado en matar a sus hijos al menos un mes antes. Luego de la guerra, Eleanore, cuñada de Günther Quandt, el primer marido de Magda, declaró que la mujer de Goebbels le había confesado que no quería que sus hijos crecieran con la idea de que su padre había sido uno de los mayores criminales de la historia. Y que la reencarnación les garantizaría acaso una vida mejor. Magda también rechazó una propuesta del arquitecto del Reich, Albert Speer, de sacar a sus hijos de Berlín. Los chicos Goebbels parecían no saber el peligro que corrían y el destino que les esperaba. Pero Helga, la mayor, que tenía doce años, sospechaba que los adultos la engañaban sobre el verdadero desenlace de la guerra y el drama que se cernía sobre Berlín.
Un testigo de aquellas últimas horas, el general Bernd Freytag von Loringhoven, describió a los chicos Goebbels como “tristes”, pero la enfermera Erna Flegel, que tuvo mucho contacto con ellos, los describió como “simpáticos y absolutamente encantadores”. De hecho, los hijos de Goebbels jugaron esos días con “Blondi”, la perra alsaciana de Hitler, y al parecer cantaron una pequeña canción, todos a un tiempo, cuando Hitler se casó con Eva Braun el 29 de abril, un día antes del suicidio de ambos y de la muerte de “Blondi” a manos de Hitler.
Horas antes de su muerte, Hitler designó a su ayuda de cámara y jefe de Protocolo, el oficial de las SS Heinz Linge, y a su edecán Otto Günsche, también de las SS, como los encargados de sacar del bunker su cuerpo y el de su flamante esposa y quemarlos en los jardines de la Cancillería. Cuando el suicidio de Hitler ya es casi un hecho, Magda Goebbels lo visita en su departamento privado. Los biógrafos de Hitler y de Goebbels aseguran que la mujer fue a rogarle que huyera y salvara su vida, lo que alimenta la tesis que asegura que Magda estaba enamorada en secreto de Hitler, padrino de su boda. A las cuatro de la tarde del 30 de abril, Hitler y Eva Braun estaban muertos: los dos con cianuro y Hitler con un balazo de su pistola Walther 7.65 en la cabeza.
Al día siguiente, 1 de mayo, los Goebbels se prepararon para matar a sus hijos y suicidarse. Ordenaron que el dentista de las SS y del grupo de privilegiados del bunker preparara seis inyecciones de morfina para dormir a los niños. Luego, el médico personal de Hitler y Magda se encargarían de meter en sus bocas una ampolla de cianuro y presionar cabezas y mandíbulas para partirlas.
¿De dónde venía tanto fanatismo, tan entrañable unión con Hitler y con el nazismo? ¿De dónde les venía a los Goebbels tanta glorificación de la muerte?
Goebbels nació el 29 de octubre de 1897 en Rheydt, un municipio de la ciudad de Mönchengladcach, en el oeste de Renania, y en una familia de clase media muy baja, con más de una tensión económica. Fue un chico de salud frágil: una infección pulmonar lo tuvo al borde de la muerte y un principio de polio, o el derivado de osteomielitis, una infección ósea padecida a los cuatro años, le dejó el pie derecho mal formado, curvado hacia adentro y más fino y corto que el izquierdo. Intentaron corregir la malformación con una operación, pero fallaron. Llevó toda su vida un aparato ortopédico de metal y zapatos especiales para disimular su renguera. Sus enemigos políticos, que los tuvo, iban a usar ese mal para ridiculizarlo. No pudo ser soldado en la Primera Guerra porque lo rechazaron por su discapacidad. Pero años después, se presentó como veterano de esa guerra, herido en combate. Fue la primera gran manipulación de la propaganda “goebbeliana” en beneficio de una causa, la propia.
Deambuló por la teología católica y militó en una federación de estudiantes católicos cuando tenía veinte años. Una ruptura amorosa lo llevó a esa edad a pensar con seriedad en el suicidio. Vivió obsesionado por las mujeres y la escritura. A los veintidós años escribió una novela mitad ficción, mitad autobiografía en tres tomos: por más breves que fuesen los tomos, el volumen del escrito habla de cierta desmesura y acaso de un narcisismo exacerbado. Eso en el mejor de los casos. Se alejó del catolicismo y por influencia de un amigo de infancia, un anarquista llamado Richard Flisges, se metió en los meandros del comunismo y en las obras de Marx, de Engels, de Rosa Luxemburgo. Se desencantó relativamente fácil también y se volcó al nacionalismo anticomunista, antisemita y violento que siguió en Alemania a la fracasada República de Weimar. Aprendió, como muchos de los jóvenes nacionalistas del siglo XXI, a repudiar a la socialdemocracia y al liberalismo; sentía un profundo rencor hacia los “burgueses” y hacia los “capitalistas” y se zambulló en las aguas siempre procelosas del “socialismo nacional”. Adolfo Hitler lo hizo suyo casi de inmediato.
Goebbels se unió al NSDAP (Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán) en 1924, ya doctorado en Filología Germánica en la Universidad de Heidelberg. De esta época son sus escritos públicos, que revelan un profundo antisemitismo y un apoyo decidido a una segregación racial cada vez más severa. Los escritos privados integran un gigantesco diario personal de entre seis y siete mil páginas manuscritas y cincuenta mil mecanografiadas; parte de ese diario fue destruida en los bombardeos aliados a la Cancillería y parte sobrevivió en lo que se conoce hoy como “Der Tagebücher von Joseph Goebbels . El diario de Joseph Goebbels”.
Se acercó al nazismo en febrero de 1924, cuando Hitler fue juzgado por el intento de golpe de Estado conocido como “El putsch de la Cervecería”, entre el 8 y 9 de noviembre del año anterior. A Hitler lo condenaron a cinco años de cárcel, pero fue amnistiado ocho meses después junto a otros llamados presos políticos. Fue un gran éxito propagandístico que sirvió de plataforma para su mensaje nacionalista, volcado en gran parte en “Mein Kampf - Mi Lucha”, que escribió en prisión.
Goebbels quedó deslumbrado por el poder de oratoria de Hitler y se unió al NSDAP el 25 de febrero de 1925. “¿Quién es este hombre? ¡Mitad plebeyo, mitad Dios! ¿Cristo realmente o sólo Juan el Bautista?” escribió Goebbels en su diario después de leer “Mein Kampf” “Este hombre lo tiene todo para ser un rey. El tribuno del pueblo nato. El futuro Dictador (…) ¡Cómo le amo!” Enfrentado con algunos sectores del NSDAP, Goebbels fue invitado por Hitler a hablar en Múnich el 8 de abril de 1925: el coche del Führer y su chofer personal esperaban a Goebbels para llevarlo a su hotel. Hitler reunió a los sectores enfrentados y los instó a la unidad. “Hitler es grande –escribió Goebbels– Nos da a todos un cálido apretón de manos (…) Lo ha pensado todo detenidamente (se refería a los planes de Hitler hacia él) Es un hombre, considerándolo todo. Una mente tan chispeante puede ser mi caudillo. Me inclino ante el más grande, el genio político (…) Creo que me ha acogido en su corazón como ningún otro. Adolf Hitler, te amo porque eres al mismo tiempo grande y sencillo. Lo que se llama un genio”. Este entusiasmo infantil, como muchos otros pasajes del diario de Goebbels figuran recogidos en la monumental, y también imprescindible, biografía de Hitler, de Ian Kershaw. Hitler por fin nombró a Goebbels “gauleiter”, jefe de distrito de Berlín, un puesto clave para que el partido prosperara en la capital alemana. Goebbels, devoto y servil, sería fiel a su inspirador hasta las últimas horas en el búnker de la Cancillería.
Ya con los nazis en el poder, Goebbels se convirtió en el Ministro de Propaganda del Reich, se apoderó y supervisó de inmediato de los medios de comunicación, rigió a su modo las artes, la información y los entonces nuevos medios como la radio y el cine, para convertirlos en instrumentos de propaganda. Diseñó los grandes actos del nazismo, las marchas de antorchas, las consignas, los lemas, las divisas, los slogans; impuso por el terror la doctrina del discurso único y ordenó callar a quienes pensaban diferente, u ordenó matarlos. Hizo del odio una estrategia política y de los judíos su blanco principal.
Su doctrina enarbolaba algunos fundamentos hipócritas, catastróficos para cualquier régimen que no estuviese, como el nazismo, asentado sobre el terror, la persecución y la eliminación de los opositores o su reclusión en campos de concentración. Sin embargo, algunas de esas premisas brillan aún hoy en ciertos populismos que las esgrimen, sin revelar, por pudor o por ignorancia, a quién pertenecen en realidad. Por ejemplo: “Cargar sobre el adversario los propios errores o defectos, respondiendo al ataque con el ataque”. Por ejemplo: “Más vale una mentira que no pueda ser desmentida que una verdad inverosímil”. Por ejemplo: “Si no puedes negar las malas noticias, inventa otras que las distraigan”. Por ejemplo: “Una mentira repetida mil veces se convierte en una realidad”.
El Goebbels ministro es una historia aparte de la que relata su acto de fanatismo final: el asesinato de seis sus hijos como una ofrenda sombría y aterradora hacia un mundo, el de sus padres, que agonizaba, y hacia un hombre, Hitler, que se había pegado un balazo en la cabeza después de morder una cápsula de cianuro.
Goebbels fue fiel y servil a ese que era el sentido de su vida hasta cuando vislumbró, como todo el nazismo, que el Reich empezaba a derrumbarse. En 1943, cuando se dio vuelta el viento y la feroz maquinaria de guerra alemana sucumbió en Stalingrado con la rendición del mariscal Friedrich von Paulus, cuando en Casablanca Franklin Roosevelt y Winston Churchill exigieron por primera vez la rendición incondicional de Alemania, cuando las tropas del mariscal Erwin Rommel veían flaquear sus fuerzas en el desierto africano, cuando el Reich empezó a tambalear hacia el derrumbe, Hitler pidió a Goebbels un canto de fe, un discurso que llamara a la movilización total de Alemania en previsión de lo que llegaba, la rendición de cuentas. Goebbels, que ambicionaba el cargo de Ministro de la Guerra Total no dudó, eligió el Palacio de los deportes de Berlín y armó un escenario fantástico con un público seleccionado entre los fanáticos más fervientes. Hitler había decretado el cierre de restaurantes, clubes, bares, teatros y tiendas de lujo en toda Alemania, para que la población civil contribuyera con mayor fuerza al esfuerzo de la guerra.
El 18 de febrero de 1943, Goebbels trepó al estrado del Palacio de los Deportes. Tenía tres argumentos para desarrollar. El primero: si la Wehrmacht no estuviese en condiciones de contrarrestar el peligro del frente oriental, el Reich alemán y el resto de Europa caería en el bolchevismo. El segundo: Sólo la Wehrmacht, el pueblo alemán y las fuerzas del Eje, Italia y Japón, tenían la fuerza suficiente para salvar a Europa de semejante amenaza. El tercero: el peligro acechaba y Alemania debía actuar rápido y con eficacia. “El objetivo del bolchevismo –dijo– es la revolución mundial judía. Quieren traer el caos al Reich y a Europa, usando la desesperanza y la desesperación para establecer su internacionalismo oculto por los bolcheviques y la tiranía capitalista”.
Rechazó las protestas mundiales que se alzaban por el exterminio masivo de la población judía de Europa: “Alemania tiene intención de tomar las medidas más radicales, si es necesario, a su debido tiempo. (…) No podemos superar el peligro bolchevique a menos que usemos métodos equivalentes, aunque no idénticos, en una guerra total”. Y cerró su discurso con un lema que terminaría por prolongar la guerra y por destruir lo que en Alemania no estaba ya destruido: “¡Que estalle la tormenta!”
El discurso de Goebbels es histórico porque fue la primera vez que el orgulloso Reich de Adolfo Hitler admitía que las cosas iban mal. Y podían ir peor. Hitler finalmente nombró a Goebbels Ministro de la Guerra Total, pero en 1944, cuando ya se escuchaban en Alemania el tronar de los cañones soviéticos y los aliados avanzaba hacia Berlín desde Normandía.
Ahora, Goebbels y su mujer, Magda, tenían que matar a sus seis hijos. Los dos lo habían acordado durante una larga charla en la noche del 27 de enero de 1945, cuando el final estaba cerca. En junio de 1943, cuando ambicionaba ser Ministro de la Guerra Total y había llamado a la movilización de Alemania, Goebbels ya había hablado de su intención de suicidarse. En un editorial de octubre de 1944, nunca dejó de lado su deseo de ser escritor, expresó: “Para una persona, nada sería más fácil que despedirse de este mundo”. El 28 de febrero de 1945, al mes de acordar con su mujer la muerte de sus chicos, dijo en un discurso radial: “Moriré con mis hijos defendiendo la ciudad capital”. Por eso Hitler le permitió quedarse en Berlín junto a su familia; por eso y porque sentía un particular afecto por Magda Goebbels y sus hijos. El 18 de abril, tres días antes de instalarse en el bunker de la Cancillería, Goebbels quemó todos los documentos privados que tenía a su alcance y se preparó para su última misión: darle aliento al Führer en derrota.
Joseph Goebbels y Magda Ritschel se conocieron a finales de 1930, con el nazismo en ascenso. Ella era una divorciada del industrial Günther Quandt, con quien tuvo un hijo. Se separaron en 1929. Se unió al NSDAP cuando empezó a trabajar como voluntaria en las oficinas del partido en Berlín y pasó a ser secretaria del “gauleiter” berlinés y futuro ministro de propaganda: ayudaba en la organización de sus voluminosos documentos privados. El departamento de Magda, en la Reichskanzlerplatz, pasó a ser un punto de reunión de Hitler y sus allegados más íntimos, entre ellos Goebbels. La pareja se casó el 19 de diciembre de 1921 y Hitler fue el padrino de bodas del novio. Las fotos los muestran sonrientes, si no felices. Goebbels era una figura espectral: bajo, delgado, enjuto, estrecho; los pómulos altos, las mejillas hundidas, la piel pálida, a veces algo cetrina; su facilidad para el odio le dibujaba un rictus sombrío: cadavérico casi al sonreír, hierático en la seriedad.
El de los Goebbels fue un amor tormentoso, sembrado de hijos, seis en ocho años, y marcado por la obsesión de Goebbels por las mujeres. En 1936 y el invierno de 1937, tuvo una historia apasionada con la actriz checoslovaca Lída Baarová. Pensó en dejar todo por su nueva pasión, incluido su cargo partidario y el ministerio de propaganda del Reich: quería irse lejos, pensó en la embajada en Japón, y casarse con Lída. Pero Hitler puso fin al romance. No estaba dispuesto a soportar un escándalo que rozara a uno de sus principales colaboradores y figura en el gabinete del Reich y exigió a Goebbels que pusiera fin al romance. El Führer incluso habló con Magda el 15 de agosto de 1938 para que todo quedara quieto, como las aguas de un lago profundo. La pareja tuvo unos meses de tregua, pero pese a que una sugerencia, o un pedido, de Hitler era para Goebbels una orden a cumplir, el matrimonio volvió a atravesar otra crisis a finales de septiembre. De nuevo intercedió Hitler para insistir en que ambos debían permanecer juntos. Un mes después, el Führer organizó una sesión fotográfica del matrimonio reconciliado, con él como testigo. Estaba por nacer su sexto hijo, la cuarta niña, Hedwig, y Goebbels pensó que esta vez la reconciliación sería definitiva.
Magda también había tenido sus aventuras amorosas: en 1933 con Kurt Ludecke, un ferviente nacionalista alemán que obró como recaudador de fondos para el NSDAP y que luego escribió un libro “I knew Hitler – Yo conocí a Hitler”. En 1938, durante la primera crisis matrimonial con Goebbels, Magda fue amante de Karl Hanke, jefe de distrito de Baja Silesia a quien Hitler, un día antes de matarse, nombró Reischführer y sucesor de Heinrich Himmler. Hanke sería capturado por los aliados y muerto cuando intentó escapar de su lugar de detención, el 8 de junio de 1945.
Lo que fuere que hubiese sido el matrimonio Goebbels, ahora iba a morir con una unión, un vínculo, un enlace que acaso no vivieron en sus catorce años como pareja. Al atardecer del 1 de mayo de 1945, con los cadáveres calcinados y todavía humeantes de Hitler y de Eva Braun en los jardines de la Cancillería, todos los habitantes del que había sido bunker del Führer pensaban en una sola cosa: huir de aquel infierno. Veneno, balazo o caminata por alguna ruta segura que condujera a los brazos de los americanos, jamás de los rusos. Quien se encargaba de organizar la evacuación en masa era el mayor general Wilhelm Mohnke, comandante de la “Ciudadela”, como se conocía al refugio y uno de los ciento veinte miembros originales de las SS. Todos querían escapar, menos los Goebbels.
A primeras horas de la noche, poco después de las 20, Magda Goebbels convocó al odontólogo Helmut Gustav Kunz. No era un médico más en el bunker de Hitler, era el ayudante del jefe de la administración sanitaria de las SS en la Cancillería del Reich. Magda pidió a Kunz que aplicara una inyección de morfina a sus seis hijos, para dormirlos.
Un testigo privilegiado de aquel espanto fue el operador de radio del bunker, Rochus Misch, un oficial de las SS, miembro de la Leibstandarte SS Adolf Hitler. Sobrevivió a la guerra y murió el 5 de septiembre de 2013 en Berlín. Dijo muchas veces a lo largo de su vida de posguerra, que sospechó qué iba a pasar con los hijos de Goebbels y lamentó no haber intervenido. Fue una de las últimas personas en verlos con vida.
Misch recordó que, en un momento, todos los Goebbels estaban sentados alrededor de una mesa, mientras Magda peinaba a sus chicos y los besaba. La más joven, Heidrum, de cuatro años, había trepado a la mesa. Cuando se hizo la hora de ir a dormir, Helga, la mayor, de doce años, a quien Misch recordaba como la más brillante de las chicas, “estaba llorando suavemente y mostraba un semblante sombrío”. Magda tuvo que empujarla un poco para dirigirla hacia la habitación donde estaban sus literas. Misch recordó también que la pequeña Heidrum, “Heide” para todos, iba en brazos de su madre, llevaba al cuello una bufanda porque padecía de amigdalitis y, a último momento, antes de que la puerta se cerrara a su paso, la niña miró a Misch y le dijo, en tono de burla: “Misch, Misch, du bist ein Fisch – Misch, Misch, sos un pez”.
A los chicos les dijeron que lo que iban a inyectarles era lo mismo que recibían los soldados alemanes para estar sanos y fuertes; o que era un medicamento necesario porque iban a estar largo tiempo en el bunker; o que era un tranquilizante que les iba a permitir viajar tranquilos al día siguiente a Berchtesgaden, el refugio de Hitler en la montaña. Según el historiador Ian Kershaw, el doctor Kunz aplicó la morfina a los chicos cerca de las 20.40. Luego, relata Kershaw, “el médico personal de Hitler y Obersturmbannführer de las SS, Ludwig Stumpfegger, rompió una ampolla de ácido prúsico en la boca de cada uno de ellos”. Otras fuentes ponen a Magda Goebbels en la escena. Según el historiador James P. O’Donnell, autor de “The Bunker”, el médico de Hitler estaba demasiado intoxicado, con alcohol o con alguna droga, como para haber tenido un papel relevante en la ejecución de los chicos y que fue la propia Magda quien los mató. O’Donnell asegura que los habitantes del bunker decidieron luego cargar todas las culpas sobre el médico, que se suicidó al día siguiente cerca del puente Weidendammer ante la imposibilidad de escapar del cerco ruso.
Goebbels había dado instrucciones a su ayudante Günther Schwägermann para que quemara su cadáver y el de Magda. Poco después de las 20.45 la pareja trepó las escaleras hacia los jardines de la Cancillería y mordieron sus cápsulas de veneno. Enseguida, un SS disparó a la cabeza de ambos. Otra versión sostiene que Goebbels mató primero a Magda de un balazo y luego se suicidó. Sin embargo, en la escena que describe a la pareja que se envenena casi en simultáneo y los posteriores disparos a cargo del SS, coinciden los historiadores Kershaw, David Irving, autor de “Goebbels: Mastermind of the Third Reich – Goebbels mente maestra del Tercer Reich”, Ral Reuth, recopilador de los “Diarios de Goebbels” y Hugh Trevor-Roper, autor de “The Last Days of Hitler – Los Últimos Días de Hitler”.
En la sede de aquel Reich desintegrado, ni siquiera había combustible suficiente para quemar los cadáveres del matrimonio Goebbels. Gran parte del disponible se había gastado el día anterior con Hitler y Eva Braun. Los restos de la pareja ni se quemaron bien, ni fueron enterrados. Los soldados soviéticos no tuvieron ninguna dificultad en identificarlos al día siguiente, cuando entraron al jardín de la Cancillería.
Los chicos Goebbels fueron hallados dos días después por los soviéticos que revisaron el bunker en profundidad. Estaban en sus literas y parecían descansar. Todos estaban vestidos con sus camisones de dormir. Las niñas, todas, llevaban el pelo atado con una cinta de colores.
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