Si Elvis y Priscilla volvieran a conocerse hoy sería un escándalo: a los 24, él ya era el Rey, había grabado tres discos, protagonizaba sus primeras películas y ya llenaba estadios donde las chicas pegaban gritos y se desmayaban, y los varones copiaban sus pasos; pero ella tenía sólo 14 años. “Mis padres no querían que saliera con Elvis, decían que era demasiado joven, y era verdad”, admitió el gran amor y la madre de la única hija del mayor ícono cultural del siglo XX en una entrevista con la revista Ladies Home Journal en 1973, cuando se divorciaron.
Nacida en el Hospital Naval de Brooklyn en mayo de 1944, su padre biológico había muerto en la guerra cuando apenas tenía seis meses; su madre –Ann Wagner–, volvió a casarse con un oficial canadiense que le dio su apellido –Beaulieu– y la crió como propia. Se había mudado con toda la familia a una base en Wiesbaden, a orillas del Rin, en Alemania occidental, cuando un amigo del astro –que cumplía en ese país el servicio militar– la descubrió en un bar en el verano de 1959 y la invitó a una fiesta en su casa en Bad Nauheim; el flechazo fue instantáneo.
Albert Goldman, uno de los biógrafos más obsesivos del Rey del Rock ‘n Roll, dice que cuando la vio por primera vez, la noche del 13 de septiembre de 1959, Elvis se olvidó por primera vez en años de quien era. Se sacó la corona y el traje de lentejuelas y volvió a ser para Priscilla apenas un chico “torpe y avergonzado”, casi “un vecino de al lado” que deseaba ser mirado y enamorarla.
Por eso cuando dos años más tarde Elvis lanzó el mega hit Can’t help falling in love, muchos pensaron que era para ella, pese a que siempre fue más intérprete que autor. Como todo en él, es parte de la leyenda, aunque lo más probable es que sólo fuera uno más de los temas del soundtrack del film Blue Hawaii, e incluso que la inspiradora fuera su coprotagonista, Joan Blackman, con quien vivió un apasionado romance y hasta –se dice– llegó a proponerle casamiento.
Mientras tanto, una Priscilla de dulces 16 –como dice el cover de Chuck Berry que tan bien reversionó junto a Jerry Lee Lewis en el 69– sufría en Alemania pensando que todo había terminado. Elvis había vuelto a Memphis en marzo de 1960 y aunque seguían escribiéndose y hablando a diario, crecían los rumores sobre su supuesto affaire con Nancy Sinatra. Lo de Joan Blackman fue la gota que rebalsó el vaso.
Finalmente, en septiembre de 1962, los Beaulieu Wagner permitieron que su hija viajara a Los Ángeles a reencontrarse con su amor. Pero con algunas condiciones: Priscilla debía viajar en primera clase, estar acompañada todo el tiempo por una chaperona y escribir a su casa todos los días. Elvis accedió a todo. Claro que cambió los planes en cuanto llegó: la llevó a las Vegas e instaló a la chaperona de su staff en Los Ángeles; en vez de volar con ellos, tendría que ocuparse de mandar postales a diario para engañar a los padres de la novia. Más tarde Priscilla confesaría que esa fue también la primera vez que tomó anfetaminas y ansiolíticos para poder seguirle el tren a Presley.
Volvió a viajar para pasar con él la Navidad en Graceland, y decidieron que cuando regresara, en marzo, sería para siempre. Esa vez, llegó con su padre, el Capitán Beaulieu, que se ocupó de hacer los arreglos para inscribirla en el colegio católico de señoritas Inmaculada Concepción, donde terminaría la secundaria. Una nueva condición de su familia que debía respetarse a rajatabla: incluso viviendo en Graceland, Priscila debía llegar virgen al matrimonio.
En realidad, no tenía permiso para vivir en la mansión del ídolo, sino con su padre y su madrastra, donde según ella misma cuenta en su libro de memorias –Elvis y yo– “Pasé noche enteras con ellos y la abuela, hasta que pude ir mudando mis cosas de a poco a Graceland”, hacia 1963.
En última instancia, ese templo sagrado al que tanto le costó acceder, se convirtió también en un lugar de confinamiento que la dejaba al margen de las aventuras de un ídolo que batía todos los récords conocidos de popularidad. Era conveniente que ella se quedara en Memphis mientras él filmaba en Hollywood y mantenía aventuras sin necesidad de esconderse.
Cuando rodó Viva las Vegas, en 1963, tuvo un romance público con su partenaire, Ann-Margret. En sus memorias, Priscilla cuenta que lo enfrentó y Elvis le dijo simplemente que era una estrategia de promoción, y que no tenía que creer en nada de lo que leyera en los medios. Pero el combo de sexo, drogas y rock ‘n roll no sólo no era un invento de la prensa, era imparable.
Hay quienes dicen que ni siquiera Priscilla lo quiso bien. Que para cuando se casaron, el 1ro de mayo de 1967 en el desaparecido Aladdin Hotel de Las Vegas, aunque tuviera 21 años, ella ya no era ninguna ingenua. Según algunas versiones, Priscilla y su padre amenazaron a Elvis con denunciarlo por abusar sexualmente de una menor, y hasta por haberla mudado de país con ese fin –algo cercano a la trata–, aún cuando también ellos mismos insistieron siempre en su virginidad.
De nuevo, las versiones del propio entorno del cantante son encontradas. Algunos, como su cocinera, dicen que antes de casarse lo veían triste y que hasta aseguró que “no tenía alternativa”, otros, como su amigo Joe Esposito, que nunca lo habían visto más feliz en su vida. Como fan absoluta, al ver su foto juntos ese día, radiantes, sonrientes, de la mano, a Elvis –todavía hermoso– con el clavel en la solapa y la mejilla contra la de su Cilla –como le gustaba llamarla–, me parece que no hay más alternativa que creer. Pero, ¿qué decir? Soy de las que creen también que Elvis no murió, sino que fue abducido por una nave alienígena.
Se había puesto de rodillas en la Navidad de 1966, cuatro años después de la llegada de Priscilla a Graceland, para preguntarle si quería casarse con él. “Más que nunca”, dijo ella, y Elvis le dio uno de los anillos de compromiso más espectaculares que se recuerden, diseñado por él mismo en un diamante de 3 quilates y medio, rodeado a su vez por una corona de diamantes más pequeños.
La ceremonia en Las Vegas, organizada por el manager de Elvis, Tom Parker, fue a las 9 de la mañana, y ante apenas un centenar de invitados entre los que casi no había famosos aparte de la prensa. Todo duró ocho minutos. Después se sirvió un desayuno con ostras, langosta, champagne, y el clásico pollo frito sureño.
Elvis iba con un discreto smoking de brocato negro, pero no se sacó sus botas texanas, más clásicas en él que el pollo en Memphis. Priscilla había bocetado su vestido sola: en gasa de seda, con cuello cerrado, mangas largas y transparencias. Tenía un velo pomposo y, por supuesto, una corona: ahora era la reina.
Después de la luna de miel en Palm Springs, festejarían también con una gran recepción en Graceland, sin prensa y con más excesos. Pero en la fiesta del 1ro de mayo, los novios abrieron la pista bailando Love me Tender, un tema que quedaría para siempre asociado a su amor, aunque Elvis lo había grabado mucho antes de conocer a Cilla, para su debut cinematográfico, en 1956.
Puede que la ternura de esa canción hiciera su magia para que exactamente nueve meses después de la noche de bodas, el 1ro de febrero de 1968, llegara al mundo Lisa Marie, la única hija del Rey del Rock. En cambio sí cantaba para ella y para Lisa cuando grabó la balada más popular –y probablemente la más triste y romántica– de todas su carrera, el 29 de marzo de 1972, a un mes de separarse de Priscilla. You were always on my mind fue el hit del lado B de Separate Ways (dedicada a Lisa), y marcaba el fin de su vida juntos, pero también dejaba un testimonio que lo trascendería: pese a los excesos y a la locura, sólo con ella fue feliz.