“Yo, después de un largo tiempo que no tomo contacto con el pueblo como hoy, quiero decir estas cosas a mis descamisados, a los humildes que llevo tan dentro de mi corazón, que en las horas felices, en las horas de dolor y en las horas inciertas siempre levanté la vista a ellos, porque ellos son puros y por ser puros ven con los ojos del alma y saben apreciar las cosas extraordinarias como el general Perón. Yo quiero hablar hoy, a pesar de que el general me pide que sea breve, porque quiero que mi pueblo sepa que estamos dispuestos a morir por Perón”, dijo Evita frente a los tres micrófonos del balcón y mirando fijamente a la Plaza de Mayo colmada, como si quisiera clavar sus ojos en los de cada uno de los presentes.
Su voz, algo cascada pero con la energía de siempre, contrastaba con la imagen de un cuerpo frágil y consumido que en más de una ocasión el propio Juan Domingo Perón debió sostener tomándolo de la cintura con sus dos manos.
El 1° de mayo de 1952 – Día de los Trabajadores – Eva Duarte de Perón se reencontró en un acto masivo con sus “descamisados” después de meses de ausencia.
Estaba enferma y se sentía morir, aunque no sabía que tenía cáncer. Ni Perón ni sus médicos –que sí lo sabían - se lo habían dicho con claridad. Nombraban a la enfermedad con un eufemismo: “problemas femeninos”.
Antes, el renunciamiento
La última vez había estado frente al pueblo databa del 22 de agosto del año anterior, desde un palco montado a un costado del Ministerio de Obras Públicas, en la avenida 9 de Julio, durante el “Cabildo Abierto Justicialista”, en el que la Confederación General del Trabajo le pidió que integrara como vicepresidenta de Perón la fórmula para las elecciones de noviembre.
-¡Evita con Perón, Evita con Perón! – pidió la multitud ese día y también le exigió: - ¡Contestación, contestación!
El acto se había prolongado durante cerca de seis horas sin que Eva diera una respuesta clara. En un momento se descompuso y estuvo a punto de desvanecerse, pero cuando quisieron llevarla a la sombra para que se recuperara, se negó:
-Si Eva Perón no acepta, no importa morirse… y si Eva Perón acepta, ya puede uno morirse tranquila – les dijo a quienes intentaban auxiliarla.
Finalmente pidió tiempo para contestar. Nueve días después, el 31 de agosto, respondió con un discurso por la cadena nacional, que pasaría a la historia como su “renunciamiento”:
“Compañeros, quiero comunicar al Pueblo Argentino mi decisión irrevocable y definitiva de renunciar al honor con que los trabajadores y el pueblo de mi patria quisieron honrarme en el histórico cabildo abierto del 22 de agosto. Ya en aquella misma tarde maravillosa, que nunca olvidarán ni mis ojos ni mi corazón, yo advertí que no debía cambiar mi puesto de lucha en el Movimiento Peronista por ningún otro puesto”, dijo.
La operación y el cirujano fantasma
Cuando Evita renunció a través de los micrófonos de Radio del Estado, Perón estaba planificando en secreto la operación que, a esa altura, era la única manera de salvarle la vida. Se lo habían dicho con claridad los médicos que la atendían, el clínico Ricardo Finochietto y el oncólogo Abel Canónico.
Perón le pidió al último que consiguiera al mejor cirujano del mundo para operar a su mujer.
-Si hay que hacer una cirugía grande, que sea también un gran cirujano quien la atienda. Vaya y tráigalo – le dijo.
Canónico, al ver que no podía convencer a Perón de que Eva fuera operada por un cirujano argentino, recomendó al cancerólogo norteamericano George Pack, del Memorial Sloan-Kettering Cancer Center de Nueva York.
El presidente le dio también otra orden: el nombre del cirujano extranjero no tendría que figurar en ninguna parte, no lo debían saber Evita ni la prensa.
La operación se realizó el 6 de noviembre de 1951 en el Hospital “Presidente Perón” de Avellaneda, el mismo que había sido inaugurado unos años antes por la propia Evita con la idea de que “sus descamisados” tuvieran un centro de salud de excelencia.
La visita de Pack duró apenas 48 horas, el tiempo justo para preparar la operación y realizarla. Pack entró al quirófano cuando la paciente ya estaba dormida por la anestesia y salió antes de que se despertara. Eva nunca lo vio.
El diagnóstico fue tan terminante como duro: Evita sufría un cáncer terminal. Los datos los tuvo Perón y fueron guardados celosamente en secreto.
Las anotaciones de Pack sobre la enfermedad de Eva Perón y la cirugía que le practicó salieron a la luz recién en 1999, cuando la viuda del especialista norteamericano se las cedió al historiador de la medicina de la Universidad de Nueva York Barron H. Lerner, que publicó un artículo sobre ellas en la revista The Lancet.
Una de las notas de puño y letra del médico la ignorancia de Eva sobre la verdadera naturaleza de su enfermedad: “Siempre creyó que tenía ‘problemas femeninos’ que ha hacía sufrir. Nunca supo que tenía cáncer”, escribió.
El voto desde el hospital
Cinco días después de la operación que la había “vaciado”, como se decía en la época para esos casos, Eva Perón votó sin salir del hospital. La foto que la Secretaría de Prensa de la Nación le entregó a los diarios la mostró demacrada, votando en su cama, hasta adonde habían llevado la urna.
Era la primera vez que votaban las mujeres en la Argentina y ella, que había impulsado la ley, no quería dejar de votar. Ese día, Perón fue reelecto para una segunda presidencia con el 63 % de los votos.
Dos días antes de aquellas elecciones del 11 de noviembre, Evita había grabado un mensaje radial donde se la escuchó decir, con voz débil: “No votar a Perón es, para un argentino, traicionar al país”.
La potencia del gesto político de votar tuvo como contrapartida el cuadro que mostraba la imagen de Eva: flaca, demacrada. Tres días después la trasladaron en ambulancia al Palacio Unzué, por entonces la residencia presidencial.
Se negó rotundamente a que la instalaran en el dormitorio que hasta entonces había compartido con Perón. “No quiero molestarlo a Juan”, dijo, terminante.
La política no se abandona
En el Palacio Unzué, Eva Perón intentó sostener una rutina que incluyera la política, pese a los pedidos de Perón para que se desentendiera del asunto.
“El día de Eva Perón era tan agitado como se lo permitía su declinante salud. A las 7 se despertaba y era atendida por las hermanas María Eugenia y Marta Rita Álvarez, diplomadas en la Escuela de Enfermeras de la Fundación. A las 8 llegaba el peinador Julio Alcaraz, quien permanecía junto a ella mientras Irma Cabrera de Ferrari, su mucama personal, servía el frugal desayuno y preparaba la habitación para las primeras audiencias, en general dedicadas a delegaciones gremiales. Perón la visitaba tres veces por día: antes de salir hacia la Casa Rosada, cuando regresaba y para despedirla antes de dormir”, reconstruyeron a partir de testimonios de varios de sus colaboradores en una nota publicada en 1969.
Se sentía débil y se levantaba muy poco de la cama, pero cuando se acercaba la fecha del acto del 1° de mayo se plantó con firmeza: ningún médico, ni su propio marido, le iban a impedir participar.
Unos meses antes, el gobierno de Perón había sofocado un primer intento de golpe de Estado. El 28 de septiembre de 1951, con foco principal en Campo de Mayo, se levantó en armas contra el Gobierno un grupo de militares de las tres fuerzas, con el general de brigada Benjamín Menéndez como principal figura. Ante la evidente falta de apoyo y la lealtad a Perón de muchos suboficiales -que intervinieron en el sabotaje a varios de los tanques que se pretendían utilizar en la intentona-, los sublevados se habían entregado.
Eva sabía que, pese a la abrumadora victoria electoral de noviembre, el gobierno de su marido enfrentaba una situación difícil y ella debía darle su apoyo frente al pueblo el 1° de mayo.
El último discurso
Cuando apareció en el balcón de la Casa Rosada, la multitud reunida en la Plaza de Mayo la vitoreó. A la distancia, quizás, se viera a la Evita de siempre, “La Abanderada de los Humildes”, vestida con un traje sastre y peinada con su emblemático rodete. Nadie sabía que, para que pudiera asistir, tuvieron que hacerle varias aplicaciones de morfina en la nunca y el tobillo, donde le habían aparecido metástasis del tumor.
Al hablar celebró el reencuentro con sus “descamisados” e hizo una promesa que, quizás ya supiera que no podría cumplir porque sus días estaban contados:
“Compañeras, compañeros: Otra vez estoy en la lucha, otra vez estoy con ustedes, como ayer, como hoy y como mañana. Estoy con ustedes para ser un arco iris de amor entre el pueblo y Perón; estoy con ustedes para ser ese puente de amor y de felicidad que siempre he tratado de ser entre ustedes y el líder de los trabajadores”, dijo con una voz potente que en algún momento le falló.
Y siguió en el mismo tono:
“Estoy otra vez con ustedes, como amiga y como hermana y he de trabajar noche y día por hacer felices a los descamisados, porque sé que cumplo así con la Patria y con Perón. He de estar noche y día trabajando por mitigar dolores y restañar heridas, porque sé que cumplo con esta legión de argentinos que está labrando una página brillante en la historia de la Patria. Y así como este 1º de mayo glorioso, mi general, quisiéramos venir muchos y muchos años y, dentro de muchos siglos, que vengan las futuras generaciones para decirle en el bronce de su vida o en la vida de su bronce, que estamos presentes, mi general, con usted”.
Al final, remató con una arenga:
“Estén alertas. El enemigo acecha. No perdona jamás que un argentino, que un hombre de bien, el general Perón, esté trabajando por el bienestar de su pueblo y por la grandeza de la Patria. Los vendepatrias de dentro, que se venden por cuatro monedas, están también en acecho para dar el golpe en cualquier momento. Pero nosotros somos el pueblo y yo sé que estando el pueblo alerta somos invencibles porque somos la patria misma”.
Esas fueron las últimas palabras que dirigió al pueblo en un acto masivo.
Eva Perón murió menos de dos meses después, el 26 de julio de 1952. Se despidió con un susurro que solo alcanzó a escuchar su mucama Hilda Cabrera de Ferrari:
“Me voy, la flaca se va, Evita se va a descansar”, le dijo con un hilo de voz.
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