Un anciano vestido modestamente, estaba predispuesto a contar la historia a quien quisiera oírla, sobre cómo atrapó y mató nada menos que a Juan Moreira. Había perdido un ojo y cuatro dedos de su mano izquierda en una lucha a muerte contra ese gaucho que era buscado por la autoridad. Andrés Chirino contaba que nunca vio los 40 mil pesos que se ofrecían de recompensa: “Ni los olí”, se quejaba
Cuesta separar la verdad de la leyenda en la vida de Moreira, donde el boca a boca y la literatura hicieron lo suyo para hacerla más legendaria y misteriosa. Que no conoció a sus padres o que, en realidad, era hijo de un vasco español de apellido Blanco, que había servido en la Mazorca y que aseguran que el propio Juan Manuel de Rosas, vaya a saber por qué, lo había mandado a ajusticiar.
Vivió en tiempos de las pujas políticas entre los que pretendían la federalización de Buenos Aires y los que sostenían la autonomía. La violencia aplicada en algunos métodos de hacer política abría el juego a personajes que estaban al margen de la ley, que servía de guardaespaldas, para controlar los atrios de las iglesias en jornadas electorales o para cualquier menester en que fuera necesario la fuerza, la coacción o la acción directa.
En esta categoría entró este gaucho, no muy alto, pero sí corpulento; nariz fina, con el rostro picado de viruela; su pelo era castaño y usaba una larga barba. Por momentos al servicio de la gente de Adolfo Alsina, y por otros a sueldo de los seguidores de Bartolomé Mitre, según su conveniencia. De joven había trabajado en campos de Navarro, donde aprendió el oficio de baqueano. Tenía facilidad para la guitarra e inclinación por apostar a las tabas, a los naipes y a las carreras. Construyó su fama de temerario y de habilidoso con el cuchillo por los campos de Lobos, Navarro, Luján, Las Heras, Saladillo, Cañuelas y 25 de Mayo.
Por un tiempo, en 1866, fue guardaespaldas de Alsina. Su primera muerte fue a un tal Córdoba, quien lo atacó en un boliche y lo mató, aún estando borracho. Debió escapar y fue ayudado por políticos mitristas, por lo que se interpretó que también trabajó para ellos. Pero sus duelos con los que lo desafiaban continuaron, así como con la policía, que comenzó a perseguirlo.
Se había casado con Andrea Santillán, una chica de Navarro, hija de una ex cautiva y de un santiagueño. Tuvieron tres hijos y, en momentos en que su marido era perseguido por la ley, le pidió consejo al cura párroco sobre si debía seguir a su marido, que planeaba llevarla a los toldos de Coliqueo, donde ocasionalmente se escondía.
Un testigo dejó un relato de uno de sus duelos, publicado en Caras y Caretas: “Lo vi en el partido de Navarro, cuando lo mató a Leguizamón, su rival, afiliado al bando alsinista, pues él era mitrista. Una mañana, en media calle y rodeado por un centenar de gauchos ávidos de presenciar la lucha entre los dos mejores visteadores y cuchilleros del pago, se atropellaron armados de daga y con el brazo izquierdo envuelto en el poncho, para atajarse las puñaladas y los hachazos. Se sintió por dos minutos el repiquetear de las hojas que chispeaban y cuando se separaron, ambos estaban ilesos. Tiraron los ponchos y pisando Moreira el pie de su adversario, para suprimir el recurso de retroceder, volvieron a chocar los aceros. El duelo era a muerte. Los espectadores silenciosos seguían anhelantes las dagas que viboreaban en el aire y que tan pronto formaban un nimbo de luz sobre las cabezas de los combatientes como bajaban relampagueando hasta la altura de las rodillas, afanosas por alcanzar los cuerpos encorvados y como clavados en el suelo. De repente Leguizamón tiró su daga y cayó pesadamente sobre la vereda para no levantarse más, mientras su adversario, montado en su caballo, se alejaba tranquilamente rumbo a las afueras”.
Las presiones de políticos bonaerenses llevaron a una partida policial de doce hombres a recorrer la provincia para dar con Moreira, que montaba un caballo bayo y que iba acompañado de un perrito que le hacía de centinela cuando pasaba las noches a la luz de las estrellas. Integraba la partida el sanjuanino sargento Andrés Chirino.
La búsqueda en La Estrella
El 30 de abril de 1874 los policías estaban en la Estación Lobos cuando el comandante militar Francisco Bosch les informó que lo habían visto en “La Estrella”, un prostíbulo situado en la esquina de la plaza del pueblo. El capitán Pedro Bertón le ordenó a Chirino que tomara a seis de los mejores soldados y que lo siguiera. En el camino se sumaron seis más, que estaban bajo el mando del teniente Eulogio Varela. Eran las 13:30 cuando rodearon el prostíbulo. Entraron Bosch, Bertón, Varela y Chirino, acompañados por dos vigilantes. Dos de los compañeros del prófugo, al verlos, escaparon y la policía los dejó ir. A través de una puerta entreabierta, se podía ver a un hombre que dormía. Tenía a su alcance dos trabucos, un puñal y una pistola. Sin que lo percibiese, se lo desarmó y se lo despertó. “Ese no es Moreira, sino Julián Andrade, otro pájaro de cuenta”, dijo Bosch.
Cuando notaron que Andrade miraba fijo una puerta cerrada, Bosch gritó: “¡Aquí está el que buscamos!”. De pronto, apareció Moreira empuñando un trabuco: “Acá estoy, ¿qué quieren?”.
– ¡Ríndase a la policía de Buenos Aires!
– ¡Aquí no hay más policía que yo! -gritó, mientras disparaba sus trabucos.
Escapó hacia la pared del fondo; del otro lado, estaban preparados los caballos.
Cuando Moreira trepaba la pared, Chirino le clavó la bayoneta entre las costillas, aprisionándolo contra el muro. El gaucho sacó su pistola del cinto e hizo fuego por arriba de su hombro. Hirió al cabo en su ojo y en el pómulo. Pero aún no había llegado lo peor.
El gaucho tomó con su mano derecha la daga que llevaba entre los dientes, le tiró un hachazo a Chirino que le golpeó la cabeza y le cortó cuatro dedos de su mano izquierda, con el que sostenía su fusil.
Moreira bajó, malherido, pero tuvo tiempo para dispararle a Berton, quien recibió un balazo que le quebró la muñeca derecha y le afectó el brazo izquierdo, mientras que el teniente Varela sufrió el impacto de dos balas en su rodilla izquierda. Entonces, el gaucho cayó muerto. Además del bayonetazo, tenía una herida de bala en su costado.
El cuerpo estuvo dos días en la comisaría local, visitado por una incesante caravana de curiosos que quería contemplar el cadáver. Fue enterrado en el cementerio de Lobos, que aún tenía pocos muertos, ya que había abierto en 1871.
Bosch, alsinista, sería ascendido a general a fin de ese año. Y la esposa de Moreira rechazó, uno tras otro, los ofrecimientos de empresarios artísticos para mostrarla en obras de teatro. Trabajaría en la casa de la familia Souza de Aguilar por muchos años.
El mayor de sus hijos, Valerio, nacido en 1869, se ganaría la vida como empapelador y jornalero. Era un talentoso guitarrista que durante muchos años llevó el apellido Morales, pero a comienzos del siglo veinte usaba el de Moreira; el segundo hijo murió de viruela siendo bebé y el tercero, Juanita, se había criado en el Colegio Hermanas de la Caridad.
Cuando removieron sus restos, ya que nadie reclamaba el cuerpo, Eulogio del Mármol -uno de los médicos de Lobos- logró rescatar el cráneo para estudiarlo, en una época en que se intentaba relacionar a los criminales con rasgos físicos. Al no encontrar nada fuera de lo común, se lo regaló a su gran amigo, Tomás Liberato Perón, abuelo de Juan Domingo. El niño usaba estos despojos para asustar a Gabriela, la vieja empleada de su abuela Dominga Dutey. El cráneo fue donado por su hermano mayor al Museo Histórico de Luján, mientras que una mujer cedió a esa institución la famosa daga de 85 centímetros del gaucho. Hace unos años que, de acuerdo a una ley que prohíbe exhibir restos mortales en museos, de acuerdo a un reclamo de los pueblos originarios, se lo quitó de la vitrina.
El escritor Eduardo Gutiérrez, famoso por sus obras costumbristas e históricas, publicaría en 1879 la historia de este personaje donde, tomándose algunas licencias que provocaron la indignación de historiadores, lo presenta como un héroe para la paisanada que, por una cadena de desgracias, había terminado al margen de la ley.
José Pepe Podestá, que con sus hermanos Gerónimo, Pablo y Antonio formarían la compañía de los Hermanos Podestá, llevó la obra Juan Moreira al teatro en 1931. La crítica aseguró que la escena de la muerte era tan realista y tan cargada de emoción, que a veces algún espectador saltaba de su butaca al escenario para defender, cuchillo en mano, al gaucho perseguido. “Así no se mata a un hombre”, gritaban indignados.
Con los años, el edificio donde funcionó el prostíbulo La Estrella vivió Fernando Nicollin, dueño de la fábrica Jabonería Francesa, que había inaugurado en 1892. Posteriormente, el solar fue ocupado por un sanatorio.
Andrés Chirino terminó como encargado del edificio de Avenida de Mayo 733. Murió a los 93 años. Y del famoso muro donde lo mataron, dicen que queda sólo un pequeño tramo que siempre algún curioso pide contemplarlo. Al fin de cuentas, ahí mataron a un gaucho matrero y por qué no, a una leyenda.
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