El domingo 29 de noviembre de 2020, quince minutos antes de las dos de la tarde, Natividad Apaza estaba por almorzar con un amigo. Algo que nunca había pasado estaba por suceder. Lo extraordinario lo encontró sentado y con un vaso en la mano. La quietud de un pacífico domingo de sol en un pequeño valle jujeño resguardado por cerros de cuatro mil metros de altura se rompió en un segundo. El piso latía. Las montañas tronaban. Las piedras caían, la polvareda subía. Los niños lloraban. Las vacas y las ovejas, a su manera, también. Natividad no podía erigirse, la oscilación del piso lo volteaba. Tambaleó, agarrándose de las paredes, hasta llegar al patio. Descubrió que las montañas, como los edificios en las películas de catástrofes, también se ondulan y mueven en los sismos. Dejó de ver la vibración de los montes cuando el cielo se cubrió de polvo.
Al principio dijo que habían sido cinco minutos, pero rápido comprendió que exageraba. “No, no sé, fue un ratito, tal vez segundos”, corrigió. Las tragedias naturales son todas lentas: duran más de lo que realmente duran. En Caspalá, un pequeño pueblo jujeño situado a 3.040 metros de altura sobre el nivel del mar en el departamento de Valle Grande, el sismo de magnitud 5.8 en la escala de Richter y una profundidad de diez kilómetros según el Instituto Nacional de Prevención Sísmica, todavía perdura en la comunidad. Algunas construcciones aún evidencian las cicatrices en sus paredes y techos de adobe, barro y caña. Todas las casas tuvieron fracturas. Al menos diez, destrucciones parciales. Natividad Apaza, constructor de oficio y propietario de una vivienda con paredes de cuarenta centímetros de ancho, no pudo evitar el agrietamiento. Tampoco la capilla Santa Rosa de Lima, la edificación más antigua y elevada del pueblo, construida en 1840 por don Tomás Coronel, cuyas campanas de bronce fueron traídas de Perú, como la imagen de la santa patrona de Caspalá. El movimiento sísmico no causó víctimas ni heridos, solo daños materiales y miedo.
368 días después del primer temblor de la historia de Caspalá, la Asamblea General de la Organización Mundial del Turismo eligió a este pequeño poblado de la puna jujeña uno de los 44 mejores pueblos turísticos del globo. “No hay mal que por bien no venga”, reprodujo Natividad Apaza, no solo como caspaleño nativo, sino ya como presidente de la comisión municipal. Con un año de distancia, una aldea clavada entre laderas del valle montañoso Quebrada de Humahuaca pasó de la catástrofe a la distinción.
“Éramos un poco invisibles”, dice Natividad. La invisibilidad era, además, geográfica. Caspalá, según la tradición transmitida por los bisabuelos, significa “entrada al pueblo”. Es una comunidad con calles pequeñas en pendiente, que se recuesta en los valles de los cerros, escondida entre paredes naturales. Hace quince años, la accesibilidad era solo a base de montura. Los autos no llegaban. Se abrió una ruta de conexión con Humahuaca, ciudad ubicada a solo 120 kilómetros. El trayecto se completa, sin embargo, en no menos de cuatro horas (en auto, a pie son 16). Las razones se combinan: la ascensión hasta cuatro mil metros sobre el nivel del mar, las parábolas del camino, el avistamiento de vicuñas, la transición de quebradas a valles y la invitación a la contemplación del paisaje. En verano, las habituales precipitaciones complejizan los traslados y alteran su frecuencia semanal.
El pueblo tiene un único acceso vehicular. Las calles internas permiten solo el paso de personas y animales de carga a las 120 casas. En Caspalá hay 360 habitantes. Pero actualmente solo viven 160: hay quienes emigran a Humahuaca o San Salvador por razones de trabajo o estudio. En festivales o vacaciones, la población se congrega de nuevo en el pueblo. Todos sus residentes son nativos. No hay extranjeros, importados o adoptados. Son hijos de hijos, hijos de las generaciones, hijos de las tradiciones.
Sin embargo, Natividad Apaza no nació en Caspalá. Tampoco nació en otro pueblo. Nació el primer día de diciembre de 1969 cuatro horas más arriba -hay quienes midan la distancia en tiempo y no en metros-, en el cerro, en un sendero entre Caspalá y el valle. Por entonces, en cada verano, sus padres traían de vuelta al pueblo a las veinte vacas de la familia, que después del otoño serán llevadas de nuevo a la profundidad del valle por razones estacionales. “Ahí, en medio del camino, a lomo de animales, mi mamá me tuvo. Surgió el parto en medio de la tormenta, entre la lluvia, en un rancho de piedra y barro. Por suerte salió todo bien y al otro día mis padres siguieron su camino hacia el lugar de destino, que nosotros llamamos la costa. Será por eso que me encanta caminar”.
“La mayoría vivía de la agricultura y la ganadería hasta que se creó en 1874 un municipio chiquito. Había tres empleados (hoy hay casi cincuenta). El resto de la gente se iba a trabajar a los ingenios del azúcar, de la hortalizas, de las quintas de naranjas. El pueblo se vaciaba. Recuerdo que había un montón de chicos que iban a la escuela, los maestros que venían dos veces al mes caminando desde Humahuaca”, recuerda Natividad: él cursó en un colegio con calendario espaciado y con cien niños matriculados. Hoy, la Escuela 20 de Julio N° 237 de la localidad de Caspalá, fundada hace 154 años, tiene cincuenta alumnos de primero a séptimo grado y seis maestros. El cuerpo docente del establecimiento vive de lunes a viernes en Caspalá y cada fin de semana regresa con sus familias. La jornada educativa es completa: de ocho a 17:30 e incluye desayuno, almuerzo y merienda.
La escuela secundaria, a diferencia de la primaria que honra en su denominación al día de la bandera, no tiene nombre. Tampoco edificio. Incluso tiene menos estudiantes. Las clases ocurren dentro del edificio de la comisión municipal. Los profesores son diez: ninguno tiene domicilio en Caspalá, aunque viven en el pueblo la mitad de la semana. Un grupo llega el domingo a la noche y se va el miércoles, en el transporte que trajo a los otros docentes especializados que se irán la tarde del viernes.
El próximo gran proyecto del pueblo será la construcción de un establecimiento educativo para hospedar a los estudiantes secundarios. Por la sugerencia de los arquitectos, la geografía del sueño y las horas de luz solar, el sitio a levantar la edificación deberá sacrificar la única cancha de fútbol de Caspalá. La siguiente obra pública será, justamente, recuperar la canchita de cemento en algún otro terreno del poblado.
No hay más cemento en otro lado que en la cancha. Hay algunos techos de chapa que desde la comisión municipal ya pidieron pintar para que no desentonen con el patrimonio arquitectónico tradicional. Las casas de adobe, piedra y caña asumen un tono uniforme y confluyen por calles angostas que carecen de pavimento y adoquines. Existe un plan de ampliación de arterias con empedrado para facilitar el acceso vehicular, un programa que deberá estimular el crecimiento turístico sin menoscabar la estética del pueblo.
Las calles conectan, además de la escuela primaria, la cancha, el edificio de la comisión municipal, la iglesia, el registro civil, el destacamento policial, la salita de primeros auxilios, los tres hospedajes, dos comedores, la casa de té, la casa de artesanías, la casilla de información turística. Caspalá, arquitectónicamente, se reduce a eso: más las 120 casas particulares, los campos de siembra, los campos de pastura para las 600 cabezas de ganado vacuno y 300 de ganado ovino, la red de energía por quema de combustible que propicia electricidad las 24 horas, la antena del programa País Digital en la sede del colegio primario -la única forma de obtener wifi gratuito-, los dos tanques de agua cisterna, los dos ríos, las cascadas, los arroyos, los silencios, los montes, la guardia del camino del Inca.
Así como los institutos educativos se nutren con docentes de otras ciudades, la policía también. El destacamento recibe por semana dos oficiales dependientes de la comisaría de Humahuaca, que prestan servicio de manera alternada. Hay, por su parte, un agente sanitario de forma permanente que completa la atención de salud con doctores designados por el Hospital Manuel Belgrano de Humahuaca, que realizan giras médicas por los pueblos: un mes para cada especialidad.
Hilda Cruz administra La Cutanita, uno de los dos comedores que, junto a El Solcito, asumen la totalidad de la oferta gastronómica de Caspalá. Hilda lo inauguró en 2018 con el propósito de revalorizar los platos regionales. La carta incluye empanada, tarta y pasteles de charqui, guiso de mondongo, humitas, tamales y la estrella de la cocina: el guiso de papa verde. El comedor está abierto todo el año, tiene cuatro mesas y es capaz de abastecer a 24 comensales.
Hilda también integra el grupo de artesanas llamado Flor en Piedra, compuesto por más de diez familias. Confeccionan rebozos, individuales, caminos de mesa, ponchos, chalecos, telares, ruanas con fibra de llama o lana de oveja. Los venden en Humahuaca o en la capital jujeña. Los rebozos son los más codiciados. Están bordados con tintes naturales de la zona: la hoja del álamo brinda un color amarillo, la raíz de lampazo otra tonalidad amarilla, la hoja de granada pinta de verde, como la cáscara de cebolla. Cada prenda demora en hacerse cuatro meses, aunque varía según el detalle del bordado.
Hilda y Natividad no saben bien por qué Caspalá es uno de los mejores pueblos turísticos del mundo. La Organización Mundial del Turismo sí: evaluó parámetros como recursos naturales y culturales, promoción y conservación de los mismos, potencial y desarrollo turístico e integración a la cadena de valor, salud y seguridad, gobernanza y priorización del turismo, infraestructura y conectividad, sostenibilidad económica, social y ambiental.
No hay modo de estandarizar conceptos abstractos. Los pueblos ganadores -44 sobre 174 postulantes de 75 países- obtuvieron un puntaje por encima de los ochenta. No pudieron traducir en cifras la autenticidad de recursos, la tradición ancestral agrícola, la belleza natural y genuina de la tierra y su gente, el encanto, la magia de Caspalá.
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