Dicen que en sus peores momentos, cuando lo tildaban de traidor o la propaganda rosista se ensañaba con él adjudicándole el mote de “asesino de Dorrego”, o si alguien osara deslizar su cobardía, Juan Lavalle se prendía en su brazo izquierdo el escudo bordado en oro que el gobierno del Perú había mandado a hacer para él y para sus valientes granaderos cuando en tierra ecuatoriana derrotaron en dos épicas cargas de caballería a fuerzas españoles mucho mayores en número. “El Perú al heroico valor en Río Bamba”, era lo que tenía bordado. Era una leyenda que encerraba una historia.
En 1822 los españoles estaban en retirada en Sudamérica. José de San Martín tenía controlado casi todo el territorio del Perú y Simón Bolívar estaba haciendo su trabajo en lo que hoy son Colombia, Venezuela y Ecuador.
Juan Lavalle tenía 24 años y estaba al frente de un escuadrón de 96 granaderos a caballo, del mítico regimiento que había creado San Martín, unidad a la que había ingresado el 27 de agosto de 1812, cuando le faltaban un par de meses para cumplir los 15 años.
Antonio José de Sucre era el comandante del ejército del sur. Con su ejército perseguía a los españoles y tejía pacientemente su estrategia de marchas y movimientos para poder derrotarlos definitivamente.
Los realistas estaban cerca de Río Bamba, un poblado fundado el 9 de julio de 1575. Un terremoto la borró del mapa en 1797 y fue reconstruida en el lugar que actualmente ocupa.
Ese domingo 21 de abril de 1822 llovía persistentemente en la llanura de Tapi. Sucre seguía atentamente los movimientos del enemigo, que con tres escuadrones de caballería al mando del coronel Narciso López, protegía la infantería y cubría la retirada.
En esa instancia, evaluó que los 96 granaderos de Lavalle eran entonces la caballería más experimentada con la que contaba. También estaban los Dragones de Colombia, desmoralizados porque venían de ser derrotados y por último los Cazadores a Caballo del Perú, que aún no contaban con la experiencia necesaria.
Al sargento mayor Juan Lavalle le ordenaron que fuera a estudiar qué es lo que estaba haciendo el enemigo. Atravesó el pueblo y cuando con sus 96 granaderos alcanzaron una lomada, con el volcán Chimborazo -la montaña más alta de Ecuador- de mudo testigo, vieron a 420 Húsares españoles formados en tres escuadrones de 120 hombres cada uno.
El argentino contempló que el enemigo se introducía en una suerte de desfiladero, para lo cual debía desarmar la formación que tenían. Sin pensarlo dos veces, comprendió que ése era el momento. Ordenó a sus hombres desenvainar sus sables, gritó “¡A degüello!” y arremetió con fiereza contra la caballería española.
Tal fue la sorpresa y el empuje que el enemigo, que “cuando vieron morir a cuchilladas tres o cuatro de sus más valientes”, describió Lavalle, los españoles retrocedieron hasta donde aguardaba la infantería, en completo desorden, dejando 12 muertos. Lavalle, para evitar quedar a tiro de fusil, ordenó una retirada al trote.
Mientras tanto Sucre estaba convencido que los españoles habían aniquilado a los granaderos y por eso decidió no mandar tropas para socorrerlo. “El comandante Lavalle ha querido perderse, que se pierda solo”, dijo.
El coronel Diego Ibarra le rogó a Sucre le permitiera ir en su auxilio. Consideraba un desperdicio perder a un escuadrón tal valiente. Sucre, luego de indicarle que él era el jefe, que todo era su responsabilidad, le dijo a Ibarra que si quería ir, que fuera. Ibarra lo hizo al frente de 50 Dragones de Colombia.
Llegaron justo al campo de batalla cuando la caballería española, herida en su orgullo, se había reagrupado y se dirigía a todo galope hacia los donde estaban los granaderos. Iba a su frente el general Tolrá. Lavalle, lejos de amilanarse, ordenó cargar en el centro de los cuatro escuadrones. “Era preciso ser insensible a la gloria para no haber dado una segunda carga”, admitió en el parte.
La proporción eran cinco españoles contra un patriota.
Los argentinos, peleando como fieras, volvieron a derrotar a los realistas, quienes se retiraron. Dejaron en el campo 52 muertos, 40 heridos, armas y municiones. Entre los muertos hubo cuatro oficiales y 45 soldados. Los patriotas sufrieron la muerte del granadero Timoteo Aguilera y del sargento de Dragones Vicente Franco. Resultaron heridos el sargento Julio Vicente Vega y el soldado Pedro Lucero.
En su parte de guerra, Lavalle distinguió el desempeño del sargento mayor de granaderos Alejo Bruix, al teniente Francisco Olmos, a los sargentos Díaz y Vega y al granadero Lucero. Ese parte se lo mandó a José de San Martín.
Cuando Sucre se enteró, escribió que Lavalle “tuvo la elegante osadía de cargarlos y dispersarlos con una intrepidez del que habrá raros ejemplos”. Se refirió al “valor heroico” y a “una serenidad admirable”.
El 7 de junio, a través de un decreto, el gobierno del Perú resolvió distinguir a los granaderos con un escudo celeste entre dos palmas blancas, con la leyenda: “El Perú al heroico valor en Río Bamba”. Debía lucirse en el brazo izquierdo. Para el jefe y los oficiales el escudo estaba bordado en oro, para sargentos y cabos de seda y para los soldados, de hilo.
Los españoles se retirarían y el 24 de mayo de ese año, al pie del volcán Pichincha, serían derrotados, se logró la liberación de Quito y su incorporación al territorio hasta entonces liberado.
Lavalle pasó a ser conocido como “el león de Rio Bamba”. Para él, ese escudo de tela con el que demostraba que se la había jugado por el país, fue su condecoración más querida.
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