Ayer se inició en la Casa de las Culturas de Resistencia la primera audiencia del Juicio por la Verdad de la Masacre de Napalpí, que sucedió el 19 de julio de 1924, cuando alrededor de 130 policías, junto a un grupo de civiles, reprimieron a la pueblos originarios Qom y Moqoit que reclamaban una mejor retribución por la cosecha de algodón o la posibilidad de trabajar en los ingenios de Salta o Jujuy.
La orden de represión fue ordenada por el gobernador del Territorio Nacional del Chaco, Fernando Centeno, designado en el cargo por el presidente radical Marcelo Torcuato de Alvear.
Se estima que hubo más de 400 muertos en una descarga de cinco mil balas en apenas 45 minutos.
Las víctimas fueron enterradas en fosas comunes y la represión continuó luego sobre los sobrevivientes que lograron escapar. Algunos de ellos dieron testimonios de la masacre a la Fiscalía Federal antes de morir.
El Juicio por la Verdad que acaba de iniciarse, casi un siglo después de los hechos, no tendrá imputados, dado que sus responsables fallecieron, pero busca poner en evidencia el rol del Estado y marcar una reparación histórica hacia los pueblos indígenas, que fueron sus víctimas. Desde hace más de una década, la Fiscalía Federal, con la colaboración de las querellas, la secretaría de Derechos Humanos del Chaco y del Instituto del Aborigen Chaqueño, fue recabando pruebas de los hechos, que fueron admitidas por la titular del Juzgado Federal número 1 de Resistencia Zunilda Niremperger.
Las masacres en el norte argentino en los años ‘20
Durante la década de 1920 los obreros en el norte argentino eran reprimidos con recursos estatales “privatizados”, y con fuerzas del Estado, quienes organizaban expediciones de exterminio masivo en el norte del país. Un caso emblemático había sucedido en la compañía La Forestal, de capitales británicos, que luego sumó alemanes y franceses, que llegó a ocupar dos millones de hectáreas en el norte de Santa Fe y los territorios nacionales de Chaco y Formosa, para la explotación del quebracho colorado en los montes. Los hacheros de La Forestal realizaban jornadas de trabajo de hasta 16 horas y recibían la paga con vales por mercancías en los almacenes de ramos generales que también pertenecían a la compañía. En un mes de trabajo, los hacheros podían ganar el equivalente a diez kilos de carne. La “policía privada”, que integraban miembros de la Liga Patriótica, se ocupaba de reprimir las huelgas de los hacheros, saqueaban e incendiaban sus casas, y los mataban.
Por entonces, Chaco era territorio de conquista de las expediciones militares que buscaban extender las fronteras indígenas al precio del dominio territorial, económico, étnico y cultural. Hacia 1920, el censo indicó que existía una población de 60.564 habitantes en ese territorio nacional.
En junio de 1923, el presidente radical Marcelo Torcuato de Alvear designó en el gobierno del Chaco a Fernando Centeno, nieto del coronel Dámaso Centeno, muerto en combate en la batalla de Pavón. Fernando Centeno, educado en París y tres veces presidente de la Cámara de Diputados santafecina, oriundo de esa provincia, debía remitir informes de su gestión al Ministerio del Interior.
Frente a las etnias, el nuevo gobernador continuó con la política de la Reducción de Indios, un organismo que administraba la mano de obra aborigen en los obrajes forestales y en las chacras de algodón y maíz; de este modo, a la vez que los obligaba a abandonar su nomadismo, los incorporaba al proceso de producción económica.
La Reducción Napalpí, un territorio de veinte mil hectáreas, ubicado a ciento veinte kilómetros de Resistencia, sobre la traza del ferrocarril Barranqueras al Oeste, había sido creada en 1911 por el naturalista y protector de indios Enrique Lynch Arribálzaga.
La creación de este cerco indígena de producción agraria, bajo subsidio y control estatal, tuvo la intención de evitar que las etnias mocoví, toba y vilela continuasen siendo víctimas del genocidio de las tropas de línea del Ejército, que las consideraban obstáculos para su objetivo de “civilización y progreso”. La Reducción también incluyó una política educativa. Se fundó una escuela para los hijos de los aborígenes.
Hacia 1920, con el auge algodonero, la Reducción contaba con alrededor de setecientos empleados que trabajaban a destajo. Pero los indios también tenían la posibilidad de ser contratados por comerciantes que los trasladaban a los ingenios azucareros de Tucumán, de Salta y de Jujuy por una mejor paga. De modo que entre la posibilidad de volverse al monte a vivir con sus costumbres originales, subsistiendo con la caza o la pesca, y el éxodo a otras provincias, desde la perspectiva de los terratenientes, los aborígenes componían una mano de obra inestable para las necesidades de la cosecha.
Atento a las inquietudes de las empresas productoras, el gobernador Centeno prohibió los desplazamientos indígenas fuera del territorio. Sometidos al cerco de Napalpí, los aborígenes se sublevaron contra la administración de la Reducción, que además les descontaba el 15% de la producción de algodón. Muchos se negaron a levantar la cosecha. El ambiente se fue crispando. Los policías comenzaron a perseguir a los indígenas que regresaban de la zafra jujeña en transgresión a la orden de Centeno y mataron a algunos de ellos en El Cuchillo. También la policía comenzó a recibir denuncias telegráficas de productores por robos de hacienda y carneo de animales.
El 17 de mayo de 1924, Centeno fue a las tolderías de Napalpí a entrevistarse con los caciques. Escuchó sus críticas. Le pidieron la supresión del 15%, libertad para vender sus productos, la reapertura de la escuela, títulos de propiedad para colonos indígenas, la liberación de aborígenes detenidos en la cárcel de Resistencia y la entrega de dos vacas y mil kilos de galletas.
Ni las promesas de provisión de alimentos ni la reunión de la delegación indígena en Buenos Aires con la Comisión Honoraria de Reducciones de Indios ni la visita a Napalpí de Eduardo Elordi, secretario de Territorios del Ministerio del Interior, bastaron para atemperar la hostilidad en la región. Todas las negociaciones habían fracasado.
El sometimiento policial a los indígenas para que permanecieran en la Reducción, las denuncias de cuatrerismo y los ataques a establecimientos agrarios denunciados por colonos blancos contra los “bandoleros” aborígenes —que habrían dejado dos muertos—, el despoblamiento rural por el temor a un levantamiento indígena y la huelga que iniciaron estos en Napalpí hundieron el territorio en una psicosis de guerra.
El indio armado con Winchester, guiado por el cacique toba Pedro Maidana, era la figura más explotada frente a Centeno por parte de los terratenientes que exigían el disciplinamiento de la mano de obra.
Enrique Lynch Arribálzaga había advertido en 1911: “La coerción o el temor son, a mi juicio, pésimos recursos para el gobierno de los aborígenes. Se los podrá dominar momentáneamente, pero el odio hervirá en sus almas sin freno y, como todo pueblo oprimido, romperá sus cadenas en cuanto vea la primera coyuntura para hacerlo”.
En julio de 1924, el gobernador Centeno pidió al Ministerio del Interior tropas del Ejército para sofocar la “sublevación”, pero le respondieron que era un hecho policial que debía ser resuelto a nivel local.
El sábado 19 de julio, el diario La Nación publicó que “la sublevación” de los indios de la Reducción de Napalpí continuaba “amenazando a la población de la zona norte de ese departamento [Villa Ana]. Han sido atacados varios vecinos, registrándose numerosos asesinatos. El pueblo está alarmadísimo”.
La masacre de Napalpí
Ese mismo día ya estaba en Napalpí la tropa policial enviada por Centeno. Cuarenta hombres habían partido en tren desde Resistencia, se sumaron otros ochenta de localidades vecinas, más la participación de civiles armados al servicio de los productores. Un avión del Aero Club Chaco los ayudó a reconocer la posición exacta de los indios. Muchos de ellos salieron a observar el aeroplano que volaba más allá de las copas de los árboles. Pensaban que les iba a arrojar mercadería.
Según los testimonios recogidos por una comisión parlamentaria, expuestos en la sesión de Diputados del 11 de septiembre de 1924, desde el avión arrojaron una sustancia química que comenzó a incendiar las tolderías.
La tropa inició la matanza de las etnias rebeldes.
Las familias indígenas escaparon hacia al monte impenetrable, pero en dos horas, los fusiles estatales ya habían matado alrededor de doscientos aborígenes que habían negado sus brazos a la cosecha. El avión sobrevoló la zona para señalar a los que escapaban y ponerlos en la mira del fusil del copiloto. A los que quedaban heridos, la tropa policial los ultimaba a machetazos o los degollaba.
Al cacique Maidana y a sus hijos les arrancaron los testículos y las orejas.
Los cadáveres fueron amontonados y rociados con querosén y enterrados en fosas comunes. Muchas mujeres fueron tomadas prisioneras y sometidas. Los bienes indígenas de la Reducción fueron saqueados. Cuarenta niños que lograron sobrevivir fueron entregados a los estancieros como sirvientes para las tareas domésticas.
En el expediente judicial, la policía negó la matanza. Según la versión oficial, cuando llegaron a Napalpí con un pañuelo blanco, fueron recibidos con fuego por los indios y en el combate mataron solo a los tres caciques rebeldes y a otro aborigen. El resto, cerca de ochocientos indios, al ver caer a sus jefes, huyó al monte.
La Justicia, que archivó la causa sin reconocer culpabilidad en nadie, no recogió los testimonios de los indígenas, que por entonces eran niños, y lograron escapar de la masacre. Habían sobrevivido.
Entre ellos estaba Melitona Enrique, toba, de 23 años. Ese 19 de julio de 1924, escapó de las balas y corrió hacia el monte con su madre. Había perdido a sus abuelos, a sus primos, a sus tíos. Estuvo varios días y noches sin comer. Melitona Enrique murió el 13 de noviembre de 2008. Tenía 107 años. En su último cumpleaños, el 13 de enero del mismo año, el Estado provincial del Chaco reconoció por primera vez su responsabilidad en la masacre de Napalpí. Entonces le pidió disculpas, le regaló una silla de ruedas y le prometió una casa de ladrillos.
Otro de los testigos de la masacre fue Pedro Balquinta, que declaró a la justicia con la participación de un traductor, dado que la mayoría de sus expresiones eran en lengua originaria. Lo hizo en 2014, poco antes de morir. “Mataron a muchos y luego los taparon en un pozo grande, un solo pozo”, fue parte de su testimonio, que ahora será presentado en el juicio por los crímenes a las comunidades indígenas.
Otra de las sobrevivientes fue Rosa Grilo, quien durante toda su vida, más de un siglo, recordó el avión que preanunció la matanza de la etnia qom. Su abuelo, junto a su abuela y su madre, quedaron escondidos en el monte durante la masacre. Y lograron salvarla.
Grilo fue entrevistada en un registro audiovisual en 2018 en su domicilio del paraje rural el martillo del Lote 40, por la Fiscalía por la fiscalía que promovió el juicio por la matanza Napalpí, y que fue declarada crimen de lesa humanidad por la justicia federal al año siguiente.
Marcelo Larraquy es periodista e historiador (UBA). Su último libro publicado es “La Guerra Invisible. El último secreto de Malvinas”. Ed. Sudamericana.
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