El nuevo santo ítalo-argentino, un hombre de hacer favores
El nuevo santo ítalo argentino nació en 1880, en Boretto, Italia, y murió en 1951, en Viedma, Argentina. Se notaba que no era un criollo nacido en estas pampas no tanto por su forma de hablar como por su nombre y apellido, que pocos sabían repetir o escribir sin equivocarse. No obstante eso, era conocido en Viedma, Carmen de Patagones y toda esa zona que configura el pórtico de la Patagonia.
En el archivo del Hospital San José de Viedma, en el que trabajó la primera mitad del siglo XX, hay cartas dirigidas a él en las que lo llaman Artemiro, Artensio, Artemisco, Arquímides o bien Sati, Satis, Sapti, Sacti, Zatting y hasta Donzati. Muchos lo trataban de “don” -quizás porque le transferían el trato que daban a los curas italianos. “Para ostentar el don, hay que nacer entre algodón”, repetía él sin más éxito que hacer reír a quienes lo escuchaban. De adolescente había querido ser sacerdote al estilo de Don Bosco, en la congregación salesiana. Pero no pudo y se dedicó a ayudar como laico.
Corpulento, de cabellos cortos y fornido bigote, Artémides Zatti tenía un carácter jovial, alegre y generoso. Era italiano naturalizado argentino. Había conocido a los salesianos de Bahía Blanca en 1897 cuando se instaló en esa ciudad con sus padres y hermanos, donde ya vivía un tío paterno, inmigrante como ellos. Artémides tenía entonces 17 años y hasta ese momento había vivido a orillas del río Po, en un pueblo italiano llamado Boretto, alternando su tiempo entre la escuela y las tareas de campo junto a su padre. Tres años después de llegar a la Argentina dijo que quería ser sacerdote e ingresó en el aspirantado de Bernal, provincia de Buenos Aires. Allí estudió cinco años hasta que asistiendo a un enfermo contrajo tuberculosis y sus superiores lo enviaron al hospital de Viedma. Pasaba el tiempo y no se recuperaba. Un día prometió a la Virgen que si se curaba dedicaría su vida a la atención de enfermos sin ser sacerdote. Al parecer la Virgen le tomó la palabra y se curó; por eso él solía decir: “Creí, prometí, sané”. Y él también cumplió con su parte. A los 28 años se consagró como salesiano coadjutor y se dedicó por entero a los enfermos. Primero trabajó en la farmacia anexa al hospital, del que después fue administrador, vicedirector y también director.
Mientras hubo otro director, Artémides administraba los ingresos, gestionaba los recursos humanos, compraba los insumos para dar de comer a los internados y controlaba la limpieza o la hacía él si era necesario.
Se había ganado tanto el afecto de los vecinos, de cerca y de lejos, como la antipatía de políticos liberales, que estaban al acecho de alguna situación que les permitiera desprestigiar a la Iglesia católica, de la que eran enemigos explícitos, y aún mejor si se trataba de alguna obra salesiana, congregación que gozaba de muy buena fama en la Patagonia. Tal encono fue explícito en un episodio tragicómico asentado en la historia tanto de Viedma como en la del propio Zatti, escrita por alguien que lo conoció y que fue incluso uno de sus confesores, el padre Raúl Entraigas.
El 20 de agosto de 1915 se escapó del hospital el preso Patricio Cabrera, que había sido llevado por la policía para un tratamiento y al que dejaron sin vigilancia. Desde hacía años, ese hospital recibía, bajo responsabilidad de la policía, a los presos que necesitaran atención médica. Apenas supo de la fuga, Zatti fue a la comisaría a informar lo sucedido. Al rato los vecinos lo vieron de nuevo llegar a la comisaría, pero esta vez no en su bicicleta, sino caminando y custodiado por dos agentes, que lo habían detenido por “infidelidad en la custodia de los presos”.
Como era viernes, tuvo que esperar en prisión hasta el lunes para ser llevado al juzgado a declarar. Y tal traslado, según cuentan, fue de película. “Zatti caminaba por el medio de la calle. Iba tranquilo, con las manos atrás, la cabeza un poco inclinada, dando esas zancadas largas que solía dar cuando lo llamaban a curar un enfermo. Y tras de él, un agente de policía, con el machete en el tahalí y el máuser al hombro. Así pasó Artémides Zatti ese 23 de agosto por la calles de Viedma: como un malhechor. Él iba rezando. Sereno, como si fuera a una fiesta y sonriendo a los amigos que al verlo pasar lo saludaban con la mano”. Para el regreso del juzgado a la cárcel, los que alentaban al enfermero se habían duplicado. Al día siguiente Zatti salió de la cárcel bajo fianza luego de que el director del hospital, que además era abogado, presentara un escrito con doce puntos para señalar la inocencia del acusado. Él no dejaba de agradecer lo que consideró unas “vacaciones que Dios le había obligado a tomar”, visto que por sí mismo jamás había pedido días de licencia.
La principal fórmula de la medicina que tantos agradecían a Zatti era el afecto y la estima con la que trataba a todos y sin la cual no se explicaban los cambios en la salud y el ánimo de tantos. Buscaba complacerlos en todo lo que pudiera. Un ejemplo: a uno de los enfermos, que era hemipléjico y le gustaban los animales, Zatti le regaló jaulas con canarios y le diseñó un sistema con cuerdas y palancas para que el anciano pudiera atraer las jaulas hacia sí, abrir las puertas y cambiar el alimento y el agua a los pajaritos, alimento que el propio Zatti se hacía tiempo para comprar y llevarle personalmente.
“Curo con vino de cantina y carne de gallina”
Además de la atención a los pacientes, para 1915 las responsabilidades del enfermero Zatti incluían la farmacia del hospital, la enfermería del colegio salesiano anexo y la de María Auxiliadora, así como la asistencia a los internos en la cárcel y a quien tocara su puerta a la hora que fuera. Para no tener inconvenientes legales, en 1914 se había naturalizado argentino y, a los 36 años, obtuvo el título de idóneo en farmacia otorgado por la Universidad Nacional de La Plata.
Los médicos que trabajaron con él dijeron que fue mucho más que un idóneo en farmacia. Admitían que Zatti tenía un ojo clínico casi infalible para reconocer enfermedades, por lo que le daban mucha libertad de acción y hasta le asignaban casos con los que ellos ya no sabían qué hacer. Al bromear sobre la competencia que podía hacerles a los médicos, Zatti le respondió a uno: “Yo curo con vino de cantina y carne de gallina, que es la mejor medicina…”. Además de comentar sus buenas prácticas sanitarias, se conocieron después afirmaciones de los médicos del hospital referidas a la coherencia entre lo que Zatti creía, decía y hacía. “Cuando veía a don Zatti mi incredulidad vacilaba”, aseguró uno. “Creo en Dios desde que conozco a don Zatti”, dijo otro.
Solía pedir a enfermos y sanos “ánimo, valor y fortaleza”. Frente a los quejidos de dolor de uno de los enfermos se le escuchó repetidas veces aconsejarle que “rece para que Dios le mitigue los dolores”. Y agregaba: “Mire, hasta los pajaritos rezan. ¿Oye los gorjeos de esos que ahora cantan en las ramas del eucalipto? Están rezando, a su modo…”. Siempre tenía un ánimo alegre, y cuando un médico le preguntó una vez si era feliz él respondió: “Mucho”, y ante el asombro del otro, continuó: “Vea, la felicidad de cada uno está en sí mismo. Esté usted contento y conforme con lo que tiene, tenga lo que tenga: eso es lo que quiere Dios de nosotros. Lo demás lo llena Él”. Así hablaba un hombre que nunca se había acostumbrado al sufrimiento. “Delante de los enfermos graves, bromeaba y reía, a veces, para darles ánimo; pero luego a solas lloraba…”, llegó a decir el doctor Susini, uno de sus contemporáneos.
“¿Respiran todos?”
En la biografía de Entraigas, publicada a sólo tres años de la muerte de Zatti, se describe con detalle un día cualquiera de la vida que el enfermero llevó durante casi cincuenta años y sobre la que abundan testimonios coincidentes. Se levantaba a las 4.30 o 5 para ir a la iglesia a rezar con los sacerdotes y participar de la misa; luego visitaba a los enfermos en las salas de internación, a las que ingresaba saludando con un “¡Buenos días! ¡Vivan Jesús, José y María!” y enseguida preguntaba: “¿Respiran todos?”. Generalmente le respondían: “Todos, don Zatti”. Igualmente él pasaba luego a verlos uno por uno y anotaba qué necesitaban, y verificando que estuviesen todos vivos. Si encontraba alguno que había fallecido durante la noche lo cargaba al hombro y lo llevaba a la morgue y, si allí no había espacio o si estaba cerrada, llevaba el cadáver a su cuarto y lo extendía sobre su cama. En ese caso él dormía en el suelo. Cuando después le preguntaban si había tenido miedo, respondía: “No, por qué habría de tener miedo. Dormimos los dos… Hay que tener miedo a los vivos, no a los muertos. Estos ni siquiera roncan…”
Después de desayunar iba a buscar lo que le hubiesen pedido los pacientes y luego salía en bicicleta a poner inyecciones a los que no podían ir al hospital; iba tanto a Viedma como a Carmen de Patagones, es decir, a ambas orillas del río Negro. Era la época en la que comenzaron a usarse los antibióticos y a Zatti se le multiplicó la tarea porque debía ir cada dos o tres horas a una misma casa. Todo lo hacía gratis. Sus ayudantes dicen que rara vez debe haber dormido una noche sin interrupciones. Aun cuando se hubiese acostado pocos minutos antes de que alguien tocara a su puerta, se levantaba y salía a ver al enfermo que lo necesitara sin quejarse ni aludir a su justificado cansancio.
Al mediodía llegaba puntualmente a las oraciones previas al almuerzo. Después de comer jugaba a las bochas con los convalecientes. Entre las dos y las cuatro de la tarde volvía a visitar a enfermos en sus domicilios. Merendaba y, según la necesidad, recorría una vez más las salas, hacía cuentas o arreglaba desperfectos en la casa. A las seis dirigía una lectura espiritual y ayudaba al sacerdote en la bendición del Santísimo. Mientras los enfermos cenaban él trabajaba en la farmacia y luego volvía a pasar por las salas y los invitaba a rezar juntos y daba las “Buenas noches” según el estilo salesiano. Solía contar en pocos minutos la vida de algún santo, describir la fiesta litúrgica del día o algún episodio de la vida de Don Bosco.
De siete a ocho de la noche leía y respondía las cartas. Muchas veces daba otras “Buenas noches” a las enfermeras a las que trasmitía alguna enseñanza más de tipo laboral o vinculada a las relaciones interpersonales. A las ocho cenaba con los sacerdotes. Antes de ir a su cuarto volvía a pasar por las salas y, si no estaba muy cansado, leía algún manual de medicina o farmacia o la vida de algún santo, hasta apagar la luz, cerca de las once.
Procuraba que todos tuvieran la medicina que necesitaban, se tratase de remedios caros o baratos. O falsos placebos, como las “píldoras” hechas con miguitas de pan que daba a ancianos que no necesitaban remedio alguno, pero que lo pedían obstinadamente. No se rehusaba a asistir a ningún enfermo y prefería a los que eran rechazados por los demás enfermeros, los infecciosos. Una vez le preguntaron si no le daba miedo que le hiciera daño tocarlos o lavar los paños con los que los atendían: “¿Daño? ¿No sabe usted que el pus no tiene espinas?”, respondió.
El hospital creció en atención de pacientes a pasos agigantados mientras Zatti estuvo allí. Según los registros, en 1928 tenía 70 camas y en el hospital se recibió a 656 enfermos gratuitos y 90 pagos; en tanto recibieron atención en consultorios externos 11.030 personas. Seis años después, en 1934, los internados llegaron a 1001 y los atendidos en consultorios externos, 13.340. Zatti hacía las veces de administrador y lo mantenía a fuerza de préstamos del Banco Nación y de particulares, operaciones financieras que ocasionaban a los salesianos más de un dolor de cabeza. Zatti no era un buen administrador según los criterios técnico contables, pero de alguna forma, antes o después, hacía cerrar las cuentas. Su desorden en la administración no era fruto de pereza o imprudencia sino de su generosidad y extraordinaria confianza en la Providencia.
Ese año, 1934, marcó un hito importantísimo en la vida de Zatti y en la de todos los salesianos. El 1° de abril el Papa Pío XI canonizó a Don Bosco en el Vaticano. Allá marcharon entonces delegaciones salesianas de todos los países donde tenían alguna presencia. Zatti fue elegido para ir en representación de los hermanos coadjutores. Esa fue la única vez que regresó a su país natal, y también la única en que dejó el hospital durante casi tres meses. Debió viajar en febrero a Buenos Aires para tramitar el pasaporte y, una vez en esa ciudad, hasta el momento de subir al barco que lo llevaría a Europa se ocupó de buscar ayudas económicas para fortalecer la débil economía de su querido hospital. En Roma no sólo participó de la misa en la que se declaró santo a su padre espiritual, sino que también pudo saludar al Papa, algo que jamás había pensado posible para él, un enfermero de la Patagonia.
“Lo vieron llorar como un niño cuando tuvo que dejar el hospital”
En ese contexto y poco menos de una década después, en 1941, el hospital, y sobre todo el corazón de Zatti, sufrieron un duro golpe: debió trasladarse intempestivamente a una escuela agrícola, que en realidad era usada como casa de campo por los salesianos. De un día para el otro se les comunicó que debían retirar a los enfermos porque entrarían a trabajar los ingenieros, con sus equipos de albañiles dispuestos a demoler el edificio y construir en ese predio la residencia del obispo de la flamante diócesis de Viedma. Había sido creada en realidad en 1934, pero hasta ese año no tenía un lugar considerado digno según los criterios de la época. El terreno donde funcionaba el hospital -al lado de la Catedral y frente a la plaza principal- no pertenecía a la congregación salesiana, sino a ese obispado que obtuvo del gobierno nacional un subsidio para la construcción del nuevo edificio episcopal. Además, el gobierno estaba construyendo un nuevo hospital, por lo que las autoridades salesianas aprobaron el acuerdo para la demolición del edificio donde funcionaba el San José, pero no comunicaron esa decisión a la dirección del hospital hasta un día antes.
“Lo he visto llorar como un niño”, dijo uno de los sacerdotes que estuvo con él en esos momentos. Los albañiles comenzaban a demoler y los pacientes aún estaban en sus camas. Yendo y viniendo con carros en los que trasladaban a los enfermos, Zatti vio caer los muros que también había visto levantarse en 1912, o los que él mismo hizo construir para ampliar el sector de internación para mujeres en 1933. Se le notaban los ojos brillosos por las lágrimas, pero no se le escuchó ninguna queja ni reclamo frente a esa demolición considerada un atropello por muchos, varios sacerdotes salesianos incluidos. “Así lo quiere el Señor, así lo ha dispuesto Dios”, repetía con serenidad frente a circunstancias adversas. Y esta sí que lo era. El dominio que ejercía sobre sí mismo hacía que, aun sin saber bien qué era mejor hacer, no perdiera la calma y todos percibieran su serenidad y templanza.
El dramatismo del momento no opacó el valor de la actitud de Zatti al decidir continuar atendiendo a los enfermos como fuera. Con suma paciencia y prudencia siguió al frente del hospital y lo reconstruyó desde la nada. Fue un tiempo de desconcierto, pero no de paralización ni desesperanza. Zatti consiguió que le autorizaran “internar” enfermos en el Patronato de excarcelados y en casas de familia, aunque no le resultó tan fácil. Esos u otros espacios los alquiló durante cuatro años hasta tanto se terminaron las reformas en lo que se conocía como la Escuela Agrícola.
Fiel a su estilo, involucró al Hospital San José en la vida social, política y económica de la zona. No había Exposición Rural en Viedma o en Carmen de Patagones en las que no se hicieran remates de hacienda donada por sus dueños a beneficio de ese centro de salud. Y entre sus donantes figuraron tanto organizaciones sociales como políticas y estatales. Todo lo hacía siguiendo el consejo que diera San Juan Bosco a sus primeros misioneros: “Cuidad de los enfermos, de los pobres y de los ancianos, y os granjearéis las bendiciones de Dios y la benevolencia de los hombres”.
Así siguió trabajando, incansable, hasta pocos días antes de morir, a los 70 años, a raíz de un cáncer de páncreas que se le había despertado ocho meses antes, luego de caerse desde la escalera en la que estaba intentando arreglar un tanque de agua en el techo. Consciente del cercano fin de su vida, pidió la Unción de los Enfermos y la Comunión, se recetó a sí mismo la medicación y dejó escrito el certificado de su defunción que el 15 de marzo de 1951 firmó el médico que en ese momento estaba de turno. Durante esos meses, en los que sufrió fuertes dolores físicos, cuando alguien intentaba distraerlo, respondía: “Hace cincuenta años vine aquí para morir y he llegado hasta ahora; ¿qué más quiero? Por otra parte, toda mi vida me la he pasado preparándome para morir. ¡Qué lindo morir salesiano! ¡Y en la Patagonia!”
Su figura trascendió los límites geográficos en los que vivió como “el enfermero de los pobres”. Un hombre que buscaba cumplir todo lo que le pidieran aún cuando no se tratara de salud. Además de los encargos ocasionales y el trabajo en el hospital, asumía responsabilidades tales como cobrar la pensión a una señora analfabeta, encargarse de las suscripciones del diario católico El Pueblo, enterrar a los que morían y no tenían familia…En fin, un hombre que disfrutaba haciendo favores.
[Fragmentos de “Milagros Argentinos”, Sudamericana, 2016]
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